lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XXII

Acabó el verano y vino el otoño. Pasó el día de san Miguel y aún algunos de nuestros campos no estaban segados. El señor Linton solía ir a presenciar la siega con su hija. Un día permaneció en el campo hasta muy tarde, y como hacía frío y humedad, cogió un catarro que le tuvo recluido casi todo el invierno.

Cati estaba entristecida y sombría desde que su novela de amor había tenido aquel desenlace. Su padre dijo que le convenía leer menos y moverse más. Ya que él no podía acompañarla, determiné sustituirle yo en lo posible. Pero sólo podía destinar a ello dos horas o tres al día y, además, mi compañía no le agradaba tanto como la de su padre.

Una tarde -era a principios de noviembre o fines de octubre y las hojas caídas tapizaban los caminos, mientras el frío cielo azul se cubría de nubes que auguraban una fuerte lluvia rogué a mi señorita que renunciásemos por aquel día al paseo. Pero no quiso, y tuve que acompañarla hasta el fondo del parque, paseo casi maquínal que ella solía dar cuando se sentía de mal humor. Y esto sucedía siempre que su padre se encontraba peor que lo corriente, aunque nunca nos lo confesaba. Pero nosotras lo notábamos en su aspecto. Ella andaba sin alegría y no retozaba como antiguamente. A veces se pasaba la mano por la mejilla, como si se limpiase algo. Yo buscaba a mi alrededor alguna cosa que la distrajera. A un lado del camino erguíase una pendiente donde crecían avellanos y robles cuyas raíces salían de tierra. Como el suelo no podía resistir su peso más que a duras penas, algunos se habían inclinado de tal modo por efecto del viento, que estaban en posición casi horizontal. Cuando Cati era más niña, solía subirse a aquellos troncos, se sentaba en las ramas, y se columpiaba en ellas a más de veinte pies por encima del suelo. Yo la reprendía siempre que la veía así, pero sin resolverme a hacerla bajar. Y allí permanecía largas horas, mecida por la brisa, cantando antiguas canciones que yo le había enseñado y distrayéndose en ver cómo los pájaros anidados en las mismas ramas alimentaban a sus polluelos y les incitaban a volar. Y así, la muchacha se sentía feliz.

-Mire, señorita -dije-, debajo de las raíces de ese árbol hay aún una campanilla azul. Es la última que queda de tantas como había en julio, cuando las praderas estaban cubiertas de ellas como de una nube de color violáceo. ¿Quiere usted cogerla para mostrársela a su papá?

Cati miró mucho rato la solitaria flor y después repuso:

-No, no quiero arrancaría. Parece que está triste, ¿verdad, Elena?

-Sí -repuse-. Tan triste como usted. Tiene usted pálidas las mejillas. Déme la mano y echemos a correr.

¡Pero qué despacio anda, señorita! Casi marcho más deprisa yo.

Ella continuó andando lentamente. A veces se paraba a contemplar el césped, o algún hongo que se destacaba, amarillento, entre la hierba. Y en ocasiones se pasaba la mano por el rostro.

-¡Oh, querida Catalina! ¿Está usted llorando? -dije acercándome a ella y poniéndole la mano en un hombro- No se disguste usted, señorita. Su papá está ya mucho mejor de su resfriado. Debe agradecer a Dios que no sea una enfermedad peor.

-Ya verás como será algo peor -contestó-. ¿Qué haré cuando papá y tú me abandonéis y me encuentre sola? No he olvidado aquellas palabras que me dijiste una vez, Elena. ¡Qué triste me parecerá el mundo cuando papá y tú hayáis muerto!

-No se puede asegurar que eso no le suceda antes a usted -dije-. No se debe predecir la desgracia. Supongo que pasarán muchos años antes de que faltemos los dos. Su papá es joven, y yo no tengo más que cuarenta y cinco años. Mi madre vivió hasta los ochenta. Suponga que el señor viva sólo hasta los sesenta, y ya ve si quedan años, señorita. Es una tontería lamentarse de una desgracia con veinte años de anticipación.

-La tía Isabel era más joven que papá -respondió Cati con la esperanza de que yo la consolase otra vez.

-A la tía Isabel no pudimos asistirla nosotros -expliqué-. Además no fue tan feliz como el señor, y no tenía tantos motivos para vivir. Lo que usted debe hacer es cuidar a su padre y evitarle todo motivo de disgusto. No le voy a ocultar que conseguiría usted matarle si obrase como una insensata y siguiera enamorada del hijo de un hombre que desea ver al amo en la tumba, y se manifestase contrariada por una separación que él le impuso con sobrada razón.

-Lo único que me contraría en el mundo es la enfermedad de papá -dijo Cati. Es lo único que me interesa.

Mientras yo tenga uso de razón no haré ni diré nunca nada que pueda disgustarle. Le quiero más que a mi misma, Elena, y todas las noches rezo para no morir antes que él, por no darle ese disgusto. Ya ves si le quiero.

-Habla usted muy bien -le dije-. Pero procure demostrarlo con hechos, y cuando él se haya restablecido, no olvide la resolución que ha adoptado usted en este momento en que está preocupada por su salud.

Entretanto, nos acercábamos a una puerta que comunicaba con el exterior de la finca. Mi señorita trepó alegremente a lo alto del muro para coger algunos rojos escaramujos que adornaban los rosales silvestres que daban sombra al camino. Al inclinarse, para alcanzarlos, se le cayó el sombrero. Como la puerta estaba cerrada, saltó ágilmente. Pero el volver a encaramarse no fue tan sencillo. Las piedras eran lisas y no había hendidura entre ellas y las zarzas dificultaban la subida. Yo no me acordé de ello hasta que le oí decir, riendo:

-Elena, no puedo subir. Vete a buscar la llave, o tendré que dar la vuelta a toda la tapia.

-Aguarde un momento -dije-, que voy a probar las llaves de un manojo que llevo en el bolsillo. Si no, iré por la llave a casa.

Mientras yo probaba todas las llaves sin resultado, Catalina bailaba y saltaba delante de la puerta. Ya me preparaba yo a ir a buscar la llave, cuando sentí el trote de un caballo. Cati cesó de saltar, y yo sentí que el caballo se detenía.

-¿Quién es? -pregunté.

-Abre la puerta, Elena -murmuró Cati con ansiedad.

Una voz grave, que supuse que era la del jinete, dijo:

-Me alegro de encontrarla, señorita Linton. Tengo que hablar con usted. Hemos de tener una explicación.

-No quiero hablar con usted, señor Heathcliff -contestó Cati. Papá dice que es usted un hombre malo y que nos aborrece, y Elena opina lo mismo.

-Eso no tiene nada que ver -oí decir a Heathcliff-. Sea como sea, yo no aborrezco a mi hijo, y a él me refiero. ¿No solía usted escribirse con él hace unos meses? ¿De modo que jugaban a hacerse el amor?

Merecen ustedes dos una buena paliza, y en especial usted, que es la de más edad y la menos sensible de ambos. Yo he cogido sus cartas, y si no se pone usted en razón se las mandaré a su padre. Usted se cansó del juego y abandonó a Linton, ¿eh? Pues entérese de que le abandonó en plena desesperación. Él tomó aquello en serio, está enamorado de usted y, por mi vida, que le aseguro que se muere, y no metafóricamente, sino muy en realidad. ¡Ni Hareton tomándole el pelo seis semanas seguidas, ni yo con las medidas más enérgicas que pueda usted imaginarse, hemos logrado nada! Como usted no le cure, antes del verano se habrá muerto.

-No engañe tan descaradamente a la pobrecita -grité yo desde dentro-. Haga el favor de seguir su camino.

¿Cómo puede mentir así? Espere, señorita Cati, que voy a saltar la cerradura con una piedra. No crea todos esos disparates. Comprenda que es imposible que haya quien se muera de amor por una desconocida.

-No sabía que hubiera escuchas -murmuró el malvado al sentirse descubierto-. Mi querida Elena, ya sabes que te estimo, pero no puedo con tus chismorreos. ¿Cómo te atreves a engañar a esta pobre niña diciendo que la aborrezco e inventando cuentos de miedo para que tome horror a mi casa? Vaya, Catalina a ver a Linton, aproveche el que toda esta semana estaré fuera de casa y vaya a ver si he mentido o no. Póngase en el lugar de él, y piense lo que sentiría si su indiferente enamorada rehusara consolarle por no darse un pequeño paseo. No cometa ese error. ¡Le juro que va derecho a la tumba, y que sólo puede usted salvarle!

¡Se lo aseguro por mi salvación!

La cerradura saltó, y yo salí.

-Te juro que Linton está muriéndose -dijo Heathcliff mirándome con dureza-. Y el dolor y la decepción están apresurando su muerte, Elena. Si no quieres dejar ir a la muchacha, vete tú y lo verás. Yo no vuelvo hasta la semana que viene. Ni siquiera tu amo se opondrá a lo que digo.

-¡Entre! -dije a Cati, cogiéndola por un brazo. Ella le miraba conturbadísima, incapaz de discernir la falsedad de su interlocutor a través de la severidad de sus facciones.

Él se acercó a ella, y dijo:

-Si he de ser sincero, señorita Catalina, yo cuido muy mal a Linton, y José y Hareton peor aún. No tenemos paciencia... Él está ansioso de ternura y cariño y las dulces palabras de usted serian su mejor medicina.

No haga caso de los consejos de la señora Dean. Sea generosa y procure verle. Él se pasa el día y la noche soñando con usted y creyendo que le odia puesto que se niega a visitarle.

Yo cerré la puerta, apoyé una gruesa piedra contra ella, abrí mi paraguas, pues comenzaba a llover, y cubrí con él a la señorita. Volvimos tan deprisa a casa que no tuvimos ni tiempo de hablar de Heathcliff.

Pero adiviné que el alma de Cati quedaba ensombrecida. En su triste semblante se notaba que había creído cuanto él había dicho.

Cuando llegamos, el señor se había retirado a descansar. Cati entró en su habitación y vio que dormía profundamente. Entonces volvió y me pidió que le acompañara a la biblioteca. Tomamos juntas el té, luego ella se sentó en la alfombra y me rogó que no le hablase, porque se sentía extenuada. Cogí un libro y fingí leerlo. En cuanto ella creyó que yo estaba entregada a la lectura empezó a llorar. La dejé que se desahogara un poco, y luego le reproché el que creyese en las afirmaciones de Heathcliff. Pero tuve la desventura de no lograr convencerla, ni contrarrestar en nada las palabras de aquel hombre.

-Acaso tengas razón, Elena --dijo la joven-, pero no me sentiré tranquila hasta cerciorarme de ello. Es necesario que haga saber a Linton que si no le escribo no es por culpa mía, y que no han cambiado mis sentimientos hacia él.

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