El día del sepelio fue el único bueno que hubo en aquel mes. Al anochecer comenzó el mal tiempo. El viento cambió de dirección y empezó a llover y luego a nevar. Al otro día resultaba increíble que hubiéramos disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las flores quedaron ocultas bajo la nieve, las alondras enmudecieron, y las hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si hubieran sido heridas de muerte. ¡Aquella mañana pasó muy triste y muy lúgubre! El señor no salió de su habitación. Yo me instalé en la solitaria sala, con la niña en brazos, y mientras la mecía miraba caer la nieve a través de la ventana. De pronto, la puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me enfurecí y me asombré.
Pensando al principio que era una de las criadas, grité: -¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír?
-Perdona -contestó una voz que me era conocida-, pero sé que Eduardo está acostado y no he podido contenerme.
Mientras hablaba, se acercó a calentarse junto a la lumbre, oprimiéndose los costados con las manos.
-He volado más que corrido desde las «Cumbres» aquí -continuó- y me he caído no sé cuántas veces. Ya te lo explicaré todo. únicamente quiero que ordenes que enganchen el coche para irme a Gimmerton y qué me busquen algunos vestidos en el armario.
La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía sobre los hombros y estaba empapada en agua y en nieve. Llevaba el vestido que solía usar de soltera: un vestido descotado, de manga corta, y no tenía cubierta la cabeza ni llevaba nada al cuello. En los pies calzaba unas leves chinelas. Para colmo, tenía una herida junto a una oreja, aunque no sangraba porque el frío congelaba la sangre, y su rostro estaba blanco como el papel, y lleno de arañazos y magulladuras.
-¡Oh, señorita! -exclamé-. No ordenaré nada ni la escucharé hasta que no se haya cambiado esa ropa mojada. Además, esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que no hace falta enganchar el coche.
-Me iré aunque sea a pie -repuso-. Respecto a mudarme, está bien. Mira como sangro ahora por el cuello. Con el calor, me duele.
Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una criada que preparase ropas, se negó a que la atendiese y le curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego ante una taza de té, y dijo:
-Siéntate, Elena. Quítame de delante a la niña de Catalina. No quiero verla. No creas que no me ha afectado la muerte de mi cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos separamos enfadadas, y no me lo perdono. Esto bastaría para que no pudiese querer a ese ser odioso. Mira lo que hago con lo único que llevo de él.
Se quitó de los dedos un anillo de oro y lo tiró.
-Quiero pisotearla y quemarla luego -dijo con rabia pueril.
Y arrojó la sortija a la lumbre.
-¡Así! Ya me comprará otro si logra encontrarme. Es capaz de venir con tal de perturbar a Eduardo. No me atrevo a quedarme por temor a que acuda esa idea a su malvada cabeza. Además, Eduardo no se ha portado bien, ¿no es cierto? Sólo por absoluta necesidad me he refugiado aquí. Si me hubieran dicho que estaba levantado, me habría quedado en la cocina, para calentarme y pedirte que me llevases lo más necesario a fin de huir de mi... ¡de ese maldito demonio hecho hombre! ¡Estaba, furioso! ¡Si llega a cogerme! Siento que Earnshaw no sea más fuerte que él, porque, en ese caso, no me hubiera marchado hasta ver cómo le aniquilaba.
-Hable más despacio, señorita -interrumpí-. De lo contrario, se le va a caer el pañuelo que le he puesto y va a volver a sangrarle ese corte. Beba el te, respire y no se ría tanto. No va bien, ni con su estado ni con lo ocurrido en esta casa.
-Tienes razón -repuso-. Pero oye cómo llora esa niña. Haz que se la lleven siquiera por una hora. No estaré aquí mucho más tiempo.
Llamé a una criada, le entregué a la niña y pregunté a Isabel qué era lo que la había decidido a abandonar «Cumbres Borrascosas» en una noche como aquélla, y por qué no quería quedarse.
-Debiera y quisiera hacerlo para atender y consolar a Eduardo y cuidar de la niña, ya que ésta es mi verdadera casa. Pero Heathcliff no me dejaría. ¿Crees que soportaría el saber que yo estaba tranquila, y que aquí reinaba la paz? ¡Se apresuraría a venir a perturbarnos! Estoy segura de que me odia tanto que no puede soportar mi presencia. Cada vez que me ve, los músculos de su cara se contraen en una expresión de odio.
Ahora bien: como no puede soportarme, estoy segura de que no va a perseguirme a través de toda Inglaterra. Así pues, debo irme muy lejos. Ya no deseo que me mate: prefiero que se mate él. Ha conseguido extinguir mi amor. Ahora me siento libre. Sólo puedo recordar cómo le amaba, pero de un modo vago, y aun imaginar como le amaría si... Pero no: aunque me hubiese adorado, no habría dejado de mostrar su infernal carácter. Sólo un gusto tan pervertido como el de Catalina podía llegar a tener afecto hacia este hombre. ¡Qué monstruo! Quisiera verle, completamente borrado del mundo y de mi memoria.
-Vamos, calle -le dije-. Sea más compasiva. Es un ser humano, al fin. Hay otros peores que él.
-No es un ser humano -repuso- y no tiene derecho a mi piedad. Le entregué mi corazón y después de desgarrármelo me lo ha tirado a la cara. Los humanos sentimos con el corazón, Elena, y desde que desgarró el mío, no me es posible sentir nada hacia él, ni sentiría nada, mientras él no muera, aunque llorase lágrimas de sangre. ¡No, no soy capaz de sentir nada!
Isabel rompió a llorar. Pero se secó las lágrimas inmediatamente, y continuó:
-Te diré por qué tuve que huir. Llegué a excitar su ira hasta un extremo que sobrepasó Su infernal prudencia y se entregó a violencias contra mí. Al ver que había logrado exasperarle, sentí cierta satisfacción, luego despertó en mí el instinto de conservación, y huí. ¡Ojalá no vuelva a caer en sus manos de nuevo!
»Como supondrás -prosiguió-, Earnshaw se proponía ir al entierro. No bebió -quiero decir que sólo se emborrachó a medias- y así estuvo hasta las seis, en que se acostó. A las doce se levantó con lo que se llama la resaca de la embriaguez: de un humor de perros, por tanto, y con tantas ganas de ir a la iglesia como al baile. De modo que se sentó al fuego y empezó a beber. Heathcliff -¡me escalofría pronunciar su nombre!- casi no apareció por casa desde el domingo. No sé si le daban de comer los duendes o quién. Pero con nosotros no come hace una semana. Al apuntar el alba se encerraba en su habitación -¡como si temiese que alguien buscara su agradable compañía!- y allí se entregaba a fervientes plegarias. Pero te advierto que el dios que invocaba es sólo polvo y ceniza, y al invocarle lo confundía de extraña manera con el propio demonio que le engendró a él. Terminadas estas magníficas oraciones -que duraban hasta enronquecer y ahogársele la voz en la garganta- se iba inmediatamente camino de la «Granja». ¡Cómo que me extraña que Eduardo no le haya hecho vigilar por un condestable! Por mi parte, aunque lo de Catalina me entristecía mucho, me sentía como si tuviese una fiesta al disfrutar de tal libertad. Así que recuperé mis energías hasta el punto de poder escuchar los sermones de José sin echarme a llorar y de poder andar por la casa con más seguridad de la acostumbrada. José y Hareton son detestables hasta el punto de que la horrible charla de Hindley me resultaba mejor que estar con ellos.
»Cuando Heathcliff está en casa -continuó diciendo Isabel- muchas veces tengo que reunirme con los dos en la cocina, para no morirme de hambre y para no tener que vagar a solas por las lóbregas y solitarias habitaciones. En cambio, ahora que no estaba, pude permanecer tranquilamente sentada ante una mesa al lado del hogar, sin ocuparme del señor Earnshaw, que a su vez no se preocupa de mí. Ahora está más tranquilo que antes, aunque más huraño aun, y no se enfurece si no se le provoca. José asegura que Dios le ha tocado en el corazón y que se ha salvado como por la prueba del fuego. Pero, en fin, eso no me importa.
Anoche estuve en mi rincón leyendo hasta cerca de las doce. Me asustaba subir, y fuera se sentía caer la nieve a torbellinos. Yo pensaba en el cementerio y en la fosa recién abierta. Tan pronto como separaba los ojos del libro, la escena acudía a mi imaginación. En cuanto a Hindley, estaba sentado delante de mi, y acaso pensara en lo mismo. Cuando estuvo suficientemente embriagado, dejó de beber, y permaneció dos o tres horas sin despegar los labios. En la casa no se oía otro rumor que el del viento batiendo en las ventanas, el chirrido de la lumbre y el chasquido que yo hacía a veces al despabilar la vela. Hareton y José debían estar durmiendo. Yo me sentía muy triste, y de cuando en cuando suspiraba profundamente. De pronto, en
medio del silencio, se sintió el ruido del picaporte de la cocina. Sin duda la tempestad había hecho regresar a Heathcliff más pronto de lo habitual. Pero como aquella puerta estaba cerrada con llave, hubo de desistir, y le oímos dar la vuelta para entrar por la otra. Me levanté, casi sin poder sofocar la exclamación que acudía a mis labios, lo que hizo que, mi compañero se volviera y me mirara.
»-Si no tiene usted nada que objetar -me dijo- haré esperar a Heathcliff cinco minutos.
-Por mí puede usted hacerle esperar toda la noche repuse-. ¡Ea, eche la llave y corra el cerrojo!
»Earnshaw lo hizo así antes de que el otro llegase a la puerta principal. Luego acercó su silla a la mesa, y me miró como si quisiera hallar en mis ojos un reflejo del ardiente odio que llameaba en los suyos. Claro está que como él en aquel momento tenía la expresión y los sentimientos de un asesino, no pudo hallar completa correspondencia en mi mirada, pero aun así encontró en ella lo suficiente para animarle.
»-Usted y yo -expuso- tenemos cuentas que arreglar con el hombre que está ahí fuera. Si no fuésemos cobardes, podríamos ponernos de acuerdo para la venganza. ¿Es usted tan mansa como su hermano y está dispuesta a sufrir eternamente sin intentar desquitarse?
»-Estoy harta de soportarle -repliqué-, pero emplear la traición y la violencia es exponerse a emplear un arma de dos filos con la que puede herirse el mismo que las maneja.
»-¡La traición y la violencia son los medios que ha de utilizarse con quien emplea violencia y traición! -gritó Hindley-. Señora Heathcliff: no necesito de usted sino de que no intervenga ni grite. ¿Se siente capaz de hacerlo? Creo que debiera usted experimentar tanto placer como yo en asistir a la muerte de ese demonio. Él acarreará, de lo contrario, la muerte de usted y la ruina mía. ¡Maldito sea! ¡Está llamando a la puerta como si fuera el amo! Prométame estar callada, y antes de que dé la una aquel reloj -y sólo faltan tres minutos- habrá quedado usted libre de ese hombre.
»Hablando de este modo, sacó el instrumento que te he descrito otra vez, Elena, y se dispuso a apagar la vela, pero yo se lo impedí.
»-No callaré -le dije-. No le toque. ¡Deje la puerta cerrada, pero no le haga nada!
»-¡Estoy resuelto y cumpliré lo que me propongo!-exclamó Hindley-. Haré justicia a Hareton y un favor a usted misma, aunque no quiera. Y ni siquiera tiene usted que preocuparse de salvarme. Catalina ya no vive, y nadie tiene por qué avergonzarse de mí. Ha llegado el momento de acabar. »Tan fácil como con él me hubiera sido luchar con un oso o razonar con un perturbado. Sólo me quedaba una solución. Correr a la ventana y avisar a la presunta víctima.
»-Mejor será que no insistas en entrar -le avisé desde la ventana-. Si lo haces, el señor Earnshaw está dispuesto a dispararte un tiro.
»-Más te valdría abrirme la puerta -replicó Heathcliff, añadiendo algunas “galantes” expresiones que más vale no repetir.
»-Bien: pues allá tú -repliqué-. Yo he hecho lo que debía. Ahora, entra y que te mate si quiere.
»Cerré la ventana y me volví junto a la lumbre sin afectar por su suerte una hipócrita ansiedad que estaba muy lejos de sentir. Earnshaw, furioso, me increpó con violencia, acusándome de cobarde y diciéndome que aún amaba al villano. Pero en lo que yo pensaba en el fondo, sin sentir remordimiento alguno de conciencia, era en lo muy conveniente que sería para Earnshaw que Heathcliff le librara del peso de la vida y en lo muy conveniente que sería para mí que Hindley me librase de Heathcliff. Mientras yo reflexionaba sobre estos temas, el cristal de la ventana saltó en pedazos, y a través del agujero apareció el negro rostro de aquel hombre. Pero como el batiente era demasiado estrecho para que pasase, sonreí, pensando que me hallaba a salvo de él. Heathcliff tenía el cabello, y la ropa cubiertos de nieve, y sus dientes agudos como los de un antropófago brillaban en la oscuridad.
»-Ábreme, Isabel, o te arrepentirás -rugió.
»-No quiero cometer un crimen -repuse-. El señor Hindley te espera con un cuchillo y una pistola.
» -Ábreme la puerta de la cocina -respondió.
»-Hindley llegará antes que yo -alegué-. ¡Poco vale ese cariño que tienes hacia Catalina, cuando no arrostras por él un poco de nieve! En tu lugar, Heathcliff, yo iría a tenderme sobre su tumba como un perro fiel. ¿No es verdad que ahora te parece que no vale la pena vivir? Me has hecho comprender que Catalina era la única alegría de tu vida. No sé cómo vas a poder existir sin ella.
»-¡Ah! -exclamó Hindley dirigiéndose hacia mi-. ¿Está ahí Heathcliff? Si logro sacar el brazo podré...
»Temo que me consideres como una malvada, Elena. El caso es que yo no hubiera contribuido a que atentaran contra la vida de aquel hombre por nada del mundo. Pero confieso que experimenté una desilusión cuando alargó el brazo hacia Earnshaw a través de la ventana y le arrancó el arma.
»Al hacerlo, la pistola se disparó y el cuchillo fue a cerrarse clavándose en la mano de su propio dueño.
Heathcliff se lo quitó a viva fuerza, sin cuidarse de que, al hacerlo, el filo desgarraba la carne de Hindley.
Después, con una piedra rompió las maderas de la ventana y pudo pasar. Su adversario, agotado por el dolor y por la pérdida de sangre, había caído desvanecido. El miserable le pateó y pisoteó y le golpeó fuertemente la cabeza contra el suelo, mientras me sujetaba con la otra mano para impedirme que llamara a José. Le costó un verdadero esfuerzo no rematar a su enemigo. Al fin, ya sin aliento, lo arrastró y comenzó a vendarle la herida con brutales movimientos, maldiciéndole y escupiéndole a la vez con tanta violencia como antes le había pateado. Entonces, al soltarme, corrí a buscar al viejo, quien me comprendió enseguida y bajó las escaleras a saltos.
»-¿Qué pasa? -preguntó.
»-Pasa que tu amo está loco -respondió Heathcliff-, y que como siga así le haré encerrar en un manicomio.
Y tú, perro, ¿cómo es que me has cerrado la puerta? ¿Qué rezongas ahí? Ea, no voy a ser yo quien le cure. Lávale eso, y ten cuidado con las chispas de la bujía. Ten en cuenta que la mitad de la sangre de este hombre está convertida en aguardiente.
»-¿Con qué le ha asesinado usted? --exclamó José-. ¡Y que yo tenga que asistir a semejante cosal ¡Dios quiera que ... !
»Heathcliff le dio un empellón hacia el herido, y le arrojó una toalla, pero José, en vez de ocuparse de la cura, comenzó a recitar una oración tan extravagante, que no pude contener la risa. Yo me encontraba en tal estado de insensibilidad, que nada me conmovía. Me pasaba lo que a algunos condenados al pie del patíbulo.
,¡Me había olvidado de ti! -dijo el tirano-. Vaya, encárgate de eso. ¡Al suelo! ¿Con qué también tú conspiras con él contra mí, víbora? ¡Cúrale!
»Me zarandeó hasta hacerme rechinar los dientes y me arrojó junto a José. Éste, sin perder la serenidad, terminó de rezar y después se levantó anunciando su decisión de dirigirse a la «Granja». Decía que el señor Linton, como magistrado que era, no dejaría de intervenir en el asunto aunque se le hubiesen muerto cincuenta mujeres. Tan empeñado se manifestó en su resolución, que a Heathcliff le pareció que era oportuno que yo relatase lo sucedido, y a fuerza de insidiosas preguntas me hizo explicar cómo se habían desarrollado las cosas. Sin embargo, costó mucho convencer al viejo de que el agresor no había sido Heathcliff. Al fin, cuando apreció que el señor Earnshaw no había muerto, le dio un trago de aguardiente, y entonces recobró Hindley el conocimiento. Heathcliff, comprendiendo que su adversario ignoraba los malos tratos de que había sido objeto mientras se hallaba desmayado, le increpó llamándole alcoholizado y delirante, le dijo que olvidaría la atroz agresión que había perpetrado contra él y le recomendó que se fuese a dormir. Después, nos dejó solos, y yo me fui a mi habitación, felicitándome de haber salido tan bien librada de aquellos sucesos.
»Cuando bajé por la mañana, a eso de las once, el señor Earnshaw estaba sentado junto al fuego, muy enfermo en apariencia. Su ángel malo estaba a su lado, y parecía tan decaído como el mismo Hindley.
Comí con apetito a pesar de todo, y no dejaba de experimentar cierta sensación de superioridad, que me daba al sentir la conciencia tranquila, cada vez que miraba a uno de los dos. Al acabar, me aproximé al fuego -libertad inusitada en mí- dando la vuelta por detrás del señor Earnshaw, y me agazapé en un rincón detrás de su silla.
»Heathcliff no me miraba, y yo pude entonces examinarle a mi gusto. Tenía contraída la frente, esa frente que antes me pareciera tan varonil y ahora me parece tan diabólica. Sus ojos habían perdido su brillo como consecuencia del insomnio y acaso del llanto. Sus labios cerrados, carentes de su habitual expresión sarcástica, delataban una profunda tristeza. Aquel dolor, en otro, me hubiera impresionado. Pero se trataba de él, y no pude resistir el deseo de arrojar una saeta al enemigo caído. Sólo en aquel momento de debilidad podía permitirme la satisfacción de devolverle parte del mal que me había hecho.
-¡Oh, qué vergüenza, señorita! -interrumpí-. Cualquiera pensaría que no ha abierto usted una Biblia en su vida. Le debía bastar con ver cómo Dios humilla a sus enemigos. No está bien añadir el castigo propio al enviado por Dios.
-En principio estoy de acuerdo, Elena -me contestó-, pero en aquel caso, el mal de Heathcliff no me satisfacía si yo no me mezclaba en él. Hubiera preferido que sufriera menos, pero que sus sufrimientos se debieran a mí. Sólo llegaría a perdonarle si lograra devolverle todos los sufrimientos que me ha producido, uno a uno. Ya que fue él el primero en afrentarme, que fuera él el primero en pedirme perdón. Y entonces puede que me fuera agradable mostrarme generosa. Pero como no me puedo vengar por mí misma, tampoco me será posible concederle el perdón.
»Hindley pidió agua, y al dársela le pregunté cómo se encontraba.
»-No tan mal como yo quisiera -repuso-. Pero, aparte del brazo, me duele todo el cuerpo como si hubiese luchado con una hueste de diablos.
»-No me asombra -contesté-. Catalina solía decir que ella mediaba entre usted y Heathcliff para impedir cualquier daño físico. Afortunadamente, los muertos no se levantan de sus tumbas, pues, si no, ella hubiese asistido ayer a una escena que la hubiese repugnado bastante. ¿No se siente usted molido como si le hubieran magullado las carnes?
»-¿Qué quiere usted decir? -intervino Hindley-. ¿Es posible que ese hombre me golpeara cuando yo yacía sin sentido?
»-Le pateó, le pisoteó y le golpeó contra el suelo -respondí-. Por su gusto le hubiera desgarrado con sus propios dientes. Sólo es hombre en apariencia. En los demás, es un demonio.
»Los dos miramos el rostro de nuestro enemigo. Pero él, absorto en su dolor, no reparaba en nada. En su cara se pintaba el siniestro sesgo de sus pensamientos.
»-¡Iría con gusto al infierno con tal de que Dios me diese fuerzas para estrangularle antes de morir! -gimió Earnshaw, intentando levantarse y volviendo a desplomarse enseguida, desesperado al comprender su impotencia para atacarle.
»-Basta con que haya matado a uno de ustedes -comenté yo en voz alta-. Todos en la «Granja» saben que su hermana viviría aún a no ser por Heathcliff. En fin de cuentas, su odio vale más que su amor. Cuando me acuerdo de lo felices que éramos Catalina y todos antes de que él apareciera, siento deseos de maldecir aquel día.
»Probablemente Heathcliff reconoció cuán verdadero era lo que yo decía, sin reparar en el hecho de que fuera yo quien lo aseverara. Un raudal de lágrimas cayó de sus ojos, y después suspiró ruidosamente. Yo le miré y me eché a reír desdeñosamente. Sus ojos, esos ojos que parecen ventanas del infierno, se dirigieron un momento hacia mí, pero estaba tan decaído que temí volver a reírme.
»-Quítate de delante -me dijo, o más bien creí entenderle, puesto que sólo hablaba de modo inarticulado.
»-Perdona -repliqué-, pero yo quería a Catalina, y ahora que ya no vive, debo ocuparme de su hermano...
Hindley tiene sus mismos ojos, que tú has amoratado a golpes, y...
»-¡Levántate, imbécil, si no quieres que te mate de un puntapié! -gritó él, iniciando un movimiento.
»Yo esbocé otro movimiento, preparándome a retirarme.
»-Si la pobre Catalina -seguí diciendo, sin dejar de mantenerme alerta- se hubiera casado contigo y adoptado el grotesco y degradante nombre de señora de Heathcliff, pronto la hubieras puesto como a su hermano.
Sólo que ella no lo hubiera soportado, y te habría dado de ello pruebas palpables...
»Como Earnshaw estaba entre él y yo, no pretendió cogerme. Pero empuñó un cuchillo que había en la mesa y me lo tiró a la cara. Me dio junto a la oreja. Le contesté con una injuria que debió llegarle más adentro que a mí el cuchillo, y gané la puerta. Lo último que vi fue a Earnshaw intentando detenerle y a ambos cayendo enlazados ante el hogar. Al pasar por la cocina, dije a José que se apresurara a asistir a su amo. Tropecé con Hareton, que jugaba en una silla con unos cachorrillos, y me lancé, feliz como un alma que huye del purgatorio, cuesta abajo por el áspero camino. Después corrí a campo traviesa hacia la luz que brillaba en la «Granja». Preferiría ir al infierno para toda la eternidad antes que volver a «Cumbres Borrascosas».
Isabel, en silencio, tomó el té, se levantó, se puso un chal y un sombrero que le trajimos, se subió a una silla, besó los retratos de Catalina y de Eduardo, y sin atender mis súplicas de que se quedase siquiera una hora más, se fue en el coche, acompañada de Fanny, gozosa de haberse vuelto a reunir con su dueña. No volvió más, pero desde entonces se escribió periódicamente con el señor. Creo que se instaló en el Sur, cerca de Londres. A los pocos meses dio a luz un niño, al que puso el nombre de Linton y que, según nos comunicó, era una criatura caprichosa y enfermiza.
Heathcliff me encontró un día en el pueblo, y quiso saber dónde vivía Isabel. Yo me negué a decírselo y él no se preocupó mucho de insistir, aunque me advirtió que se guardase bien de volver con su hermano, porque no la dejaría vivir con él. No obstante, probablemente por algún otro criado, logró descubrir el domicilio de su esposa, si bien no la molestó, lo que ella achacaría probablemente al odio que le inspiraba.
Solía preguntarme por el niño cuando me veía y al saber el nombre que le habían dado, exclamó:
-Por lo visto se proponen que yo odie al chico también...
-Creo que lo único que desean es que usted no se ocupe de él para nada -respondí.
-Pues que no se olviden de que, cuando yo quiera, le traeré conmigo.
Por suerte, Isabel murió cuando el muchacho contaba unos doce años de edad.
El día que siguió a la inesperada visita de Isabel, no tuve ocasión de hablar con el amo. Él eludía toda conversación y yo no me sentía con humor de hablar. Cuando al fin le conté la fuga de su hermana, manifestó alegría, porque detestaba a Heathcliff tanto como se lo permitía la dulzura de su carácter. Tanta aversión sentía hacia su enemigo, que dejaba de acudir a los sitios donde existía la posibilidad de verle o de oír hablar de él. Dimitió de su cargo de magistrado, no iba a la iglesia, no pasaba por el pueblo y vivía recluido en casa, sin salir más que para pasear por el parque, llegarse hasta los pantanos o visitar la tumba de su esposa. Y aun esto lo hacía a horas en que no fuera fácil encontrar a nadie. Pero era tan bueno, que no podía ser siempre desgraciado. Con el tiempo se resignó, y hasta le invadió una dulce melancolía.
Conservaba celosamente el recuerdo de Catalina y esperaba reunirse con ella en el mundo mejor al que no dudaba de que había ido.
Pudo encontrar consuelo en su hija. Aunque los primeros días pareció indiferente a ella, esa frialdad acabó fundiéndose como la nieve en abril, y aun antes de que la niña supiese andar ni hablar, reinaba en su corazón despóticamente. Se la bautizó con el nombre de Catalina, pero él nunca la llamó así, sino Cati. En cambio, a su esposa nunca le había dado tal nombre, tal vez porque Heathcliff lo hacía. Creo que quería más a su hija porque le recordaba a su esposa, que por el hecho de ser hija suya.
Al comparar su caso con el de Hindley, yo no lograba comprender bien cómo ambos en un mismo caso habían seguido tan opuestos caminos.
Hindley, que parecía más fuerte, había manifestado ser más débil. Al hundirse el barco que capitaneaba, abandonó su puesto, dejándolo entregado a la confusión, mientras Linton, al contrario, había confiado en Dios y demostrado el valor de un corazón leal y fiel. Éste esperó, y el otro había desesperado. Cada cual Eligió su propia suerte y recibió la justa recompensa de sus respectivas actitudes. En fin, señor Lockwood: no creo que usted necesite para nada mis deducciones morales, que usted sabrá sacar por cuenta propia.
Earnshaw concluyó como era de suponer. A los seis meses de morir su hermana, falleció él. En la «Granja» supimos muy poco de su estado. Fue el señor Kenneth quien nos lo advirtió.
-Elena -dijo una mañana temprano, entrando en el patio a caballo-: ¿quién crees que ha muerto?
-¿Quién? -exclamé, temblando.
-Adivina -contestó-, y coge la punta de tu delantal: te va a ser necesario.
-De cierto no se trata del señor Heathcliff -repuse.
-¿Ibas a llorar por él? No, Heathcliff está robusto y fuerte, en apariencia al menos. Le he visto ahora mismo. Por cierto que ha engordado mucho desde que perdió a su amiga.
-¿Pues quién, señor Kenneth? -dije, impaciente.
-¡Hindley Earnshaw! Tu viejo amigo y malvado compañero mío, Hindley. No se ha portado bien conmigo últimamente, pero... Ya te dije que llorarías. ¡Pobre muchacho! Murió, según era de esperar, borracho como una cuba. Lo he sentido. Siempre se lamenta la falta de un camarada... ¡Aunque me haya hecho muchas más perrerías de las que puedas imaginarte! Y el caso es que sólo tenía tu edad: veintisiete años.
¡Cualquiera lo diría!
Tal golpe me impresionó más que la muerte de Catalína. Viejos recuerdos se agolpaban a mi corazón. Me senté en el dintel de la puerta, dije al señor Kenneth que buscase otro criado que le anunciase, y rompí a llorar. Me preocupaba mucho pensar si Hindley habría fallecido de muerte natural o no, y a tanto llegó mi inquietud sobre ello, que pedí permiso al amo para ir a «Cumbres Borrascosas». El señor Linton no quería, pero yo le hice comprender que mi hermano de leche tenía tanto derecho como el propio señor a mis atenciones póstumas, y que Hareton era sobrino de su esposa, por lo cual él debía instituirse en tutor suyo a falta de más cercanos parientes, examinar la herencia y ver como andaban los asuntos de su difunto cuñado.
Al cabo me encargo que viese a su abogado y me dio permiso para ir a «Cumbres Borrascosas». El abogado lo había sido también de Earnshaw. Cuando le hablé de aquéllo y le pedí que me acompañase me contestó que valdría más dejar en paz a Heathcliff, y que la situación de Hareton era poco mas o menos la de un pordiosero.
-El padre ha muerto cargado de deudas -me explicó-. Toda la herencia está hipotecada, y lo mejor para Hareton será que procure ganarse- el cariño del acreedor de su padre.
Al llegar a las «Cumbres» encontré a José muy afectado, y me expresó su satisfacción por mi llegada. El señor Heathcliff dijo que mi presencia no era precisa, pero que podía ordenar lo necesario para el sepelio.
-En realidad, ese perturbado debía ser enterrado sin ceremonia alguna al borde de un camino -dijo- Ayer le dejé sólo diez minutos por casualidad, y en el intervalo me cerró la puerta y se pasó la noche bebiendo hasta que se mató. Esta mañana, al oír que resoplaba como un caballo, tuvimos que saltar la cerradura. Estaba tendido sobre el banco, y no hubiera despertado aunque le desollásemos. Mandé a buscar a Kenneth, pero antes de que viniera la bestia ya se había convertido en carroña. Estaba muerto, rígido y helado, y no se podía hacer nada por él.
El viejo criado confirmó el relato y agregó:
-Habría valido más que hubiera ido él a buscar el médico. Yo habría atendido al amo mejor. Cuando me fui no había muerto aún.
Insistí en que el entierro debía ser solemne. Heathcliff me autorizó a organizarlo como quisiera, aunque recordándome que tuviera en cuenta que el dinero que se gastara había de salir de su bolsillo. Se mostraba indiferente y rígido. Podía apreciarse en él algo como la satisfacción de quien ha terminado un trabajo con éxito. Hasta, en un momento dado, creí notar en él un principio de exaltación. Fue cuando sacaban el féretro de la casa. Acompañó al duelo. ¡Hasta ese punto extremó su hipocresía! Le vi sentar a Hareton a la mesa, y le oí murmurar como complacido:
-¡Vaya, chiquito: ya eres mío! Si la rama crece tan torcida como el tronco, con el mismo viento la derribaremos.
El niño pareció alegrarse de aquellas palabras, agarró las patillas de Heathcliff y le dio palmaditas en la cara. Pero yo comprendí bien lo que Heathcliff quería decir, y advertí:
-Este niño debe venir conmigo a la «Granja de los Tordos». No hay cosa en el mundo sobre la que tenga usted menos derechos que sobre este pequeño.
-¿Lo ha dicho Linton? -me interrogó.
-Sí; me ha ordenado que me lo lleve -repuse.
-Bueno -respondió el villano-. No quiero discusiones sobre el asunto. Pero me siento inclinado a ver qué maña me doy para educar a un niño -Así que si os lleváis a ése, haré venir conmigo al mío. Díselo a tu amo.
Así nos dejó imposibilitados de obrar. Repetí sus palabras a Eduardo Linton, y éste, que por su parte no sentía gran interés en ello, no volvió a hablar del tema para nada. Ahora, el antiguo huésped de «Cumbres Borrascosas». se, había convertido en el dueño de ella. Tomó posesión definitiva, probando legalmente que la finca estaba hipotecada, ya que Hindley había ido estableciendo hipotecas sucesivas sobre toda la propiedad. El acreedor era el propio Heathcliff. Y por eso Hareton, que debía ser el hombre más acomodado de la región, está sometido ahora al enemigo de su padre, y vive como un criado en su propia casa, y para colmo no recibe salario alguno, e incapaz de volver por sus fueros, ya que desconoce el atropello de que ha sido víctima.
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