Cuando la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese en él. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de curiosidades.
En lo que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la puerta y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aberturas laterales a manera de ventanillas. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla.
Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los habitantes de la casa.
Deposité la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff » o «Catalina Linton».
Sintiéndome muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton ... » Los ojos se me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse saturando el ambiente de un fuerte olor a piel de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que olía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré el volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de cada hoja estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su letra.
«¡Qué domingo tan malo! -decía uno de los párrafos--. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí ... !
Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos: esta tarde comenzamos a hacerlo...
»En todo el día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer permanecían abajo sentados junto a la lumbre -estoy segura de que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias- a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos ordenaron que cogiésemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la desfachatez de decir: “¿Cómo habéis terminado tan pronto?” Durante las tardes de los domingos nos dejan jugar pero cualquier pequeñez, una simple risa, es motivo para que nos pongan castigados en un rincón oscuro.
» “Os olvidáis de que aquí hay un jefe -suele decir el tirano-. Al que me saque de mis casillas, le aplasto.
Quiero seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca: tírale de los pelos; le he oído castañetear los dedos”. Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su esposo, y los dos empezaron a hacer niñerías, besándose y diciéndose estupideces. Entonces nosotros nos acomodamos, como Dios nos dio a entender, en el hueco que forma el aparador. Colgué nuestros delantales ante nosotros como si fueran una cortina, pero apenas lo había hecho, cuando llegó José, deshizo mi obra, y pegándome una bofetada, sermoneó:
» “El amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando todavía en vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos, que os ayuden a pensar en la salvación de vuestras almas.”
»Mientras nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera que un rayo de la claridad del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar tal ocupación que querían darnos. Cogí el libro y lo arrojé donde estaban los perros, diciendo que tenía odio a los libros piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el jaleo.
» “¡Señor Hindley, mire! -gritó José-. La señorita Catalina ha roto las tapas de La armadura de salvación y Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte de El camino de perdición. No es posible dejarles seguir siendo así. ¡Oh! El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. ¡Pero cómo nos falta!”
»Hindley se lanzó sobre nosotros, nos cogió a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos echó a la cocina. Allí José nos aseguró que el diablo vendría a buscarnos con toda certeza y nos obligó a sentarnos en distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido personaje. Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante, y abrí un poco la puerta para tener luz y poder escribir, pero mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me propuso apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del diablo se ha realizado, y entretanto nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar del viento y de la lluvia.»
El plan de Catalina debió realizarse, porque el siguiente comentario variaba de tema, y adquiría tono de lamentación.
«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de que no puedo ni ponerla sobre la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya no le deja comer con nosotros ni siquiera sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le amenaza con echarle de casa si le desobedece. Hasta ha censurado a papá por haber tratado a Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le corresponde.»
Yo me sentía ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. Percibí un título grabado en rojo con florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero de los Setenta y uno.
Sermón predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough.» Y me dormí meditando maquínalmente en lo que diría el reverendo pastor sobre el tema.
Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible. Soñé que era ya por la mañana y que regresaba a mi casa guiado por José. El camino estaba cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un tropezón, mi acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de peregrino, afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguirla regresar a mi casa, y enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me parecía absurdo suponer que me fuera necesaria para entrar en casa semejante cosa. De improviso una idea me iluminó el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre Branderham sobre los «Setenta veces siete», en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser sacados a pública vergüenza y privados de la comunión de los fieles.
Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada en una hondonada entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad de momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado intacto hasta ahora, mas hay pocos clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin vislumbre alguno, por ende, de que los fieles contribuyan a las necesidades de su pastor con la adición de un solo penique. Mas en mi sueño una abundante concurrencia escuchaba a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa partes, dedicada cada una a un pecado distinto. Lo que no puedo decir es de dónde había sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no hubiera podido figurármelos jamás.
¡Oh, qué pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas, y volvía a despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José para preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al «primero de los setenta y uno», acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre -exclamé-: sentado entre estas cuatro paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas novena divisiones de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para marcharme, y setenta veces siete me ha obligado usted a volverme a sentar. Una vez más es excesiva. Hermanos de martirio: ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni indicios de su existencia!»
«Tú eres el réprobo -gritó Jabes, después de un silencio solemne-: Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos: ejecutad en él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»
Emitida esta orden, los concurrentes enarbolaron sus báculas de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme, para quitarle su garrote.
Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se apaleaban unos a otros y el templo retumbaba al son de los golpes. Branderham asestaba fuertes puñetazos en el borde del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por despertarme.
Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra los cristales de la ventana cada vez que la agitaba el viento.
Volví a dormirme, y soñé cosas todavía más odiosas.
Recordé que descansaba en una caja de madera y que el viento y las ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba soldada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué la mano para separar la molesta rama. Mas, en lugar de ella, sentí el contacto de una manecíta helada. Me poseyó un intenso terror, y quise retirar el brazo, pero la manecita me aferraba mientras una voz insistía:
-¡Déjame entrar, déjame entrar!
-¿Quién eres? -pregunté pugnando por soltarme.
-Catalina Linton -contestó, temblorosa-. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a casa.
Sin saber por qué, me acordaba del apellido Linton, a pesar de que había leído veinte veces más el apellido Earnshaw. Miré, y divisé el rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo obrar cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté los puños contra el corte del cristal hasta que la sangre brotó y empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo: «¡Déjame entrar!», y me oprimía la mano.
Mi espanto llegaba al colmo.
-¿Cómo voy a dejarte entrar -dije, por fin- si no me sueltas la mano?
El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila de libros, y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa súplica. Pasé así unos quince minutos, pero en cuanto volvía a atender, percibía idéntica súplica.
-¡Vete! -exclamé-. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años seguidos!
-Veinte años han pasado -murmuró-. Veinte años han pasado desde que me perdí.
Y empujó levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, lancé un grito.
Aquel grito no había sido soñado. Con gran turbación, sentí que unos pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la abrió, y por las aberturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama, sudoroso, estremecido aún de miedo.
El que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo en el tono de quien no espera recibir contestación:
-¿Hay alguien ahí ?
Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya que, si no, buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré mucho en poder olvidar el efecto que mi acción produjo en él.
Heathcliff se paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una vela en la mano y su cara estaba blanca como la pared. El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recogerla.
-Soy Lockwood -dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo-. He gritado sin darme cuenta mientras soñaba. Lamento haberle molestado.
-¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al... -empezó él-. ¿Quién le ha traído a esta habitación? -continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía-. ¿Quién le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.
-Su criada Zillah -contesté abandonando la cama y recogiendo mis ropas-. Haga con ella lo que le parezca, porque lo tiene merecido. Se me figura que quiso probar a expensas mías si este sitio en efecto está embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir en esta habitación.
-¿Qué quiere usted decir y qué está usted haciendo? -replicó Heathcliff-. Acuéstese y pase la noche; pero, en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene justificación posible, a no ser que le estuvieran desollando vivo.
-Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado -le respondí-. No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a la Catalina Earnshaw, o Linton, o como se llamara, ¡buena pieza debía estar hecha! Según me dijo, ha andado errando durante veinte años, lo que sin duda es justo castigo de sus maldades...
En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de Catalina, lo que había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía, pero, como si no me diese cuenta de haberla cometido, continué:
-El caso es que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir «hojeando esos librotes», pero me corregí, y continué-: repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, para ver si me dormía.
¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -barbotó Heathcliff-. ¿Se habrá vuelto loco cuando me habla así?
Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome, pero me pareció tan conmovido, que sentí compasión de él, y proseguí contándole mi sueño, y le aseguré que jamás había oído pronunciar hasta entonces el nombre de Catalina Linton, pero, que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó a corporeizarse al dormirme.
Entretanto que me explicaba así, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado, hasta que acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por lo sofocado de su respiración, luchaba para reprimir sus emociones. Fingí no darme cuenta, continué vistiéndome, y dije:
-No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace interminable.
Verdad es que sólo debían ser las ocho cuando nos acostamos.
-En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro -replico mi casero, reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo-. Acuéstese -añadió-, ya que si baja tan temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos han enviado al diablo mi sueño.
-A mí me pasa lo mismo -contesté-. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que amanezca, y después me iré. No tema una nueva intrusión de mi parte. La muestra de hoy me ha quitado las ganas de buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo mismo.
-¡Magnífica compañía! -murmuró Heathcliff-. Coja la vela y váyase adonde quiera. Me reuniré con usted enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón porque Juno está allí de vigilancia.
De modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante, váyase. Yo me reuniré con usted dentro de dos minutos.
Obedecí, y me alejé de la habitación todo lo que pude, pero como no sabía adonde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico al parecer como aquel personaje.
Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras rompía a llorar.
-¡Oh, Catalina! -decía-, ¡ven! Te lo imploro una vez más. ¡Oh, amada de mi corazón, ven, ven al fin!
Pero el fantasma, con uno de los caprichos comunes a todos los espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y extinguieron la luz.
Tan dolorosa congoja se traslucía en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el haberle escuchado, y el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal manera, por razones a que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al piso bajo y arribé a la cocina donde encendí la bujía en el rescoldo de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las cenizas y me saludó con un quejumbroso maullido.
Dos bancos semicirculares estaban arrimados al fogón. Me tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos cuando un intruso invadió nuestro retiro. Era José, que bajaba por una escalera de madera que debía conducir a su desván. Lanzó una tétrica mirada a la llama, que yo había encendido, expulsó al gato de su lugar, se apoderó de él y se dedico a cargar de tabaco una pipa que medía tres pulgadas de longitud. Debía considerar mi presencia en su santuario como una desvergüenza tal que no merecía ni comentarios siquiera.
En absoluto mutismo, se acercó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levanto, suspiro, y se fue tan gravemente como había llegado.
Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abría la boca para saludar, la cerré de nuevo, al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de tantas maldiciones como objetos iba tocando, mientras se afanaba en un rincón en busca de una azada para quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí, como al gato que me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que estaba disponiéndose a salir, abandoné mi duro lecho y me apresté a seguirle. Él lo notó y con el mango de la azada me señaló una puerta que comunicaba con el salón. Las mujeres estaban en él ya. Zillah atizaba el fuego con un fuelle colosal, y la señora Heathcliff, arrodillada ante la lumbre, leía un libro al resplandor de las llamas. Tenía puesta la mano entre el fuego y sus ojos, y permanecía embebida en la lectura, que sólo interrumpía de vez en cuando para reprender a la cocinera si hacía salir chispas sobre ella, o para separar a alguno de los perros que a veces la rozaba con el hocico. Me sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al fuego y, al parecer, concluyendo entonces de soltar una rociada sobre la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando, suspendía su tarea y suspiraba.
-En cuanto a ti, miserable... -y Heathcliff pronunció una palabra intranscribible dirigiéndose a su nuera- ya veo que continúas con tus odiosas mañas de siempre. Los demás trabajan para ganarse el pan que comen, y únicamente tú vives de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme. por la desgracia de estar viéndote siempre ... ! ¿Me oyes, maldita bruta?
-Dejaré mi mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no -respondió la joven cerrando el libro y tirándolo sobre una silla-. Pero aunque se le encienda a usted la boca injuriándome no haré nada, no siendo lo que me parezca bien.
Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera de su alcance. Contrariado por tal episodio, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí permaneció callada como una estatua. Pero yo no me quedé mucho tiempo. Renuncié a la invitación que me hicieron de que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la aurora, salí al aire libre, que estaba frío y despejado como el hielo.
Heathcliff me llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve, que ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresion que yo guardaba de la contextura del suelo no respondía en nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras -reliquias del trabajo de las canteras- que bordeaban el camino habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de piedras erguidas a lo largo del camino y blanqueadas con cal, para que sirviesen de referencia en la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo saliese del camino sin notarlo.
Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la «Granja», Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía que ya no me extraviaría, y con una simple inclinación de cabeza nos despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos millas que me quedaba por andar hasta la granja me costó dos horas, dadas las muchas veces que erré el camino, extraviándome en la arboleda, y hundiéndome en nieve hasta la cintura.
Era mediodía cuando llegué a mi casa.
El ama de llaves y sus satélites acudieron con alborozo a recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconseje que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí dificultosamente la escalera y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor, y luego me instalé en el despacho, tal vez apartado en exceso del buen fuego y el confortante café que el ama de llaves me preparó.
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