miércoles, 6 de abril de 2011

EL VIEJO Y EL MAR - ERNEST HEMINGWAY-

Título original: The Old Man and the Sea
Traducción de Lino Novas Calvo
Instituto Cubano del Libro
Editorial de Ediciones Especiales
La Havana, Diciembre 2002



PRÓLOGO

Cuando a mediados de los años cincuenta alguien trajo una revista Bohemia al embarcadero de El Guincho con la traducción de The Old Man and the Sea, la mayoría de los pescadores y tortugueros de la célebre cayería de Romano no pudieron disfrutar de ese extraordinario relato, sencillamente no podían, no sabían leer. 


Sin embargo, Ernest Hemingway (Oak Park, Chicago, 1899—1961) ya era conocido en aquellos parajes; se le recordaba cono el americano que, de Faro Maternillos a Cayo
Guillermo, a bordo de un yate, había estado persiguiendo submarinos alemanes durante casi dos años.
Algo parecido había ocurrido en los alrededores de la esplendorosa Habana, donde Hemingway constituía ya uno de los grandes mitos, y no precisamente por la influencia que pudiera ejercer con su magnífica obra, sino por esa presencia suya entre los cubanos. 


En 1936, con menos de doscientas palabras, Hemingmay había publicado en la revista Esquire  On the blue water la anécdota del pez y el viejo en la corriente. Era  el relato que le hiciera Carlos Gutiérrez primer patrón  del Pilar, sobre un pescador de
Cabañas. 


Lo cierto es que, a pesar de todos los estudios que se  han realizado, Hemingway sigue siendo en algunos aspectos ese gran desconocido. Incluso, cuando se publica El viejo y el mar, se desconocía que ese relato había sido desgajado de un producto mayor, una obra que Hemingway había comenzado a escribir tan  pronto como concluyó la
Segunda Guerra Mundial. Se trataba de una extensa novela que tituló The Sea Book, una trilogía sobre el mar, el aire y la tierra, a la que nunca le hizo la revisión final y y nunca publicó en vida. 



Debieron transcurrir más de veinte años y diversas circunstancias, incluyendo su muerte, para que una versión de esa novela viera la luz en 1970: Islands in the Stream
(Islas en el Golfo); sin dudas, corregida, mutilada, tal vez castrada, algo que nunca llegará
a conocerse realmente. The Sea Book era una novela esperada por millones de lectores en el mundo entero, pero Hemingway la echó a un lado, la sepultó y creó así uno de los grandes misterios de la literatura contemporánea.


Es la época en que muere su preciado editor: Max Perkins; y en que tratan de involucrarlo en conspiraciones contra el tirano Trujillo; por lo que acosado y perseguido (y asaltada Finca Vigía en 1947 por un pelotón del ejército procedente del Campamento
Militar de Colombia), se ve obligado a huir de Cuba, para refugiarse durante largos meses en los escenarios de Adiós a las armas.


Es a su regreso a la Habana, en 1949, que decide utilizar ciertos elementos de la novela The Sea Book, para escribir A través del río y entre los árboles, publicada en 1950; pero esta novela, por lo menos para la crítica especializada, resultó un fracaso.


Es entonces que, con unas veintiocho mil palabras, Hemingway se dedica a encarnar una de las más bellas, míticas y fascinantes páginas de la lieratura: el relato de un viejo pescador de la zona de Cojimar, en lucha permanente vigorosa, tenaz para arrebatarle a la Corriente del Golfo una de sus más espléndidas criaturas, sin imaginarque con la muerte del gran pez está en el umbral de la derrota.


Con la aparición de El viejo y el mar, en el otoño de 1952, este libro se convierte con rapidez en uno de los más afamados relatos de la literatura norteamericana. Había aparecido primero en la revista Life, el 10 de septiembre y una semana más tarde la editorial Scribner's de Nueva York lo publica en forma de libro. Esto promueve de inmediato toda su obra anterior.
Por El viejo y el mar, en 1953, Hemingway recibe el Premio Pulitzer, y finalmente, en octubre de 1954, por toda su obra, el Nobel de Literatura.


Por esos días se atrinchera en Finca Vigía y se niega a recibir a la prensa. Es en una breve entrevista concedida a la televisión cubana, en la que declara que quien ha
Virgen de la Caridad del Cobre, en el Santuario de Santiago de Cuba.


El viejo y el mar es una pieza magistral, llena de encanto y poesía, tiema y ruda a la vez: un pez, el mar, un viejo y un muchacho, en los escenarios de Cojímar, con la sencillez de un texto clásico, genuinamente cubano, entre sínbolos y míticas reflexiones, que escribió cuando ya llevaba casi veinte años de contacto con espacios marinos de la cultura cubana, entre pescadores y navegantes; y, además,  empleados, buscavidas, dependientes, limpiabotas, taxistas y boxeadores.


Este relato, y por lo menos otras dos novelas suyas están vinculadas a las aristas más preciadas de la literatura cubana. A cincuenta años de su publicación, el mito del más universal de los escritores norteamericanos en Cuba alcanza una renovada fuerza y esplendor.


Sin dudas, Hemingway es un autor inagotable. Un escritor que vivió y trabajó en nuestra Isla durante largas años, primero en el Hotel  Ambos Mundos, en la zona más bulliciosa de La Habana Vieja, y después en las afueras de la capital cubana, sobre una de lar colinas de San Francisco de Paula. Un autor que sigue siendo uno de los grandes artífices del lenguaje y de la creación literaria. El maestro del iceberg; el que de manera genial recreó historias, mitos y rememoraciones: uno de los autores que más ha influido en la literatura del siglo XX.
Enrique Cirules.
La Habana, diciembre de 2001 A Charles Scribrer y Max Perkins
EL VIEJO Y EL MAR


Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces la primera semana. 

Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.


El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical, estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo, y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.


Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

—Santiago —le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote—. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero. 


El viejo había enseñado al muchacho a pescar, y el muchacho le tenía cariño.
—No —dijo el viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
—Lo recuerdo —dijo el viejo—, y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
—Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerlo.
—Lo sé —dijo el viejo—. Es completamente normal.
—Papá no tiene mucha fe.
—No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?
—Si—dijo el muchacho—. ¿Me permite brindarle una cerveza en La Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.
— ¿Por qué no? —Dijo el viejo—. Entre pescadores. 


Se sentaron en La Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero él no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a los que  habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas —dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla— a la pescadería, donde esperaban a que el camión  del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea; les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban  y cortaban su carne en  trozos para salarla. 


Cuando el viento soplaba del este, el hedor se extendía a través del puerto,  procedente de la fábrica tiburonera; pero hoy no se notaba más que un débil tufo porque el viento había vuelto al norte y luego había dejado de soplar. Era agradable estar allí, al  sol, en La Terraza.
—Santiago, —dijo el muchacho.
— ¿Qué? —respondió el viejo. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de  hacía muchos años.
— ¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
—No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar, y Rogelio tirará la atarraya.
—Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted, me gustaría servirlo de alguna  manera.
—Me has pagado una cerveza —dijo el viejo—. Ya eres un hombre.
— ¿Que edad tenía yo cuando usted me llevó por primera vez en un bote?
—Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel  pez demasiado vivo  que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?
—Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los sedales  mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el bote se estremecía, y el estrépito que usted  armaba dándole garrotazos como si talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me  envolvía. 
— ¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?
—Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.
El viejo lo miró con sus amorosos y confiados ojos quemados por el sol.
—Si fueras hijo mío, me arriesgaría a llevarte —dijo—. Pero tú eres de tu padre y de  tu madre, y trabajas en un bote que tiene suerte.
— ¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé dónde conseguir cuatro carnadas.
—Tengo las mías, que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.
—Déjeme traerle cuatro cebos frescos.
—Uno —dijo el viejo. Su fe y su esperanza no le habían fallado nunca. Pero ahora  empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la brisa. 
—Dos —dijo el muchacho.
—Dos —aceptó el viejo—. ¿No los has robado? 
—Lo hubiera hecho —dijo el muchacho—. Pero éstos los compré.
—Gracias —dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuándo había  alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso
y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero.
—Con esta brisa ligera, mañana va a hacer buen día dijo.
— ¿A dónde piensa ir? —le preguntó el muchacho.  —Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes que  sea de día. 
—Voy a hacer que mi patrón salga lejos a trabajar —dijo el muchacho—. Si usted  engancha algo realmente grande, podremos ayudarle.
—A tu patrón no le gusta salir demasiado lejos. 
—No —dijo el muchacho—, pero yo veré algo que él no podrá ver: un ave  trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los dorados. 
— ¿Tan mala tiene la vista?
—Está casi ciego.
—Es extraño—dijo el viejo—. Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que  mata los ojos.
—Pero usted ha ido a la pesca de tortugas durante varios años, por la costa de los
Mosquitos, y tiene buena vista.
—Yo soy un viejo extraño.
—Pero, ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez realmente grande?
—Creo que sí. Y hay muchos trucos.
—Vamos a llevar las cosas a casa —dijo el muchacho—. Luego cogeré la atarraya y  me iré a buscar las sardinas.


Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho  cargó la caja de madera de los enrollados sedales pardos de apretada malla, el bichero y  el arpón con su mango. La caja de las carnadas estaba bajo la popa, junto a la porra que  usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote. Nadie sería capaz  de robarle nada al viejo; pero era mejor llevar la vela y los sedales gruesos, puesto que el  rolo los dañaba, y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le robaría nada,  el viejo pensaba que el arpón y el bichero eran tentaciones, y que no había por qué  dejarlos en el bote.


Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron; la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el  muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como  la habitación única de la choza. Esta última estaba hecha de las recias pencas de la  palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso  de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas  hojas de guano de resistente fibra, había una imagen en colores del Sagrado Corazón de
Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo  había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le  hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su  camisa limpia.
— ¿Qué tiene para comer? —preguntó el muchacho.
—Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
—No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la candela?
—No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.
— ¿Puedo llevarme la atarraya?
—Desde luego.
No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero  todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.
—El ochenta y cinco es un número de suerte —dijo el viejo—. ¿Qué te parece si me  vieras volver con un pez que, en canal, pesara más de mil libras?
—Voy a coger la atarraya y saldré a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al  sol, a la puerta?
—Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los resultados de los partidos de  béisbol.
El muchacho se preguntó si el «periódico de ayer» no sería también una ficción.
Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama.
—Perico me lo dio en la bodega —explicó.
—Volveré cuando haya cogido las sardinas. Guardaré las suyas junto con las mías  en el hielo y por la mañana nos las repartiremos. Cuando yo vuelva, me contará lo del  béisbol.
—Los Yankees de Nueva York no pueden perder.
—Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.
—Ten fe en los Yankees de Nueva York, hijo, piensa en el gran DiMaggio.
—Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland.
—Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnatti y a los
White Sox de Chicago.
—Usted estudia eso y me lo cuenta cuando vuelva.
— ¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminen en un  ochenta y cinco? Mañana hace el día ochenta y cinco.
—Podemos hacerlo —dijo el muchacho—. Pero, ¿qué me dice de su gran récord, el  ochenta y siete?
—No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco? 
—Puedo pedirlo.
—Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio. ¿Quién podría prestárnoslos?
—Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos pesos y medio.
—Creo que yo también. Pero trato de no pediir prestado. Primero pides prestado;  luego pides limosna.
—Abríguese, viejo —dijo el muchacho—. Recuerde que estamos en septiembre.
—El mes en que vienen los grandes peces —dijo el viejo—. En mayo cualquiera es  pescador.
—Ahora voy por las sardinas —dijo el muchacho.


Cuando volvió el muchacho, el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba  poniendo. El muchacho cogió de la cama la frazada del viejo y se la echó sobre los   hombros. Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello  era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido  y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces,  que estaba como la vela; y los remiendos, descoloridos por el sol, eran de varios tonos.
La cabeza del hombre era, sin embargo, muy vieja y con sus ojos cerrados no había vida  en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba allí  contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo.


El muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.
—Despierte, viejo —dijo el muchacho, y puso su mano en una de las rodillas de éste.
El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Luego  sonrió. 

— ¿Qué traes? —preguntó.
—La comida —dijo el muchacho—. Vamos a comer.
—No tengo mucha hambre.
—Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.
—Habrá que hacerlo —dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y  doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.
—No se quite la frazada —dijo el muchacho—. Mientras yo viva, usted no saldrá a  pescar sin comer.
—Entonces vive mucho tiempo, y cuídate —dijo el viejo—. ¿Qué vamos a comer?
—Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.
El muchacho lo había traído de La Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos  juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.
— ¿Quién te ha dado esto?
—Martín. El dueño.
—Tengo que darle las gracias.
—Ya yo se las he dado —dijo el muchacho—. No tiene que dárselas usted.
—Le daré la ventrecha de un gran pescado —dijo el viejo—. ¿Ha hecho esto por  nosotros más de una vez?
—Creo que si.
—Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy  considerado con  nosotros.
—Mandó dos cervezas.
—Me gusta más la cerveza en lata.
—Lo sé. Pero ésta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas.
—Muy amable de tu parte —dijo el viejo—. ¿Comemos?
—Es lo que yo proponía —le dijo el muchacho. No he querido abrir la cantina hasta  que estuviera usted listo.
—Ya estoy listo —dijo el viejo—. Sólo necesitaba tiempo para lavarme.
« ¿Dónde se lava?», pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras  de distancia, camino abajo. «Debí de haberle traído agua —pensó el muchacho—, y  jabón, y una buena toalla. ¿Por qué seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra  camisa y un yáquet para el invierno, y alguna clase de zapatos, y otra frazada.»
—Tu asado es excelente —dijo el viejo. 
—Hábleme de béisbol —le pidió el muchacho. 
—En la Liga Americana, como te dije, los Yankees— dijo el viejo muy contento.
—Hoy perdieron —le dijo el muchacho. 
—Eso no significa nada. El gran DiMaggio vuelve a ser lo que era.
—Tienen otros hombres en el equipo. 
—Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En la otra liga, entre el Brooklyn y  el Filadelfia, tengo que quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque.
—Nunca hubo nada como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.
— ¿Recuerdas cuando venía a La Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era  demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras, y tú eras  también demasiado tímido.
—Lo sé. Fue un gran error. Pudo haber ido con nosotros.  Luego eso nos hubiera  quedado para toda la vida.
—Me hubiese gustado llevar a pescar al gran DiMaggio —dijo el viejo—. Dicen que  su padre era pescador. Quizás fuese tan pobre como nosotros y comprendiera.
—El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugó en las Grandes Ligas cuando  tenía mi edad. —Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de altura  que iba al África, y he visto leones en las playas al atardecer.
—Lo sé. Usted me lo ha contado. 
— ¿Hablamos de África o de béisbol? 
—Mejor de béisbol —dijo el muchacho—. Hábleme del gran John J. McGraw.
—A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a La Terraza. Pero era rudo y  bocón, y difícil cuando estaba bebido. No sólo pensaba en la pelota, sino también en los  caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo y con  frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
—Era un gran director —dijo el muchacho—. Mi padre cree que era el más grande.
¿Quién es realmente mejor director: Luque o Mike González?
—Creo que son iguales.
—El mejor pescador es usted.
—No. Conozco otros mejores.
—Qué va —dijo el muchacho— Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes  pescadores. Pero como usted, ninguno.
—Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan  grande que nos haga  quedar mal.
—No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.
—Quizá no esté tan fuerte como creo —dijo el viejo—. Pero conozco muchos trucos,  y tengo voluntad.
—Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por  la mañana. Yo llevaré  otra vez las cosas a La Terraza.
—Entonces buenas noches. Te despertaré por la mañana.
—Usted es mi despertador —dijo el muchacho.
—La edad es mi despenador —dijo el viejo—. ¿Por qué los viejos se despertarán  tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?
—No lo sé —dijo el muchacho—. Lo único que sé es que los jovencitos duermen  profundamente y hasta tarde.
—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Té despertaré temprano.
—No me gusta que el patrón me despierte. Es como si yo fuera inferior.
—Comprendo.
—Que duerma bien, viejo.
El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa, y el viejo se quitó el pantalón y se fue a la cama a oscuras. Enrolló el pantalón para hacer una almohada, y puso luego  el periódico dentro. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos  que cubrían los muelles de la cama.


Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era muchacho,  y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos,  y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches  a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la  rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y  estopa de la cubierta mientras dormía, y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía  por la mañana.
Generalmente, cuando olía la brisa de tierra, despertaba y se vestía, y se iba a  despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y  él sabía que era demasiado temprano en su sueño, y siguió soñando para ver los blancos  picos de las islas que se levantaban del mar. Y luego soñaba con los diferentes puertos y  fondeaderos de las Islas Canarias.


No soñaba ya con tormentas, ni con mujeres, ni con grandes acontecimientos, ni  con grandes peces, ni con peleas, ni con competiciones de fuerza, ni con su esposa. Sólo  soñaba ya con lugares, y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del  crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el  muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba  su pantalón y se lo ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino a despertar al  muchacho. Temblaba por el frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y  que pronto estaría remando.


La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió  calladamente y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer  cuarto, y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió con  suavidad un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo  le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió su pantalón de la silla junto a la cama  y, sentándose en ella, se lo puso.
El viejo salió afuera, y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echó  el brazo sobre los hombros y dijo:
—Lo siento.
—Qué va —dijo el muchacho—. Es lo que debe hacer un hombre.


Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y a todo lo largo del camino, en  la oscuridad, se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.
Cuando llegaron a la choza del viejo, el muchacho cogió de la cesta los rollos del  sedal, el arpón y el bichero; y el viejo llevó el mástil con la vela arrollada al hombro.
— ¿Quiere usted café? —preguntó el muchacho. 
—Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.
Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y  servía a los pescadores.
— ¿Qué tal ha dormido, viejo? —preguntó el muchacho. Ahora estaba despertando  aunque todavía le era difícil dejar su sueño.
—Muy bien, Manolín —dijo el viejo—. Hoy me siento confiado.
—Lo mismo yo —dijo el muchacho—. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y  sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo el aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.
—Somos diferentes —dijo el viejo—. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías  cinco años.
—Lo sé —dijo el muchacho—. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos  crédito.
Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las  carnadas.


El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que bebería en todo el día, y sabía  que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer, y jamás llevaba un  almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del  bote, y eso era lo único que  necesitaba para todo el día.


El muchacho estaba de regreso con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un  periódico, y bajaron por la vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo  de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al agua.
—Buena suerte, viejo.
—Buena suerte dijo el viejo. Ajustó las amarras de los remos a los toletes, y  echándose adelante contra los remos, empezó a remar, y salió del puerto en la oscuridad.
Había otros botes de otras playas que salían a la mar, y el viejo sentía sumergirse las  palas de los remos y empujar, aunque no podía verlos ahora que la luna se había  ocultado detrás de las lomas.


A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio,  salvo por el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber salido de la boca del  puerto, y cada uno se dirigió hacia aquella parte del  océano donde esperaba encontrar  peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejó atrás el olor a tierra y entró  remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el  agua mientras remaba sobre aquella parte del océano que los pescadores llaman «el gran  hoyo» porque se producía una súbita hondonada de setecientas brazas, donde se  congregaba toda suerte de peces debido al remolino que  hacía la corriente contra las  escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de camarones y  peces de carnada, y a veces manadas de calamares en los hoyos más profundos, y de  noche se levantaban a la superficie, donde todos los peces merodeadores se cebaban en  ellos.


En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana  y, mientras remaba, oía el  tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas  alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una  gran atracción por los peces  voladores, que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las aves;  especialmente por las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban  siempre volando y buscando, y casi nunca encontraban, y pensó: «Las aves llevan una  vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán  hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el océano  es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel, y se  encoleriza muy súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus  tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar.»
Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces  los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen  siempre como si fuera una mujer.
Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus  sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban  alto, empleaban el articulo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un  contendiente o un lugar, o a un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y  si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
Remaba firme y seguidamente, y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se  mantenía en su límite de velocidad, y la superficie del océano era plana, salvo por los  ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo; y cuando empezó a clarear, vio que se hallaba ya más lejos de lo que había  esperado estar a esa hora.
«Durante una semana —pensó— he trabajado en las profundas hondonadas, y no  hice nada. Hoy trabajaré allá donde están las manchas de bonitos y albacoras, y acaso  haya un pez grande con ellos.»


Antes de que se hiciera realmente de día, había sacado sus carnadas y estaba  derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El  segundo, a sesenta y cinco, y el tercero y el cuarto descendían hasta el agua azul a cien y  ciento veinticinco brazas.
Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado  que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo,  la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido  empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente. No  había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era  algo sabroso y de olor apetecible.


El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los  sedales más profundos como plomadas, y en los otros tenía  una abultada cojinúa y un  cibele que habían sido usados antes, pero estaban en buen estado y las excelentes  sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un lápiz grande, iba
enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier  tirón o picada al cebo haría  sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta brazas que podían  empatarse a los rollos de repuesto, de modo que, si era necesario, un pez podía llevarse  más de trescientas brazas.


El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la  borda del bote y remó  suavemente para mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno   y el sol podía salir en cualquier momento.


El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia la costa, desplegados a través de la  corriente. El sol se tornó más  brillante y su resplandor cayó sobre el agua; luego, al levantarse más en el cielo, el plano  mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño; y siguió remando sin  mirarlo. Miraba al agua y vigilaba los sedales que se sumergían verticalmente en la tiniebla de ésta. Los mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo esperando, exactamente donde él quería que  estuviera, por cualquier pez que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la  corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban  a cien.
«Pero —pensó el viejo—, yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no  tengo suerte. Pero, ¿quién sabe? Acaso hoy. 

Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto.»


El sol estaba en ese momento a dos horas de altura, y no le hacía tanto daño a los  ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista, y lucían muy bajo y muy lejos  hacia la orilla. «Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente —pensó—. Sin  embargo, todavía están fuertes. Al atardecer, puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y  por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso.»
Justamente entonces, vino una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus  largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia  abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió girando nuevamente.
—Ha cogido algo —dijo en voz alta el viejo—. No sólo está mirando.


Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos. No se  apuró y mantuvo los sedales verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha a favor  de la corriente, de modo que todavía estaba pescando con corrección, pero más lejos de  lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.
El ave se elevó más en el aire y volvió a girar, con sus alas inmóviles. Luego picó de  súbito, y el viejo vio una partida de peces voladores que brotaban del agua y navegaban  desesperadamente sobre la superficie.
—Dorados —dijo en voz alta el viejo—. Dorados grandes.
Montó los remos y sacó un pequeño sedal de debajo de la proa. 

Tenía un alambre y  un anzuelo de tamaño mediano, y lo cebó con una de las sardinas. Lo soltó por sobre la   borda y lo amarró a una argolla a popa. Luego cebó el otro sedal y lo dejó enrollado a la  sombra de la proa. Volvió a remar y a mirar al ave negra de largas alas que ahora  trabajaba a poca altura sobre el agua.
Mientras él miraba, el ave picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo, y luego  salió agitándolas fiera y sutilmente, siguiendo a los peces voladores. El viejo podía ver la  leve comba que formaba en el agua el dorado grande siguiendo a los peces fugitivos. Los  dorados corrían, disparados, bajo el vuelo de los peces y estarían, corriendo velozmente,  en el lugar donde cayeran los peces voladores. «Es un gran bando de dorados —pensó—
 Están desplegados ampliamente: pocas probabilidades de  escapar tienen los peces .voladores. El ave no tiene oportunidad. Los peces voladores son demasiado grandes para  ella, y van demasiado velozmente.»
El hombre observó cómo los peces voladores irrumpían una y otra vez, y los inútiles  movimientos del ave. «Esa mancha de peces se me ha escapado —pensó—. Se están  alejando demasiado rápidamente, y van demasiado lejos. Pero acaso coja alguno  extraviado, y es posible que mi pez grande esté en sus alrededores. Mi pescado grande  tiene que estar en alguna parte.»


Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como montañas, y la costa era sólo  una larga línea verde con las lomas azul—grises detrás de ella. El agua era ahora de un  azul profundo, tan oscuro que casi resultaba violado. Al bajar la vista, vio el color rojo del  plancton en el agua oscura, y la extraña luz que ahora daba el sol. Examinó sus sedales,
y los vio descender rectamente hacia abajo, y perderse de vista; y se sintió feliz viendo  tanto plancton, porque eso significaba que había peces.
La extraña luz que el sol hacia en el agua, ahora que el sol estaba más alto,  significaba buen tiempo, y lo mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero el ave  estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la superficie del agua no aparecían  más que algunos parches de amarillo sargazo requemado por el sol, y la violada,  redondeada, iridiscente y gelatinosa vejiga de una medusa que flotaba a corta distancia  del bote. Flotaba alegremente como una burbuja con sus largos y mortíferos filamentos  purpurinos a remolque por espacio de una yarda.
—Agua mala —dijo el hombre—. Pura.
Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos, bajó la vista hacia el agua y vio los diminutos peces que tenían el color de los largos filamentos y nadaban  entre ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja en su movimiento a la deriva. Eran  inmunes a su veneno. Pero el hombre, no, y cuando algunos de los filamentos se  enredaban en el cordel y permanecían allí, viscosos y violados, mientras el viejo laboraba  por levantar un pez, sufría verdugones y excoriaciones en los brazos y manos, como los  que producen el guao y la hiedra venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua  mala actuaban rápidamente y como latigazos.
Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa más falsa del mar, y el viejo  gozaba viendo cómo se las comían las tortugas marinas. Las tortugas las veían, se les  acercaban por delante, luego cerraban los ojos, de modo que, con su carapacho, estaban  completamente protegidas, y se las comían con filamentos y todo. El viejo gustaba de ver  a las tortugas comiéndoselas y gustaba de caminar sobre ellas en la playa, después de  una tormenta, oírlas reventar cuando les ponía encima sus pies callosos.
Le encantaban las tortugas verdes y los careyes con su elegancia y velocidad, y su  gran valor; y sentía un amistoso desdén por las estúpidas tortugas llamadas caguamas,  amarillosas en su carapacho, extrañas en sus copulaciones, y  comiendo muy contentas  con sus ojos cerrados.


No sentía ningún misticismo acerca de las tortugas, aunque había navegado  muchos años en barcos tortugueros. Les tenía lástima; lástima sentía hasta de los  grandes «baúles», que eran tan largos como el bote y pesaban una tonelada. Por lo  general, la gente no tiene piedad de las tortugas porque el corazón de una tortuga sigue  latiendo varias horas después que han sido muertas. Pero el viejo pensó: «También yo  tengo un corazón así, y mis pies y mis manos son como los suyos.» Se comía sus  blancos huevos para darse fuerza. Los comía todo el mes de mayo para estar fuerte en  septiembre y salir en busca de los peces verdaderamente grandes.


También tomaba a diario una taza de aceite de hígado de tiburón sacándolo del  tanque que había en la barraca donde muchos de los pescadores guardaban su aparejo.
Estaba allí, para todos los pescadores que lo quisieran. La mayoría de los pescadores  detestaban su sabor. Pero no era peor que levantarse a las horas en que se levantaban, y  era muy bueno contra todos los catarros y gripes, y era bueno para sus ojos.
Ahora el viejo alzó la vista y vio que el ave estaba girando de nuevo en el aire.
—Ha encontrado peces —dijo en voz alta. Ningún pez volador rompía la superficie y  no había desparramo de peces de carnada. Pero mientras miraba el anciano, un pequeño  bonito se levantó en el aire, giró y cayó de cabeza en el agua. El bonito emitió unos
destellos de plata al sol, y después que hubo vuelto al  agua, otro y otro más se  levantaron, y estaban brincando en todas las direcciones, batiendo el agua y dando largos  saltos detrás de sus presas, cercándolas, espantándolas.
«Si no van demasiado rápidos, los alcanzaréis, pensó el viejo, y vio la mancha  batiendo el agua, de modo que era blanca de espuma, y ahora el ave picaba y buceaba  en busca de los peces, forzados a subir a la superficie por el pánico.
—El ave es una gran ayuda —dijo el viejo. Justamente entonces el sedal de popa se  tensó bajo su pie, en el punto donde había guardado un rollo de sedal, y soltó los remos y  tanteó el sedal para ver qué fuerza tenían los tirones del pequeño bonito; y sujetando  firmemente el sedal, empezó a levantarlo. El retemblor iba en aumento según tiraba, y  pudo ver en el agua el negro—azul del pez, y el oro de sus costados, antes de levantarlo  sobre la borda y echarlo en el bote. 
Quedó tendido a popa, al sol, compacto y en forma de  bala, sus grandes ojos sin  inteligencia mirando fijamente mientras dejaba su vida contra la tablazón del bote con los  rápidos y temblorosos golpes de su cola. El viejo le pegó en la cabeza para que no siguiera sufriendo, y le dio una patada. El cuerpo del pez temblaba todavía a la sombra de  popa.
—Bonito —dijo en voz alta—. Hará una linda carnada. Debe de pesar diez libras.
No recordaba cuánto tiempo hacia que había empezado a  hablar solo en voz alta  cuando no tenía a nadie con quien hablar. En los viejos tiempos, cuando estaba solo,  cantaba; a veces, de noche, cuando hacía su guardia al timón de las chalupas y los
tortugueros, cantaba también. Probablemente había empezado a hablar en voz alta  cuando se había ido el muchacho. Pero no recordaba. Cuando él y el muchacho  pescaban juntos, por lo general hablaban únicamente cuando era necesario. Hablaban de  noche o cuando los cogía el mal tiempo. Se consideraba una virtud no hablar  innecesariamente en el mar, y el viejo siempre lo había reconocido así y lo respetaba.


Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta muchas veces, puesto que no había  nadie a quien pudiera mortificar.
—Si los otros me oyeran hablar en voz alta, creerían que estoy loco —dijo—. Pero, puesto que no estoy loco, no me importa. Los ricos tienen radios que les hablan en sus embarcaciones y les dan las noticias del béisbol.
«Ésta no es hora de pensar en el béisbol —pensó—. Ahora hay que pensar en una  sola cosa. Aquella para la que he nacido. 

Pudiera haber un pez grande en torno a esa  mancha. Sólo he cogido un bonito extraviado de los que estaban comiendo. Pero están  trabajando rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la superficie viaja muy  rápidamente y hacia el nordeste. ¿Será la hora? ¿O será alguna señal del tiempo, que yo  no conozco?» Ahora no podía ver el verdor de la costa;  sólo las cimas de las verdes  colinas que asomaban blancas como si estuvieran coronadas de  nieve, y las nubes  parecían altas montañas de nieve sobre ellas. El mar estaba muy oscuro, y la luz hacía  prisma en el agua. Y las miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora por al alto  sol, y el viejo sólo veía los grandes y profundos prismas  en el agua azul que tenía una  milla de profundidad, y en la que sus largos sedales descendían verticalmente.


Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa especie, y sólo distinguían entre ellos por sus nombres propios cuando venían a cambiarlos por  carnadas. Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol calentaba fuertemente y el viejo lo  sentía en la parte de atrás del cuello, y sentía el sudor que le corría por la espalda  mientras remaba.
«Pudiera dejarme ir a la deriva —pensó—, y dormir, y echar un lazo al dedo gordo del pie para despertar si pican. Pero hoy hace ochenta y cinco días, y tengo que  aprovechar el tiempo.»
Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio que una de las varillas se  sumergía vivamente.
—Sí —dijo—. Sí —y montó los remos sin golpear el bote.
Cogió el sedal y lo sujetó suavemente entre el índice y el pulgar de su mano  derecha. No sintió tensión, ni peso, y aguantó ligeramente. Luego volvió a sentirlo. Esta  vez fue un tirón de tanteo, ni sólido, ni fuerte; y el viejo se dio cuenta, exactamente, de lo  que era. A cien brazas más abajo, una aguja estaba comiendo las sardinas que cubrían la  punta y el cabo del anzuelo en el punto donde el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la  cabeza del pequeño bonito.


El viejo sujetó delicada y blandamente el sedal, y con la mano izquierda lo soltó del  palito verde. Ahora podía dejarlo correr entre sus dedos sin que el pez sintiera ninguna  tensión. A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser enorme —pensó el viejo—.
Cómelas, pez. Cómelas. Por favor, cómelas. Están de lo  más frescas; y tú, ahí, a  seiscientos pies en el agua fría y a oscuras. 

Da otra vuelta en la oscuridad y vuelve a  comértelas.»
Sentía el leve y delicado tirar; y luego, un tirón más fuerte cuando la cabeza de una  sardina debía de haber sido más difícil de arrancar del anzuelo. Luego, nada.
—Vamos, ven —dijo el viejo en voz alta—. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a  olerlas. ¿Verdad que son sabrosas? Cómetelas ahora, y luego tendrás un bonito. Duro y  frío y sabroso. No seas tímido, pez. Cómetelas.


Esperó con el sedal entre el índice y el pulgar, vigilándolo, y vigilando los otros al  mismo tiempo, pues el pez pudiera virar arriba o abajo. Luego volvió a sentir la misma y  suave tracción.
—Lo cogerá —dijo el viejo en voz alta—. Dios lo ayude a cogerlo.
No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no sintió nada más.
—No puede haberse ido —dijo—. ¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una  vuelta. Es posible que haya sido enganchado alguna otra vez y que recuerde algo de eso.
Luego sintió un suave contacto en el sedal y de nuevo fue feliz.
—No ha sido más que una vuelta —dijo—. Lo cogerá.


Era feliz sintiéndolo tirar suavemente, y luego tuvo  la sensación de algo duro e increíblemente pesado. Era el peso del pez, y dejó que el sedal se deslizara abajo, abajo,  llevándose los dos primeros rollos de reserva. Según descendía, deslizándose  suavemente entre los dedos del viejo, todavía él podía  sentir el gran peso, aunque la  presión de su índice y de su pulgar era casi imperceptible.
— ¡Qué pez! —dijo—. Lo lleva atravesado en la boca, y se está yendo con él.
«Luego virará y se lo tragará», pensó. No dijo esto porque sabía que cuando uno  dice una buena cosa, posiblemente no suceda. 

Sabía que éste era un pez enorme, y se lo  imaginó alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la boca. En ese momento  sintió que había dejado de moverse, pero el peso persistía todavía. Luego el peso fue en  aumento, y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión del índice y el pulgar por un  momento, y el peso fue en aumento. Y el sedal descendía verticalmente.
—Lo ha cogido —dijo—. Ahora dejaré que se lo coma a su gusto.


Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda y  amarraba el extremo suelto de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos de reserva del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.
—Come un poquito más —dijo—. Come bien.
«Cómetelo de modo que la punta del anzuelo penetre  en tu corazón y te mate — pensó—. Sube sin cuidado y déjame clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo? ¿Llevas  suficiente tiempo a la mesa?»
— ¡Ahora! —dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos; ganó un metro de sedal;  luego tiró de nuevo, y de nuevo, balanceando cada brazo alternativamente y girando  sobre sí mismo.
No sucedió nada. El pez seguía, simplemente, alejándose con lentitud, y el viejo no  podía levantarlo ni una pulgada. Su sedal era fuerte; era cordel catalán y nuevo, de este  año, hecho para peces pesados, y lo sujetó contra su espalda hasta que estuvo tan tirante  que soltó gotas de agua.


Luego empezó a hacer un lento sonido de siseo en el agua. El viejo seguía sujetándolo, alineándose contra el banco e inclinándose hacia atrás.
El bote empezó a moverse lentamente hacia el noroeste.


El pez seguía moviéndose sin cesar y viajaban ahora lentamente en el agua  tranquila. Los otros cebos estaban todavía en el agua, pero no había nada que hacer.
—Ojalá estuviera aquí el muchacho —dijo en voz alta—. Voy a remolque de un pez  grande, y yo soy la bita de remolque. Podría amarrar  el sedal. Pero entonces pudiera  romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y darle sedal cuando lo necesite. Gracias a
Dios, que va hacia adelante, y no hacia abajo. No sé qué haré si decide ir hacia abajo.
Pero algo haré. Puedo hacer muchas cosas.
Sujetó el sedal contra su espalda y observó su sesgo en el agua; el bote seguía  moviéndose ininterrumpidamente hacia el noroeste.
«Esto lo matará —pensó el viejo—. Alguna vez tendrá que parar.» 


Pero, cuatro horas después, el pez seguía tirando, llevando el bote a remolque, y el  viejo estaba todavía sólidamente afincado, con el sedal atravesado a la espalda.
—Eran las doce del día cuando lo enganché —dijo—. Y todavía no lo he visto ni una  sola vez.
Se había calado fuertemente el sombrero de yarey en la cabeza antes de enganchar  al pez; ahora el sombrero le cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló y, cuidando de no  sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto pudo por debajo de la proa, y cogió la botella de  agua. La abrió y bebió un poco. Luego reposó contra la proa. Descansó sentado en la  vela y el palo que había quitado de la carlinga, y trató de no pensar: sólo aguantar.


Luego miró hacia atrás y vio que no había tierra alguna a la vista. «Eso no importa
—pensó—. Siempre podré orientarme por el resplandor de La Habana. Todavía quedan  dos horas de sol, y posiblemente suba antes de la puesta  del sol. Si no, acaso suba al  venir la luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida del sol. No tengo calambres, y  me siento fuerte. Él es quien tiene el anzuelo en la boca. Pero para tirar así, tiene que ser  un pez de marca mayor. 

Debe de llevar la boca fuertemente cerrada contra el alambre.
Me gustaría verlo. Me gustaría verlo aunque sólo fuera una vez para saber con quién  tengo que entendérmelas.»
El pez no varió su curso ni su dirección en toda la noche; al menos, hasta donde el  hombre podía juzgar, guiado por las estrellas. Después de la puesta del sol hacía frío, y el  sudor se había secado en su espalda, sus brazos y sus piernas. De día había cogido el  saco que cubría la caja de las carnadas y lo había tendido a secar al sol. Después de la  puesta del sol, se lo enrolló al cuello de modo que le caía sobre la espalda. Se lo deslizó  con cuidado por debajo del sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco mullía el  sedal, y el hombre había encontrado la manera de inclinarse hacia adelante contra la proa  en una postura que casi le resultaba confortable. La postura era, en realidad, tan sólo un  poco menos intolerable, pero la concibió como casi confortable.
«No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo —pensó—. Al  menos mientras siga este juego.»


Una vez se enderezó, orinó por sobre la borda, miró a las estrellas y verificó el  rumbo. El sedal lucía como una lista fosforescente en el agua, que se extendía, recta,  partiendo de sus hombros. Ahora iban más lentamente y el fulgor de La Habana no era  tan fuerte. Esto le indicaba que la corriente debía de estar arrastrándolo hacia el este. «Si  pierdo el resplandor de 

La Habana, será que estamos yendo más hacia el este», pensó,  pues si el rumbo del pez se mantuviera invariable vería el fulgor, durante muchas horas más.
«Me pregunto quién habrá ganado hoy en las Grandes Ligas —pensó—. Sería  maravilloso tener un radio portátil para enterarse.»  Luego reflexionó: «Piensa en esto;  piensa en lo que estás haciendo. No hagas ninguna estupidez.» A poco, dijo en voz alta:
—Ojalá estuviera aquí el muchacho. Para ayudarme y para que viera esto.
«Nadie debiera estar solo en su vejez —pensó. Pero es inevitable. Tengo que  acordarme de comer el bonito antes de que se eche a perder, a fin de conservar las  fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas, tendrás que comerlo por la mañana.
Recuerda», se dijo.
Durante la noche acudieron delfines en torno al bote.  Los sentía rolando y  resoplando. Podía percibir la diferencia entre el sonido del soplo del macho y el suspirante  soplo de la hembra.
—Son buena gente –dijo—. Juegan y bromean y se hacen el  amor. Son nuestros  hermanos, como los peces voladores.
Entonces empezó a sentir lástima por el gran pez que había enganchado. «Es  maravilloso y extraño, y quién sabe qué edad tendrá —pensó—. Jamás he cogido un pez  tan fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño. Puede que sea demasiado prudente  para subir a la superficie. Brincando y precipitándose locamente pudiera acabar conmigo.


Pero es posible que haya sido enganchado ya muchas veces y que sepa que ésta es la  manera de pelear. No puede saber que no hay más que un hombre contra él, ni que este  hombre es un anciano. Pero, ¡qué pez más grande! y qué bien lo pagarán en el mercado,  si su carne es buena. Cogió la carnada como un macho, y tira como un macho, y no hay  pánico en su manera de pelear. Me pregunto si tendrá algún plan o si estará, como yo, en  la desesperación.»


Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en  pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la  hembra, presentó una pelea fiera, desesperada y llena de pánico, que no tardó en agotarla. Durante todo ese tiempo, el macho permaneció con ella, cruzando el sedal y  girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca, que el viejo había temido  que cortara el sedal con la cola, que era afilada como una guadaña y casi de la misma  forma y tamaño. Cuando el viejo la había enganchado con el bichero, la había golpeado  sujetando su mandíbula en forma de espada y de áspero borde, y golpeado en la cabeza  hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos; y luego  cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo, el macho había permanecido  junto al bote. Después, mientras el viejo levantaba los sedales y preparaba el arpón, el  macho dio un brinco en el aire junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se  había sumergido en la profundidad con sus alas azul—rojizas, que eran sus aletas  pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo color.
«Era hermoso», recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.
«Es lo más triste que he visto jamás en ellos —pensó—. El muchacho también  había sentido tristeza, y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre  prontamente.»
—Ojalá estuviera aquí el muchacho —dijo en voz alta, y se acomodó contra las  redondeadas tablas de la proa y sintió la fuerza del gran pez en el sedal que sujetaba  contra sus hombros, moviéndose sin cesar hacia no sabía dónde: a donde el pez hubiese  elegido.
«Por mi traición ha tenido que tomar una decisión», pensó el viejo.
Su decisión había sido permanecer en aguas profundas y tenebrosas, lejos de todas las trampas y cebos y traiciones. Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más allá de toda gente.


Más allá de toda gente en el mundo. Ahora estamos solos uno para el otro y así ha sido  desde el mediodía. Y nadie que venga a valernos, ni a él ni a mí.
«Tal vez yo no debiera ser pescador —pensó—. Pero para eso he nacido. Tengo  que recordar, sin falta, comerme el bonito tan pronto como sea de día» 
Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que el  palito se rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente sobre la regala del  bote. En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y, echando toda la presión del pez sobre  el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el sedal contra la madera de la regala.
Luego cortó el otro sedal más próximo, y en la oscuridad sujetó los extremos sueltos de  los rollos de reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los  rollos para sujetarlos mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva.


Había dos de cada carnada, que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el  pez. Y todos estaban enlazados.
«Tan pronto como sea de día —pensó—, me llegaré hasta el cebo de cuarenta  brazas y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas  brazas del buen cordel catalán y los anzuelos y alambres. Eso puede ser reemplazado.


Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros  peces, pudiera soltarse. Me  pregunto qué peces habrán sido los que acaban de picar. Pudiera ser una aguja, o un  emperador o un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que deshacerme de él  demasiado pronto.»
En voz alta dijo:
—Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.
«Pero el muchacho no está contigo», pensó.
«No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal,  aunque sea en la oscuridad y empalmar los dos rollos de reserva»
Fue lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad, y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó  de bruces, y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla.
Pero se coaguló y se secó antes de llegar a su barbilla, y el hombre volvió a la proa y se  apoyó contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal de modo que  pasara por otra parte de sus hombros y, sujetándolo en éstos, tanteó con cuidado la  tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad del bote.
«Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulso —pensó—. El alambre debe  de haber resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad su lomo no puede dolerle  tanto como me duele el mío. Pero no puede seguir tirando eternamente de este bote por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado y tengo una gran  reserva de sedal: no hay mas que pedir.»
—Pez —dijo, dulcemente en voz alta—, seguiré hasta la muerte.
«Y él seguirá también conmigo, me imagino», pensó el viejo, y se puso a esperar a  que fuera de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer, hacía frío, y se apretó contra la  madera en busca de calor. «Voy a aguantar tanto como él», pensó. Y, con la primera luz,  el sedal se extendió a los lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía sin cesar y  cuando se levanto el primer filo de sol fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo.
—Se ha dirigido hacia el norte —dijo el viejo.
«La corriente nos habrá desviado mucho al este —pensó—. Ojalá virara con la  corriente. Eso indicaría que se estaba cansando.» Cuando el sol se hubo levantado más, el viejo se dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Sólo una señal favorable, el sesgo del sedal, indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo.
—Dios quiera que suba —dijo el viejo—. Tengo suficiente sedal para manejarlo.
«Puede que si aumento un poquito la tensión le duela  y surja a la superficie —pensó—. Ahora que es de día, conviene que salga para que llene de aire los sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a morir a las profundidades.»
Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había sido estirado ya todo lo que daba desde que había enganchado al pez y, al inclinarse hacia atrás sintió la dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía aumentarla. «Tengo que tener cuidado de no sacudirlo —pensó—. Cada sacudida ensancha la herida que hace el anzuelo y, si brinca, pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por esta vez no tengo que mirarlo de frente.»
Había algas amarillas en el sedal, pero el viejo sabía  que eso no hacía más que aumentar la resistencia del bote, y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas del Golfo —el sargazo— las que habían producido tanta fosforescencia de noche.
—Pez —dijo—, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que termine este día…
«Ojalá», pensó.


Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se  dio cuenta de que estaba muy cansado. El pájaro llegó hasta la popa del bote y descansó allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más cómodo.
— ¿Qué edad tienes? —Preguntó el viejo al pájaro—. ¿Es éste tu primer viaje?


El pájaro lo miró al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas.
—Estás firme —le dijo el viejo—. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen los pájaros?
«Los gavilanes —pensó— salen al mar a esperarlos.» Pero no le dijo nada de esto al pajarito, que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.
—Descansa, pajarito, descansa —dijo—. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.
Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente.
—Quédate en mi casa si quieres, pajarito —dijo—. Lamento  que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estas con un amigo.
Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa; y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal.
El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió, y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba.
—Algo la ha lastimado —dijo en voz alta, y tiró del sedal para ver si podía virar al pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión, sujetó firme y se echó hacia atrás para formar contrapeso.
—Ahora lo estás sintiendo, pez —dijo—. Y bien sabe Dios que también yo lo siento.
Miró en derredor a ver si veía al pájaro, porque le  hubiera gustado tenerlo de  compañero. El pájaro se había ido.
«No te has quedado mucho tiempo —pensó el viejo—. Pero a donde vas, va a ser  más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida  sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizá sea que estaba mirando  al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me comeré el  bonito para que las fuerzas no me fallen.»
—Ojalá estuviera aquí el muchacho, y que tuviera un poco de sal —dijo en voz alta.
Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado, lavó la mano en el mar y la mantuvo allí sumergida, por más de un minuto, viendo correr la  sangre y deshacerse en estela, y el continuo movimiento del agua contra su mano al  moverse el bote.
—Ahora va mucho más lentamente —dijo.
Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada por más tiempo,  pero temía otra súbita sacudida del pez y se levantó y se afianzó y alzó la mano contra el  sol. Era sólo un roce del sedal lo que había cortado su carne. Pero era en la parte con que  tenía que trabajar. El viejo sabía que antes de que esto terminara necesitaría sus manos,
y no le gustaba nada estar herido antes de empezar.
—Ahora —dijo, cuando su mano se hubo secado— tengo que comer ese pequeño  bonito. Puedo alcanzarlo con el bichero y comérmelo aquí tranquilamente.


Se arrodilló y halló el bonito bajo la popa con el bichero y lo atrajo hacia sí evitando que se enredara en los rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente con el hombro  izquierdo y apoyándose en el brazo izquierdo, sacó el bonito del garfio del bichero y puso  de nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla sobre el pescado y arrancó tiras de  carne oscura longitudinalmente desde la parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran  tiras en forma de cuña y las arrancó desde la proximidad del espinazo hasta el borde del  vientre. Cuando hubo arrancado seis tiras las tendió en la madera de la popa, limpió su  cuchillo en el pantalón y levantó el resto del bonito por la cola y lo tiró por sobre la borda.
—No creo que pueda comerme uno entero —dijo, y cortó por la mitad una de las  tiras.
Sentía la firme tensión del sedal y su mano izquierda tenía calambre. La corrió hacia  arriba sobre el duro sedal y la miró con disgusto.
— ¿Qué clase de mano es ésta? —dijo—. Puedes coger calambre si  quieres.
Puedes convenirse en una garra. De nada te va a servir.
«Vamos», pensó, y miró al agua oscura y al sesgo del sedal. «Cómetelo ahora y le  dará fuerza a la mano. No es culpa de la mano, y llevas muchas horas con el pez. Pero  puedes quedarte siempre con él. Cómete ahora el bonito.»
Cogió un pedazo, se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente. No era  desagradable.
«Mastícalo bien —pensó—, y no pierdas ningún jugo. Con un poco de limón o lima o con sal no estaría mal.»
— ¿Cómo te sientes, mano? —Preguntó a la que tenía calambre y que estaba casi  rígida como un cadáver—. Ahora comeré un poco para ti.
Comió la otra parte del pedazo que había cortado en dos. La masticó con cuidado y luego escupió el pellejo.
— ¿Cómo va eso, mano? ¿O es demasiado pronto para saberlo?
Cogió otro pedazo entero y lo masticó.
«Es un pez fuerte y de calidad —pensó—. Tuve suerte de engancharlo a él, en vez  de a un dorado. El dorado es demasiado dulce. Éste no es nada dulce y guarda toda la  fuerza.
»Sin embargo, hay que ser práctico —pensó—. Otra cosa no tiene sentido. Ojalá  tuviera un poco de sal. Y no sé si el sol secará o pudrirá lo que me queda. Por tanto, será  mejor que me lo coma todo aunque no tengo hambre. El pez sigue tirando firme y  tranquilamente. Me comeré todo el bonito y entonces estaré preparado.»
—Ten paciencia, mano —dijo—. Esto lo hago por ti.
«Me gustaría dar de comer al pez —pensó—. Es mi hermano.  Pero tengo que  matarlo y cobrar fuerzas para hacerlo.» Lenta y deliberadamente se comió todas las tiras  en forma de coda del pescado.
Se enderezó, limpiándose la mano en el pantalón.
—Ahora —dijo—, mano, puedes soltar el sedal. Yo sujetaré al pez con el brazo  hasta que se te pase esa bobería.
Puso su pie izquierdo sobre el pesado sedal que había aguantado la mano izquierda
y se echó hacia atrás para llevar con la espalda la presión.
—Dios quiera que se me quite el calambre —dijo—. Porque no sé qué hará el pez.
«Pero parece tranquilo —pensó—, y sigue su plan. Pero, ¿cuál será su plan? ¿Y cuál es el mío? El mío tendré que improvisarlo de acuerdo con el suyo, porque es un pez  muy grande. Si brinca, podré matarlo. Pero no acaba de salir de allá abajo. Entonces,  seguiré con él allá abajo.»
Se frotó la mano que tenía calambre contra el pantalón y trató de obligar los dedos.
Pero éstos se resistían a abrirse. «Puede que se abra con el sol —pensó—. Puede que se  abra cuando el fuerte bonito crudo haya sido digerido. Si la necesito, la abriré cueste lo que cueste. Pero no quiero abrirla ahora por la fuerza. Que se abra por sí misma y que  vuelva por su voluntad. Después de todo, abusé mucho de  ella de noche cuando era  necesario soltar y empatar los varios sedales.»


Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba. Pero veía  los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la extraña  ondulación de la calma. 

Las nubes se estaban acumulando ahora para la brisa, y miró  adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el cielo sobre el  agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio  cuenta de que nadie está jamás solo en el mar.
Recordó cómo algunos hombres temían hallarse fuera de la vista de tierra en un  botecito; y en los mares de súbito mal tiempo tenían razón. Pero ahora era el tiempo de  los ciclones, y cuando no hay ciclón en el tiempo de los ciclones es el mejor tiempo del  año.
«Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar. En  tierra no las ven porque no saben reconocerlas –pensó—. En tierra debe notarse también  por la forma de las nubes. Pero ahora no hay ciclón a la vista.»
Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos,  como sabrosas pilas de  mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los  cirros contra el alto de septiembre.
—Brisa ligera —dijo—. Mejor tiempo para mí que para ti, pez. Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero la iba soltando poco a  poco.
«Detesto el calambre —pensó—. Es una traición del propio  cuerpo. Es humillante  ante los demás tener diarrea producida por envenenamiento de promaínas o vomitar por  lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno, especialmente cuando está solo.
«Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el  antebrazo —pensó—. Pero ya se soltará.»
Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el sedal;  después vio que el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra el  muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.
—Está subiendo —dijo—. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego la superficie del mar se combó  delante del bote y salió el pez. Surgió interminablemente y manaba agua por sus  copados. Brillaba al sol, y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro, y al sol las franjas de sus costados lucían anchas y de un tenue color azul—rojizo. Su espada era tan larga  como un bate de béisbol, yendo de mayor a menor como un estoque. El pez apareció  sobre el agua en toda su longitud, y luego volvió a  entrar en ella dulcemente, como un  buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergiéndose, y el sedal  comenzó a correr velozmente.
—Es dos pies más largo que el bote —dijo el viejo. El sedal seguía corriendo veloz  pero gradualmente, y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas  manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que si no podía  demorar al pez con una presión continuada, el pez podía llevarse todo el sedal y  romperlo.
«Es un gran pez y tengo que convencerlo — pensó—. No debo permitirle jamás que  se dé cuenta de su fuerza ni de lo que podría hacer si echara «a correr». Si yo fuera él  emplearía ahora toda la fuerza y seguiría hasta que  algo se rompiera. Pero, a Dios  gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos; aunque son más  nobles y más hábiles.»


El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más  de mil libras, y había cogido dos de aquel tamaño en  su vida, pero nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de tierra, estaba sujeto al más grande pez que había visto jamás,  más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida  como las garras convulsas de un águila.
«Pero ya se soltará —pensó—. Con seguridad que se le quitará el calambre para  que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez
y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre.» El pez había demorado de nuevo su  velocidad y seguía a su ritmo habitual.
«Me pregunto por qué habrá salido a la superficie —pensó el viejo—. Brincó para  mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé —pensó—. Me  gustaría demostrarle qué  clase de hombre soy. Pero entonces vería la mano con calambre. Que piense que soy  más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez, con todo lo que tiene, frente a mi  voluntad y mi inteligencia solamente.»


Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su  sufrimiento. Y el pez seguía nadando sin cesar, y el bote se movía lentamente sobre el  agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el viento que venía del este, y  al mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre. —Malas noticias para ti, pez —dijo, y movió el sedal sobre los sacos que cubrían  sus hombros.


Estaba cómodo, pero sufría, aunque era incapaz de confesar su sufrimiento.
—No soy religioso —dijo— Pero rezaría diez padrenuestros y diez avemarías por  pescar este pez, y prometo hacer una peregrinación a la Virgen del Cobre si lo pesco. Lo  prometo.
Comenzó a decir sus oraciones de modo mecánico. A veces se sentía tan cansado  que no recordaba la oración, pero luego las decía rápidamente, para que salieran  automáticamente. «Las avemarías son más fáciles de decir  que los padrenuestros»,  pensó.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es  contigo, bendita tú eres  entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de
Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén. 
Luego añadió:
—Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso.
Dichas sus oraciones y sintiéndose mejor, pero sufriendo igualmente, y acaso un
poco más, se inclinó contra la madera de proa y empezó a activar mecánicamente los dedos de su mano izquierda.
El sol calentaba fuerte ahora, aunque se estaba levantando ligeramente la brisa.
—Será mejor que vuelva a poner cebo al sedal de popa —dijo—. Si el pez decide  quedarse otra noche, necesitaré comer de nuevo y queda poca agua en la botella. No  creo que pueda conseguir aquí más que un dorado. Pero si lo como bastante fresco, no  será malo. Me gustaría que viniera a bordo esta noche un pez volador. Pero no tengo luz  para atraerlo. Un pez volador es excelente para comerlo crudo y no tendría que limpiarlo.
Tengo que ahorrar ahora toda mi fuerza.
« ¡Cristo! ¡No sabia que fuera tan grande!»
—Sin embargo, lo mataré —dijo—. Con toda su gloria y su grandeza.
«Aunque es injusto —pensó—. Pero le demostraré lo que puede hacer un hombre y  lo que es capaz de aguantar.»
—Ya le dije al muchacho que yo era un hombre extraño dijo—. Ahora es el  momento de demostrarlo.
El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba  probando de nuevo. Cada vez era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba  jamás en el pasado.
«Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo, y soñar con los leones —pensó—.
¿Por qué, de lo que queda, serán los leones lo principal? No pienses, viejo —se dijo—.
Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo  menos que puedas.»
Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la  brisa del este contribuía ahora a la resistencia del bote, y el viejo navegaba suavemente  con el ligero oleaje, y el escozor del sedal en la espalda le era leve y llevadero.


Una vez, en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió  nadando a un nivel ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro  izquierdos y en la espalda. 

Por eso sabia que el pez había virado al nordeste.
Ahora que lo había vino una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus  purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la  tiniebla. «Me pregunto cómo podrá ver a tanta profundidad —pensó—. Sus ojos son enormes, y un caballo, con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. 

En otro tiempo  yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa. Pero veía casi como  los gatos.»


El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente de  calambre la mano izquierda, y empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los  músculos de su espalda para repartir un poco el escozor del sedal.
—Si no estás cansado, pez —dijo en voz alta—, debes de ser muy extraño.


Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar  en otras cosas. Pensó en las Grandes Ligas. Sabía que los Yankees de Nueva York  estaban jugando contra los Tigres de Detroit.
«Éste es el segundo día en que no me entero del resultado de los juegos —pensó—
 Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran DiMaggio, que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la espuela de hueso en el talón. ¿Qué cosa es  una espuela de hueso? —se preguntó—. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan dolorosa  como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría  soportar eso, ni la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como  hacen los gallos de pelea. El hombre no es gran cosa junto a las grandes aves y a las  fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la tiniebla del mar.»
—No sé —dijo en voz alta—. Nunca he tenido una espuela de hueso.


El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza, el viejo recordó aquella vez,  cuando, en la taberna de Casablanca, había pulseado con el gran negro de Cienfuegos,  que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos  agarradas. Cada uno trataba de bajar la mano del otro hasta la mesa. Se hicieron muchas  apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de queroseno, y él miraba al  brazo y a la mano del negro, y a la cara del negro.  Cambiaban de árbitro cada cuatro  horas, después de las primeras ocho, para que los árbitros pudieran dormir. Por debajo de  las uñas de los dedos manaba sangre, y se miraban a los ojos y a sus antebrazos, y los  apostadores entraban y salían del local, y se sentaban en altas sillas contra la pared para  mirar. Las paredes estaban pintadas de un azul brillante. Eran de madera, y las lámparas  arrojaban las sombras de los pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y  se movía contra la pared según la brisa hacía oscilar las lámparas.


Las apuestas siguieron subiendo y bajando toda la noche, y al negro le daban ron y  le encendían cigarrillos en la boca. Luego, después del ron, el negro hacia un tremendo esfuerzo y una vez había tenido al viejo, que entonces no era viejo, sino Santiago, el
Campeón, cerca de tres pulgadas fuera de la vertical. Pero el viejo había levantado de  nuevo la mano y la había puesto a nivel. Entonces tuvo la seguridad de que tenía  derrotado al negro, que era un hombre magnífico y un  gran atleta. Y al venir el día,  cuando los apostadores estaban pidiendo que se declarara tablas, había aplicado todo su  esfuerzo y forzado la mano del negro hacia abajo, más y mas, hasta hacerle tocar la  madera. 

La competencia había empezado el domingo por la mañana y terminado el lunes  por la mañana. Muchos de los apostadores habían pedido un empate porque tenían que  irse a trabajar a los muelles, a cargar sacos de azúcar, o a la Havana Coal Company. De  no ser por eso, todo el mundo hubiera querido que continuara hasta el fin. Pero él la había  terminado de todos modos antes de la hora en que la gente tenía que ir a trabajar.
Después de esto, y por mucho tiempo, todo el mundo le había llamado el Campeón
y había habido un encuentro de desquite en la primavera. Pero no se había apostado mucho dinero y él había ganado fácilmente, puesto que en el primer match había roto la  confianza del negro de Cienfuegos. Después había pulseado unas cuantas veces más y  luego había dejado de hacerlo. 

Decidió que podía derrotar a cualquiera si lo quería de  veras pero pensó que perjudicaba su mano derecha para pescar. Algunas veces había  practicado con la izquierda. Pero su mano izquierda había sido siempre una traidora y no  hacia lo que le pedía; no confiaba en ella.
«El sol la tostará bien ahora —pensó—. No debe volver a  engarrotárseme, salvo  que haga demasiado frío de noche. Me pregunto qué me traerá esta noche.»

Un aeroplano pasó por encima en su viaje hacia Miami y  el viejo vio cómo su  sombra espantaba a las manchas de peces voladores.
—Con tantos peces voladores, debe de haber dorados —dijo, y se echó hacia atrás  contra el sedal para ver si era posible ganar alguna ventaja sobre su pez. Pero no: el  sedal permaneció en esa tensión, ese temblor y ese rezumar de agua que precede a la  rotura. El bote avanzaba lentamente y el viejo siguió con la mirada al aeroplano hasta que  lo perdió de vista.
«Debe de ser muy extraño ir en un aeroplano —pensó—. Me pregunto cómo lucirá  la mar desde esa altura. Si no volaran demasiado alto, podrían ver los peces. Me gustaría  volar muy lentamente a doscientas brazas de altura y ver los peces desde arriba. En los  barcos tortugueros, yo iba en las crucetas de los masteleros  y aun a esa altura veía  muchos. Desde allí los dorados lucen más verdes y se puede ver sus franjas y sus  manchas violáceas y se ve todo el banco buceando. ¿Por qué todos los peces voladores  de la corriente oscura tienen lomos violáceos y generalmente franjas o manchas del  mismo color? El dorado parece verde, desde luego, porque es realmente dorado. Pero  cuando viene a comer, verdaderamente hambriento, aparecen franjas de color violáceo en  sus costados, como en las agujas. ¿Será la cólera o mayor  velocidad lo que las hace  salir?»
Justamente antes del anochecer, cuando pasaban junto a una gran isla de sargazo  que se alzaba y bajaba y balanceaba con el leve oleaje, como si el océano estuviera  haciendo el amor con alguna cosa, bajo una manta amarilla un dorado se prendió en su  sedal pequeño. El viejo lo vio primero cuando brincó al aire, oro verdadero a los últimos  rayos del sol, doblándose y debatiéndose fieramente. Volvió a surgir, una y otra vez, en  las acrobáticas salidas que le dictaba su miedo. El hombre volvió como pudo a la popa y  agachándose y sujetando el sedal grande con la mano y el brazo derecho, tiró del dorado  con su mano izquierda, plantando su descalzo pie izquierdo sobre cada tramo de sedal  que iba ganando. Cuando el pez llegó a popa, dando  cortes y zambullidas, el viejo se  inclinó sobre la popa y levantó al bruñido pez de oro de pintas violáceas por sobre ésta.
Sus mandíbulas actuaban convulsivamente en rápidas mordidas contra el anzuelo y batió  el fondo del bote con su largo cuerpo plano, su cola y su cabeza, hasta que el viejo le  pegó en la brillante cabeza dorada. Entonces se estremeció y se quedó quieto.
El viejo desenganchó al pez, volvió a cebar el sedal con otra sardina y lo arrojó al  agua. Después volvió lentamente a la proa. Se lavó la mano izquierda y se la secó en el  pantalón. Luego pasó el grueso sedal de la mano derecha a la mano izquierda y lavó la  mano derecha en el mar mientras lavaba la mirada en el sol que se hundía en el océano,
y en el sesgo del sedal grande.
—No ha cambiado nada en absoluto —dijo.
Pero observando el movimiento del agua contra su mano, notó que era  perceptiblemente más lento.
—Voy a amarrar los dos remos uno contra otro y a colocarlos de través detrás de la popa: eso retardará de noche su velocidad —dijo—. Si el pez se defiende bien de noche,  yo también.
«Sería mejor limpiar el dorado un poco después para que la sangre se quedara en  la carne — pensó—. Puedo hacer eso un poco más tarde y amarrar los remos para hacer  un remolque al mismo tiempo. Será mejor dejar tranquilo al pez por ahora y no perturbarlo  demasiado a la puesta del sol. La puesta del sol es un momento difícil para todos los  peces.»
Dejó secar su mano en el aire, luego cogió el sedal con ella y se acomodó lo mejor  posible y se dejó tirar adelante contra la madera para que el bote aguantara la presión  tanto o más que él.
«Estoy aprendiendo a hacerlo —pensó—. Por lo menos esta parte. Y luego,  recuerda que el pez no ha comido desde que cogió la carnada, y que es enorme, y  necesita mucha comida. Ya me he comido un bonito entero. Mañana me comeré el  dorado. Quizá me coma un poco cuando lo limpie. Será más difícil de comer que el bonito.
Pero, después de todo, nada es fácil.»
— ¿Cómo te sientes, pez? —Preguntó en voz alta—. Yo me siento bien, y mi mano  izquierda va mejor, y tengo comida para una noche y un día. Sigue tirando del bote, pez.
No se sentía realmente bien porque el dolor que le causaba el sedal en la espalda  habla rebasado casi el dolor y pasado a un entumecimiento que le parcela sospechoso.
«Pero he pasado cosas peores —pensó—. Mi mano sólo está un poco rozada y el  calambre ha desaparecido de la otra. Mis piernas están perfectamente. Y además, ahora  te llevo ventaja en la cuestión del sustento.»
Ahora es de noche, pues en septiembre se hace de noche rápidamente después de la puesta del sol. Se echó contra la madera gastada de la proa y reposó todo lo posible.
Habían salido las primeras estrellas. No conocía el nombre de Venus, pero la vio, y sabía  que pronto estarían todas a la vista, y que tendría consigo a todas sus amigas lejanas.
—El pez es también mi amigo —dijo en voz alta—. Jamás he visto un pez así, ni he  oído hablar de él. Pero tengo que matarlo. Me alegra que no tengamos que tratar de  matar a las estrellas.
«Imagínate que cada día tuviera uno que tratar de matar a la luna —pensó—. La  luna se escapa. Pero, imagínate que tuviera uno que tratar diariamente de matar al sol!
Nacimos con suerte.»
Luego sintió pena por el gran pez que no tenía nada que comer, y su decisión de matarlo no se aflojó por eso un instante. «Podría alimentar a mucha gente —pensó—.
Pero, ¿serán dignos de comerlo? No, desde luego que no. No hay persona digna de  comérselo, a juzgar por su comportamiento y su gran dignidad.
«No comprendo estas cosas —pensó—. Pero es bueno que no tengamos que tratar  de matar al sol o a la luna o a las estrellas. Basta con  vivir del mar y matar a nuestros  verdaderos hermanos.
«Ahora —meditó— tengo que pensar en el remolque para demorar la velocidad.
Tiene sus peligros y sus méritos. Pudiera perder tanto sedal que pierda al pez si hace su esfuerzo y si el remolque de remos está en su lugar y el bote pierde toda su ligereza. Su ligereza prolonga el sufrimiento de nosotros dos, pero es mi seguridad, puesto que el pez  tiene una gran velocidad que no ha empleado todavía.  Pase lo que pase, tengo que  limpiar el dorado a fin de que no se eche a perder y  comer una parte de él para estar fuerte.
«Ahora descansaré una hora más, y veré si continúa firme y sin alteración antes de volver a la popa, y hacer el trabajo, y tomar una decisión. Entre tanto, veré cómo se porta
y si presenta algún cambio. Los remos son un buen truco, pero ha llegado el momento de  actuar sobre seguro. Todavía es mucho pez, y he visto que el anzuelo estaba en el canto  de su boca, y ha mantenido la boca herméticamente cerrada. El castigo del anzuelo no es  nada. El castigo del hambre y el que se halle frente a una cosa que no comprende, lo es  todo. Descansa ahora, viejo, y déjalo trabajar hasta que llegue tu turno.»


Descansó durante lo que creyó serían dos horas. La luna no se levantaba ahora  hasta tarde y no tenía modo de calcular el tiempo. Y no descansaba realmente, salvo por  comparación. Todavía llevaba con los hombros la presión del sedal, pero puso la mano  izquierda en la regala de proa y fue confiando cada vez más resistencia al propio bote.
«Qué simple seria si pudiera amarrar el sedal —pensó—. Pero con una brusca   sacudida podría romperlo. Tengo que amortiguar la tensión del sedal con mi cuerpo y  estar dispuesto en todo momento a soltar sedal con ambas manos.»
—Pero todavía no has dormido, viejo —dijo en voz alta—. Ha pasado medio día y  una noche, y ahora otro día, y no has dormido. Tienes que idear algo para poder dormir  un poco si el pez sigue tirando tranquila y seguidamente. Si no duermes, pudiera  nublársete la cabeza.
«Ahora tengo la cabeza despejada —pensó—. Demasiado despejada. Estoy tan  claro como las estrellas, que son mis hermanas. Con todo, debo dormir. Ellas duermen, y  la luna y el sol también duermen, y hasta el océano duerme a veces, en ciertos días,  cuando no hay corriente y se produce una calma chicha.
«Pero recuerda dormir —pensó—. Oblígate a hacerlo e inventa algún modo simple y  seguro de atender a los sedales. Ahora vuelve allá y prepara el dorado. Es demasiado peligroso armar los remos en forma de remolque y dormirse.
«Podría pasarme sin dormir —se dijo—. Pero sería demasiado peligroso.»
Empezó a abrirse paso de nuevo hacia la popa, a gatas, con manos y rodillas,  cuidando de no sacudir el sedal del pez. «Éste pudiera estar ya medio dormido —pensó—
 «.Pero no quiero que descanse. Debe seguir tirando hasta que muera.


De vuelta en la popa, se volvió de modo que su mano izquierda aguantaba la  tensión del sedal a través de sus hombros y sacó el cuchillo  de la funda con la mano  derecha.
Ahora las estrellas estaban brillantes, y vio claramente el dorado, y le clavó el  cuchillo en la cabeza y lo sacó de debajo de la popa. Puso uno de sus pies sobre el  pescado, y lo abrió rápidamente desde la cola hasta la punta de su mandíbula inferior.
Luego soltó el cuchillo y lo destripó con la mano derecha limpiándolo completamente y arrancándole de cuajo las agallas. Sintió la tripa pesada y resbaladiza en su mano, y la  abrió. 

Dentro había dos peces voladores. Estaban frescos y duros, y los puso uno junto al  otro, y arrojó las tripas a las aguas por sobre la popa. Se hundieron dejando una estela de  fosforescencia en el agua. El dorado estaba ahora frío y de de un leproso blanco gris a la  luz de las estrellas; y el viejo le arrancó el pellejo  de un costado mientras sujetaba su  cabeza con el pie derecho. Luego lo viró y peló la otra parte, y con el cuchillo levantó la  carne de cada costado desde la cabeza a la cola.
Soltó el resto sobre la borda y miró a ver si se producía algún remolino en el agua.
Pero sólo se percibía la luz de su lento descenso. Se volvió entonces y puso los dos  peces voladores dentro de los filetes de pescado y, volviendo el cuchillo a la funda, regresó lentamente a la proa. Su espalda era doblada por la presión del sedal que corría  sobre ella mientras él avanzaba con el pescado en la mano derecha. De vuelta en la proa, puso los dos filetes de pescado en  la madera y los peces  voladores junto a ellos. 

Después de esto, afirmó el sedal a través de sus hombros y en un  lugar distinto, y lo sujetó de nuevo con la mano izquierda apoyada en la regala. Luego se inclinó sobre la borda y lavó los peces voladores en el agua notando la velocidad del agua  contra su mano. Su mano estaba fosforescente por haber pelado al pescado y observó el  flujo del agua contra ella. El flujo era menos fuerte y al frotar el canto de su mano contra la  tablazón del bote salieron flotando partículas de fósforo y derivaron lentamente hacia  popa.
—Se está cansando o descansando —dijo el viejo—. Ahora déjame comer este  dorado, y tomar algún descanso, y dormir un poco.


Bajo las estrellas en la noche, que se iba tornando cada vez más fría, se comió la  mitad de uno de los filetes de dorado y uno de los peces voladores limpio de tripa y sin  cabeza.
—Qué excelente pescado es el dorado para comerlo cocinado  —dijo—. Y qué  pescado más malo es crudo. Jamás volveré a salir en un bote sin sal o limones.
«Si hubiera tenido cerebro, habría echado agua sobre la proa todo el día. Al  secarse, habría hecho sal —pensó—. Pero el hecho es que no enganché el dorado hasta  cerca de la puesta del sol. Sin embargo, fue una falta de previsión. Pero lo he masticado  bien y no siento náuseas.»
El cielo se estaba nublando sobre el este y una tras otra las estrellas que conocía  fueron desapareciendo. Ahora parceía como si estuvieran entrando en un gran desfiladero  de nubes, y el viento había amainado.
—Dentro de tres o cuatro días habrá mal tiempo —dijo—. Pero nó esta noche, ni  mañana. Apareja ahora para dormir un poco, viejo, mientras el pez está tranquilo y sigue  tirando seguido.
Sujetó firmemente el sedal en su mano derecha, luego empujó su muslo contra su  mano derecha mientras echaba todo el peso contra la madera de la proa. Después pasó  el sedal un poco más abajo, en los hombros, y lo aguantó con la mano izquierda en forma  de soporte.
«Mi mano derecha puede sujetarlo mientras tenga soporte —pensó—. Si se afloja  en el sueño, mi mano izquierda me despertará cuando el sedal empiece a correr. Es duro  para la mano derecha. Pero está acostumbrada al castigo. Aun cuando sólo duerma  veinte minutos o media hora, me hará bien.» 
Se inclinó adelante, afianzándose contra el sedal con todo su cuerpo, echando todo su peso sobre la mano derecha, y se quedó dormido.
No soñó con los leones marinos. Soñó con una vasta mancha de marsopas que se  extendía por espacio de ocho a diez millas. Y esto era en la época de su apareamiento, y  brincaban muy alto en el aire, y volvían al mismo hoyo que habían abierto en el agua al  brincar fuera de ella.
Luego soñó que estaba en el pueblo, en su cama, y soplaba un norte, y hacia  mucho frío, y su mano derecha estaba dormida porque su  cabeza había descansado  sobre ella en vez de hacerlo sobre una almohada.


Después sí empezó a soñar con la larga playa amarilla, y vio al primero de los  leones que descendían a ella al anochecer. Y luego vinieron los otros leones. Y él apoyó  la barbilla sobre la madera de la proa del barco que  allí estaba fondeado, y sintió la vespertina brisa de tierra mientras aguardaba a ver si venían más leones. Y era feliz.


La luna se había levantado hacía mucho tiempo, pero él seguía durmiendo, y el pez seguía tirando seguidamente del bote, y éste entraba en un túnel de nubes.
Lo despertó la sacudida de su puño derecho contra su cara y el escozor del sedal pasando por su mano derecha. No tenía sensación en su mano izquierda, pero frenó todo  lo que pudo con la derecha y el sedal seguía corriendo precipitadamente. Por fin su mano  izquierda halló el sedal, y el viejo se echó hacia atrás contra el sedal, y ahora le quemaba  la espalda y la mano izquierda, y su mano izquierda estaba aguantando toda la tracción, y  se estaba desollando malamente. Volvió la vista a los rollos de sedal y vio que se estaban  desenrollando suavemente. Justo entonces, el pez irrumpió en la superficie haciendo un  gran desgarrón en el océano, y cayó pesadamente luego. A poco, volvió a irrumpir,  brincando una y otra vez, y el bote iba velozmente aunque el sedal seguía corriendo, y el  viejo estaba llevando la tensión hasta su máximo de resistencia, repetidamente, una y otra  vez. El pez había tirado de él contra la proa, y su cara estaba contra la tajada suelta de  dorado y no podía moverse.
«Esto es lo que esperábamos —pensó—. Así pues, vamos a aguantarlo.
«Que tenga que pagar por el sedal —pensó—. Que tenga que pagarlo bien.»
No podía ver los brincos del pez sobre el agua: sólo sentía la rotura del océano y el  pesado golpe contra el agua al caer.
La velocidad del sedal desollaba sus manos, pero nunca había ignorado que esto  sucedería, y trató de mantener el roce sobre sus partes callosas y de no dejar escapar el sedal a la palma, para evitar que le desollara los dedos.
«Si el muchacho estuviera aquí, mojaría los rollos de sedal —pensó—. Si. Si el  muchacho estuviera aquí. Si el muchacho estuviera aquí.»


El sedal se iba más y más, pero ahora más lentamente, y el viejo estaba obligando  al pez a ganar con trabajo cada pulgada de sedal. Ahora levantó la cabeza de la madera y  la sacó de la tajada de pescado que su mejilla había aplastado. Luego se puso de rodillas  y seguidamente se puso de pie con lentitud. Estaba cediendo sedal, pero más lentamente  cada vez. Logró volver adonde podía sentir con el pie  los rollos de sedal que no veía.
Quedaba todavía suficiente sedal y ahora el pez tenía que vencer la fricción de todo aquel  nuevo sedal a través del agua.
«Sí —pensó—. Y ahora ha salido más de una docena de veces fuera del agua y ha  llenado de aire las bolsas a lo largo del lomo y no puede descender a morir a las  profundidades de donde yo no pueda levantarlo. Pronto empezará a dar vueltas. Entonces  tendré que empezar a trabajarlo. Me pregunto qué le habrá hecho brincar tan de repente  fuera del agua. ¿Habrá sido el hambre, llevándolo a la desesperación, o habrá sido algo  que lo asustó en la noche? Quizás haya tenido miedo de  repente. Pero era un pez  tranquilo, tan fuerte, y pareció tan valeroso y confiado... Es extraño.»
—Mejor será que tú mismo no tengas miedo y que tengas confianza, viejo —dijo—.
Lo estás sujetando de nuevo, pero no puedes recoger sedal. Pronto tendrá que empezar  a girar en derredor.


El viejo sujetaba ahora al pez con su mano izquierda y con sus hombros, y se inclinó  y cogió agua en el hueco de la mano derecha para quitarse de la cara la carne aplastada del dorado. Temía que le diera náuseas, y vomitara, y perdiera sus fuerzas. Cuando hubo  limpiado la cara, lavó la mano derecha en el agua por sobre la borda, y luego la dejó en el  agua salada mientras percibía la aparición de la primera luz que precede a la salida del  sol.
«Va casi derecho al este —pensó—. Eso quiere decir que está cansado y que sigue la corriente. Pronto tendrá que girar. Entonces empezará nuestro verdadero trabajo.»
Después de considerar que su mano derecha llevaba suficiente tiempo en el agua,  la sacó y la miró.
—No está mal dijo—. Para un hombre, el dolor no importa.
Sujetó el sedal con cuidado, de tal forma que no se ajustara a ninguna de las  recientes rozaduras, y lo corrió de modo que pudiera poner su mano izquierda en el mar  por sobre el otro costado del bote.
—Lo has hecho bastante bien y no en balde —dijo a su mano  izquierda—. Pero   hubo un momento en que no podía encontrarte.
« ¿Por qué no habré nacido con dos buenas manos? —pensó—. Quizá yo haya   tenido la culpa, por no entrenar ésta debidamente. Pero bien sabe Dios que ha tenido  bastantes ocasiones de aprender. No lo ha hecho tan mal esta noche, después de todo, y    sólo ha sufrido calambre una vez. Si le vuelve a dar, deja que el sedal le arranque la piel.»


Cuando le pareció que se le estaba nublando un poco la cabeza, pensó que debía  comer un poco más de dorado. «Pero no puedo —se dijo—. Es mejor tener la mente un  poco nublada que perder fuerzas por la náusea. Y yo sé que no podré guardar la carne si  me la como después de haberme embarrado la cara con ella. La dejaré para un caso de  apuro hasta que se ponga mala. Pero es demasiado tarde para tratar de ganar fuerzas  por medio de la alimentación. Eres estúpido —se dijo—. Cómete el otro pez volador.»
Estaba allí, limpio y listo, y lo recogió con la mano izquierda, y se lo comió todo,  hasta la cola, masticando cuidadosamente.
«Era más alimenticio que casi cualquier otro pez —pensó—. Por lo menos me dará  el tipo de fuerza que necesito. Ahora he hecho lo que podía —pensó—. Que empiece a trazar círculos, y venga la pelea.»
El sol estaba saliendo por tercera vez desde que se había hecho a la mar, cuando el pez empezó a dar vueltas.


El viejo no podía ver, por el sesgo del sedal, que el  pez estaba girando. Era  demasiado pronto para eso. Sentía simplemente un débil aflojamiento de la presión del  sedal y comenzó a tirar de él suavemente con la mano derecha. Se tensó, como siempre,  pero justo cuando llegó al punto en que se hubiera roto, el sedal empezó a ceder. El viejo  sacó con cuidado la cabeza y los hombros de debajo del sedal, y empezó a recogerlo  suave y seguidamente. Usó las dos manos sucesivamente, balanceándose y tratando de  efectuar la tracción, lo más posible, con el cuerpo y con las piernas. Sus viejas piernas y  sus hombros giraban con ese movimiento de montoneo a que lo obligaba la tracción.
—Es un ancho círculo erijo—. Pero está girando.
Luego el sedal terminó de ceder, y el viejo lo sujetó hasta que vio que empezaba a  soltar las gotas al sol. Luego empezó a correr, y el viejo se arrodilló y lo dejó ir  nuevamente, a regañadientes, al agua oscura.
—Ahora está haciendo la parte más lejana del círculo —dijo.
«Debo aguantar todo lo posible —pensó—. La tirantez acortará su círculo cada vez  más. Es posible que lo vea dentro de una hora. Ahora debo convencerlo y luego debo  matarlo.»
Pero el pez seguía girando lentamente y el viejo estaba empapado en sudor y  fatigado hasta la médula dos horas después, pero los círculos eran mucho más cortos; y,  por la forma en que el sedal se sesgaba, podía apreciar que el pez había ido subiendo mientras giraba.
Durante una hora, el viejo había estado viendo puntos  negros ante los ojos, y el sudor salaba sus ojos y salaba la herida que tenía en su ceja y en su frente. No temía a  los puntos negros. Eran normales a la tensión a que estaba tirando del sedal. Dos veces,  sin embargo, había sentido vahídos y mareos, y eso lo preocupaba.
—No puedo fallarme a mí mismo y morir frente a un pez como éste —dijo—. Ahora  que lo estoy acercando tan lindamente, Dios me ayude a resistir. Rezaré cien  padrenuestros y cien avemarías. Pero no puedo rezarlos ahora.
«Considéralos rezados —pensó—. Los rezaré más tarde.»
Justamente entonces, sintió de súbito una serie de tirones y sacudidas en el sedal,  que sujetaba con ambas manos. Era una sensación viva, dura y pesada.
«Está golpeando el alambre con su pico —pensó—. Tenía que suceder. Tenía que  hacer eso. Sin embargo, puede que lo haga brincar fuera del agua, y yo preferiría que  ahora siguiera dando vueltas. Los brincos fuera del agua le eran necesarios para tomar  aire. Pero después de eso, cada uno puede ensanchar la herida del anzuelo, y pudiera  llegar a soltar el anzuelo.»
—No brinques, pez —dijo—. No brinques.
El pez golpeó el alambre varias veces más, y cada vez que sacudía la cabeza, el  viejo cedía un poco más de sedal.
«Tengo que evitar que aumente su dolor —pensó—. El mío no importa. Yo puedo  controlarlo. Pero su dolor pudiera exasperarlo.»
Después de un rato, el pez dejó de golpear el alambre y empezó a girar de nuevo  lentamente. Ahora el viejo estaba ganando sedal gradualmente. Pero de nuevo sintió un  vahído. Cogió un poco de agua del mar con la mano izquierda y se mojó la cabeza. Luego  cogió más agua y se frotó la parte de atrás del cuello.
—No tengo calambres —dijo—. El pez estará pronto arriba y tengo que resistir.
Tienes que resistir. De eso, ni hablar.
Se arrodilló contra la proa y, por un momento, deslizó de nuevo el sedal sobre su  espalda. “Ahora descansaré mientras él sale a trazar su círculo, y luego, cuando venga,  me pondré de pie y lo trabajaré”, decidió.
Era una gran tentación descansar en la proa y dejar que el pez trazara un círculo  por sí mismo sin recoger sedal alguno. Pero cuando la tirantez indicó que el pez había  virado para venir hacia el bote, el viejo se puso de pie y empezó a tirar en ese movimiento  giratorio y de contoneo, hasta recoger todo el sedal ganado al pez.
Jamás me he sentido tan cansado —pensó—, y ahora se está levantando la brisa.


Pero eso me ayudará a llevarlo a tierra. Lo necesito mucho.»
—Descansaré en la próxima vuelta que salga a dar —dijo—. Me siento mucho mejor. Luego, en dos o tres vueltas más, lo tendré en mi poder.
Su sombrero de yarey estaba allá en la parte de atrás de la cabeza. El viejo sintió  girar de nuevo al pez, y un fuerte tirón del sedal lo hundió contra la proa.
«Pez, ahora tú estás trabajando —pensó—. A la vuelta te pescaré.»


El mar estaba bastante más agitado. Pero era una brisa de buen tiempo y el viejo la  necesitaba para volver a tierra.
—Pondré, simplemente, proa al sur y al oeste —dijo—. Un hombre no se pierde nunca en la mar. Y la isla es larga.
Fue en la tercera vuelta cuando primero vio al pez. Lo vio primero como una sombra  oscura que tardó tanto tiempo en pasar bajo el bote, que el viejo no podía creer su longitud.
—No —dijo—. No puede ser tan grande.
Pero era tan grande, y al cabo de su vuelta salió a la superficie solo a treinta yardas de distancia, y el hombre vio su cola fuera del agua. Era más alta que una gran hoja de guadaña, y de un color azuloso—rojizo muy pálido sobre la oscura agua azul. 

Volvió a  hundirse, y mientras el pez nadaba justamente bajo la  superficie, el viejo pudo ver su  enorme bulto y las franjas purpurinas que lo ceñían. Su aleta dorsal estaba aplanada; y  sus enormes aletas pectorales desplegadas a todo lo que daban.
En ese círculo pudo el viejo ver el ojo del pez y las dos rémoras grises que nadaban  en torno a él. A veces se adherían a él. A veces saltan disparadas. A veces nadaban  tranquilamente a su sombra. Cada una tenía más de tres pies de largo, y cuando nadaban  rápidamente meneaban todo su cuerpo como anguilas.


El viejo estaba ahora sudando, pero por algo más, que  por el sol. En cada vuelta  que daba plácida y tranquilamente el pez, el viejo iba ganando sedal y estaba seguro de  que en dos vueltas más tendría ocasión de clavarle el arpón.
«Pero tengo que acercarlo, acercarlo, acercarlo —pensó—. No  debo apuntar a la  cabeza. Tengo que metérselo en el corazón.
—Calma y fuerza, viejo —dijo.
En la vuelta siguiente, el lomo del pez salió del agua; pero estaba demasiado lejos  del bote. En la siguiente vuelta, estaba todavía lejos, pero sobresalía más del agua, y el  viejo estaba seguro de que cobrando un poco más de sedal  habría podido arrimarlo al  bote.


Había preparado su arpón mucho antes y su rollo de cabo ligero estaba en una cena  redonda, y el extremo estaba amarrado a la bita en la proa.
Ahora el pez se estaba acercando, bello y tranquilo, a la mirada, y sin mover más  que su gran cola. El viejo tiró de él todo lo que pudo para acercarlo más. Por un instante  el pez se viró un poco sobre un costado. Luego se enderezó y emprendió otra vuelta.
—Lo moví—dijo el viejo—. Esta vez lo moví.
Sintió nuevamente un vahído, pero siguió aplicando toda la presión de que era  capaz el gran pez. «Lo he movido —pensó—. Quizá esta vez pueda virarlo. Tirad, manos
—pensó—. Aguantad firmes, piernas. No me falles, cabeza. No me falles. Nunca te has  dejado llevar. Esta vez voy a virarlo.»


Pero cuando puso en ello todo su esfuerzo empezando a bastante distancia antes
de que el pez se pusiera a lo largo del bote, y tirando con todas sus fuerzas, el pez se viró  en parte, y luego se enderezó, y se alejó nadando.
—Pez dijo el viejo—. Pez, vas a tener que morir de todos modos. ¿Tienes que  matarme también a mí?
«De ese modo no se consigue nada», pensó. Su boca estaba demasiado seca para  hablar, pero ahora no podía alcanzar el agua. «Esta vez tengo que arrimarlo —pensó—.
No estoy para muchas vueltas más. ¡Si, como no! —se dijo a sí mismo—. Estás para eso
y para mucho más.»






En la siguiente vuelta, estuvo a punto de vencerlo. Pero de nuevo el pez se  enderezó y salió nadando lentamente.
«Me estás matando, pez —pensó el viejo—. Pero tienes derecho. Hermano, jamás  en mi vida he visto cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila, ni más noble que  tú. Vamos, ven a matarme. No me importa quién mate a quién.
«Ahora se está confundiendo mi mente —pensó—. Tienes que mantener tu cabeza despejada. Mantén tu cabeza despejada y aprende a sufrir como un hombre. O como un  pez», pensó.
—Despéjate, cabeza —dijo en voz que apenas podía oír—. ! Despéjate!
Dos veces más ocurrió lo mismo en las vueltas.
«No sé —pensó el viejo. Cada vez se había sentido a punto de desfallecer—. No sé.
Pero probaré otra vez.»
Probó una vez más y se sintió desfallecer cuando viró al pez. El pez se enderezó y  salió nadando de nuevo lentamente, meneando en el aire su gran cola.
«Probaré de nuevo», prometió el viejo, aunque sus manos estaban ahora pulposas,
y sólo podía ver bien a intervalos.
Probó de nuevo y fue lo mismo. «Vaya —pensó, y se sintió desfallecer antes de  empezar—. Voy a probar otra vez.»
Cogió todo su dolor y lo que quedaba de su fuerza y del orgullo que había perdido  hacia mucho tiempo y lo enfrentó a la agonía del pez. Y éste se viró sobre su costado y  nadó suavemente así, de costado, tocando, casi con el pico la tablazón del bote y empezó  a pasarlo: largo, espeso, ancho, plateado y listado de púrpura e interminable en el agua.
El viejo soltó el sedal y puso su pie sobre él, y levantó el arpón tan alto como pudo y  lo lanzó hacia abajo con toda su fuerza, y más fuerza que acababa de crear, al costado  del pez, justamente detrás de la gran aleta pectoral que se elevaba en el aire, a la altura  del pecho de un hombre. Sintió que el hierro penetraba en el pez y se inclinó sobre él y lo  forzó a penetrar más, y luego le echó encima todo su peso.
Luego, el pez cobró vida, con la muerte en la entraña, y se levantó del agua,  mostrando toda su gran longitud y anchura y todo su poder y su belleza. Pareció flotar en  el aire sobre el viejo que estaba en el bote. Luego cayó en el agua con un estampido que  arrojó un reguero de agua sobre el viejo y sobre todo el bote.
El viejo se sentía desfallecer y estaba mareado y no veía bien. Pero soltó el sedal  del arpón y lo dejó correr lentamente entre sus manos en carne viva, y cuando pudo ver,  vio que el pez estaba de espalda, con su plateado vientre hacia arriba. El mango del  arpón se proyectaba en ángulo desde el hombro del pez y el mar se estaba tiñendo de la  sangre roja de su corazón. Primero era oscura como un bajío en el agua azul que tenía  más de una milla de profundidad. Luego se distendió como una nube. El pez era plateado
y estaba quieto y flotaba movido por las olas.
El viejo miró con atención en el intervalo de vista que tenía. Luego dio dos vueltas  con el sedal del arpón a la bita de la proa y se sujetó la cabeza con las manos.
—Tengo que mantener clara la mente —dijo contra la madera de la proa—. Soy un  hombre viejo y cansado. Pero he matado a este pez, que es mi hermano y ahora tengo  que terminar la faena.
«Ahora tengo que preparar los lazos y la cuerda para amarrarlo al costado — pensó—. Aun cuando fuéramos dos y anegáramos el bote para cargar al pez y  achicáramos luego el bote, no podría jamás con él. Tengo que prepararlo todo y luego arrimarlo y amarrarlo bien y encajar el mástil y largar vela de regreso.»
Empezó a tirar del pez para ponerlo a lo largo del  costado, de modo que pudiera
pasar un sedal por sus agallas, sacarlo por la boca y amarrar su cabeza al costado de  proa. «Quiero verlo —pensó—, tocarlo, y palparlo. Creo  que sentí el contacto con su  corazón —pensó—. Cuando empujé el mango del arpón la segunda vez. Acercarlo ahora
y amarrarlo, y echarle el lazo a la cola y otro por el centro, y ligarlo al bote.» —Ponte a trabajar, viejo —dijo. Tomó un trago muy pequeño de agua—. Hay mucha M faena que hacer ahora que la pelea ha terminado.
Alzó la vista al cielo y luego la tendió hacia su pez. Miró al sol con detenimiento. «No  debe ser mucho más de mediodía —pensó—. Y la brisa se está levantando. Los sedales  no significan nada ya. El muchacho y yo los empalmaremos cuando lleguemos a casa.
—Vamos, pescado, ven acá —dijo. Pero el pez no venía. Seguía allí, flotando en el  mar, y el viejo llevó el bote hasta él.


Cuando estuvo a su nivel y tuvo la cabeza del pez contra la proa, no pudo creer que  fuera tan grande. Pero soltó de la bita la soga del arpón, la pasó por las agallas del pez y M la sacó por sus mandíbulas. Dio una vuelta con ella a la espalda y luego la pasó a través  de la otra agalla. Dio otra vuelta al pico y anudó la doble cuerda y la sujetó a la bita de  proa. Cortó entonces el cabo y se fue a popa a enlazar la cola. El pez se había vuelto  plateado (originalmente era violáceo y plateado) y las franjas eran del mismo color  violáceo pálido de su cola. Eran más anchas que la mano de un hombre con los dedos  abiertos y los ojos del pez parecían tan neutros como los espejos de un periscopio o como  un santo en una procesión.
—Era la única manera de matarlo —dijo el viejo. Se estaba sintiendo mejor desde, que había tomado el buche de agua y sabia que no desfallecería y su cabeza estaba  despejada.
«Tal como está, pesa mil quinientas libras —pensó—. Quizá más. ¿Si quedaran en  limpio dos tercios de eso, a treinta centavos la libra?»
—Para eso necesito un lápiz —dijo—. Mi cabeza no está tan clara como para eso.
Pero creo que el gran DiMaggio se hubiera sentido hoy  orgulloso de mí. Yo no tenía , espuelas de hueso. Pero las manos y la espalda duelen de veras.
«Me pregunto qué será una espuela de hueso —pensó—. Puede que las tengamos  sin saberlo.»
Sujetó el pez a la proa y a la popa y al banco del medio. Era tan grande, que era  como amarrar un bote mucho más grande al costado del suyo. Corto un trozo de sedal y  amarró la mandíbula inferior del pez contra su pico a fin de que no se abriera su boca y  que pudiera navegar lo más desembarazadamente posible. Luego encajó el mástil en la  carlinga, y con el palo que era su bichero y el botalón aparejados, la remendada vela  cogió viento, el bote empezó a moverse y, medio tendido en la popa, el viejo puso proa al  suroeste.
No necesitaba brújula para saber dónde estaba el suroeste. No tenía más que sentir  la brisa y el tiro de la vela. «Será mejor que eche un sedal con una cuchara al agua y trate  de coger algo para comer y mojarlo con agua.» Pero no encontró ninguna cuchara, y sus  sardinas estaban podridas. Así que enganchó un parche de algas marinas con el bichero
y lo sacudió, y los pequeños camarones que había en él cayeron en el fondo del bote.
Había más de una docena de ellos y brincaban y pataleaban como pulgas de playa. El  viejo les arrancó las cabezas con el índice y el pulgar y  se los comió, masticando las  cortezas y las colas. Eran muy pequeñitos, pero él sabía que eran alimenticios y no tenían  mal sabor.
El viejo tenía todavía dos tragos de agua en la botella y se tomó la mitad de uno  después de haber comido los camarones. El bote navegaba bien, considerando los  inconvenientes, y el viejo gobernaba con la caña del timón bajo el brazo. Podía ver al pez
y no tenía más que mirar a sus manos y sentir el contacto de su espalda con la popa para  saber que esto había sucedido realmente y que no era un sueño. Una vez, cuando se  sentía mal, hacia el final de la pelea, había pensado  que quizá fuera un sueño. Luego,  cuando había visto saltar al pez del agua y permanecer inmóvil contra el cielo antes de caer, tuvo la seguridad de que era algo grandemente extraño y no podía creerlo. Luego  empezó a ver mal. Ahora, sin embargo, había vuelto a ver como siempre.
Ahora sabía que el pez iba ahí y que sus manos y su espalda no eran un sueño.
«Las manos curan rápidamente —pensó—. Las he desangrado, pero el agua salada las  curará. El agua oscura del Golfo verdadero es la mejor cura que existe. Lo único que  tengo que hacer es conservar la claridad mental. Las manos han hecho su faena y  navegamos bien. Con su boca cerrada y su cola vertical navegamos como hermanos.»
Luego su cabeza empezó a nublarse un poco y pensó—: «¿Me llevará él a mí o lo  llevaré yo a él? Si yo lo llevara a él a remolque no habría duda. Tampoco si el pez fuera  en el bote ya sin ninguna dignidad.» Pero navegaban juntos, ligados costado con costado,  y el viejo pensó: «Deja que él me lleve si quiere. Yo sólo soy mejor que él por mis artes y  él no ha querido hacerme daño.»
Navegaban bien y el viejo empapó las manos en el agua salada y trató de mantener  la mente clara. Había altos cúmulos y suficientes cirros sobre ellos: por eso sabía que la  brisa duraría toda la noche. El viejo miraba al pez constantemente para cerciorarse de  que era cierto. 
Pasó una hora antes de que le acometiera el primer tiburón.


El tiburón no era un accidente. Había surgido de la profundidad cuando la nube  oscura de la sangre se había formado y dispersado en el mar a una milla de profundidad.
Había surgido tan rápidamente y tan sin cuidado, que rompió la superficie del agua azul y  apareció al sol. Luego se hundió de nuevo en el mar y captó el rastro y empezó a nadar  siguiendo el curso del bote y el pez.


A veces perdía el rastro. Pero lo captaba de nuevo, aunque sólo fuera por asomo, y  se precipitaba rápida y fieramente en su persecución. Era un tiburón maleo muy grande,  hecho para nadar tan rápidamente como el más rápido pez en el mar, y todo en él era  hermoso, menos sus mandíbulas.


Su lomo era tan azul como el de un pez espada y su vientre era plateado y su piel  era suave y hermosa. Estaba hecho como un pez espada, salvo por sus enormes  mandíbulas, que iban herméticamente cerradas mientras nadaba, justamente bajo la  superficie, con su alta aleta dorsal copando el agua sin oscilar. Dentro del cerrado doble  labio de sus mandíbulas, sus ocho filas de dientes se inclinaban hacia dentro. No eran los  ordinarios dientes piramidales de la mayoría de los tiburones. Tenían la forma de los  dedos de un hombre cuando se crispaban como garras. Eran casi tan largos como los  dedos del viejo y tenían filos como de navajas por ambos lados. Este era un pez hecho  para alimentarse de todos los peces del mar que fueran tan rápidos y fuertes y bien  armados que no tuvieran otro enemigo. Ahora, al percibir el aroma más fresco, su azul  aleta dorsal cortaba el agua más velozmente.
Cuando el viejo lo vio venir, se dio cuenta de que era un tiburón que no tenía ningún  miedo y que haría exactamente lo que quisiera. Preparó el arpón y sujetó el cabo mientras  veía venir al tiburón. El cabo era corto, pues le faltaba el trozo que él había cortado para  amarrar al pez.


El viejo tenía ahora la cabeza despejada y en buen estado y se hallaba lleno de  decisión, pero no abrigaba mucha esperanza. «Era demasiado bueno para que durara», M pensó. Echó una mirada al gran pez mientras veía acercarse al tiburón. «Tal parece un   sueño —pensó—. No puedo impedir que me ataque, pero acaso pueda arponearlo. 
«Maldito, —pensó—. ¡Maldita sea tu madre!» El tiburón se acercó velozmente por la popa y cuando atacó al pez, el viejo vio su  boca abierta y sus extraños ojos y el tajante chasquido de los dientes al entrarle a la carne  justamente sobre la cola. La cabeza del tiburón estaba fuera del agua y su lomo venía  asomado y el viejo podía oír el ruido que hacía al desgarrar la piel y la carne del gran pez  cuando clavó el arpón en la cabeza del tiburón en el punto donde la línea del entrecejo se  cruzaba con la que corría rectamente hacia atrás partiendo del hocico. No había tales líneas: solamente la pesada y recortada cabeza azul y los grandes ojos y las mandíbulas  que chasqueaban, acometían y se lo tragaban todo. Pero allí era donde estaba el cerebro
y allí fue donde le pegó el viejo. Le pegó con sus manos pulposas y ensangrentadas,  empujando el arpón con toda su fuerza. Le pegó sin esperanza, pero con resolución y  furia.


El tiburón se volcó y el viejo vio que no había vida en sus ojos; luego el tiburón  volvió a volcarse, se envolvió en dos lazos de cuerda. El viejo se dio cuenta de que  estaba muerto, pero el tiburón no quería aceptarlo. Luego, de lomo, batiendo el agua con  la cola y chasqueando las mandíbulas, el tiburón surcó el  agua como una lancha de  motor. El agua era blanca en el punto donde batía su cola, y las tres cuartas partes de su  cuerpo sobresalían del agua cuando el cabo se puso en tensión, retembló y luego se  rompió. El tiburón se quedó un rato tranquilamente en la superficie y el viejo se paró a  mirarlo. Luego el tiburón empezó a hundirse lentamente.
—Se llevó unas cuarenta libras —dijo el viejo en voz alta.
«Se llevó también mi arpón y todo el cabo —pensó—, y ahora mi pez sangra y  vendrán otros tiburones.»
No le agradaba ya mirar al pez porque había sido mutilado. Cuando el pez había  sido atacado, fue como si lo hubiera sido él mismo.


Pero he matado al tiburón que atacó a mi pez —pensó—. Y era el  dentuso más  grande que había visto jamás. Y bien sabe Dios que yo he visto dentusos grandes.
«Era demasiado bueno para durar» —pensó—. Ahora pienso que ojalá hubiera sido  un sueño, y que jamás hubiera pescado al pez, y que me hallara solo en la cama sobre  los periódicos.»
—Pero el hombre no está hecho para la derrota —dijo—. Un hombre puede ser  destruido, pero no derrotado.
«Pero siento haber matado al pez» —pensó—. Ahora llega  el mal momento y ni  siquiera tengo el arpón. El tiburón es cruel y capaz y fuerte e inteligente. Pero yo fui más  inteligente que él. «Quizá no» —pensó—. Acaso estuviera solamente mejor armado.»
—No pienses, viejo —dijo en voz alta—. Sigue tu rumbo y dale el pecho a la cosa  cuando venga.
«Pero tengo que pensar» —pensó—. Porque es lo único que me queda. Eso y el  béisbol. Me pregunto qué le habría parecido al gran DiMaggio la forma en que le di en el  cerebro. «No fue gran cosa» —pensó—. Cualquier hombre habría podido hacerlo. Pero,
¿Cree usted que mis manos hayan sido un inconveniente tan grande como las espuelas  de hueso? No puedo saberlo. Jamás he tenido nada malo en el talón, salvo aquella vez  en que la raya me lo pinchó cuando la pisé nadando y me paralizó la parte inferior de la  pierna. Me causó un dolor insoportable.
—Piensa en algo alegre, viejo —dijo—. Ahora cada minuto  que pasa estás más  cerca de la orilla.
Tras haber perdido cuarenta libras, navegaba más y más ligero.
Conocía perfectamente lo que pudiera suceder cuando llegara a la parte interior de  la corriente. Pero ahora no había nada que hacer. —Sí, cómo no dijo en voz alta—. Puedo amarrar el cuchillo al cabo de uno de los  remos.


Lo hizo así con la caña del timón bajo el brazo y la escota de la vela bajo el pie.
—Vaya —dijo—. Soy un viejo. Pero no estoy desarmado.
Ahora la brisa era fresca y navegaba bien. Vigilaba sólo la parte delantera del pez y  empezó a recobrar parte de su esperanza.
«Es idiota no abrigar esperanzas» —pensó—. Además, creo que es un pecado. No  pienses en el pecado —se dijo—. Hay bastantes problemas ahora sin el pecado. Además,  yo no entiendo de eso.
«No lo entiendo y no estoy seguro de creer en el pecado. Quizá haya sido un  pecado matar al pez. Supongo que sí aunque lo hice para vivir y dar de comer a mucha  gente. Pero entonces todo es pecado. No pienses en el pecado. Es demasiado tarde para  eso y hay gente a la que se paga por hacerlo. Deja que ellos piensen en el pecado. Tú  naciste para ser pescador y el pez nació para ser pez. San Pablo era pescador, lo mismo  que el padre del gran DiMaggio.»
Pero le gustaba pensar en todas las cosas en que se hallaba envuelto, y puesto que  no había nada que leer y no tenía un receptor de radio, pensaba mucho y seguía   pensando acerca del pecado. «No has matado al pez únicamente para vivir y vender para, comer» —pensó—. Lo mataste por orgullo y porque eres pescador. «Lo amabas cuando  estaba vivo y lo amabas después. Si lo amas, no es pecado matarlo. ¿O será más que  pecado?»
—Piensas demasiado, viejo—dijo en voz alta.
«Pero te gustó matar al dentuso» —pensó—. «Vive de los peces vivos, como tú. No
es un animal que se alimente de carroñas, ni un simple apetito ambulante, como otros  tiburones. Es hermoso y noble y no conoce el miedo.»
—Lo maté en defensa propia —dijo el viejo en voz alta—. Y lo maté bien.
«Además, —Pensó—, «todo mata a los demás en cierto modo. 

El pescar me mata a  mí exactamente igual que me da la vida. El muchacho sostiene mi vida —pensó—. No  debo hacerme demasiadas ilusiones.»
Se inclinó sobre la borda y arrancó un pedazo de la carne del pez donde lo había  desgarrado el tiburón. La masticó y notó su buena calidad y su buen sabor. Era firme y  jugosa como carne de res, pero no era roja. No tenía nervios y él sabía que en el mercado  se pagaría al más alto precio. Pero no había manera de impedir que su aroma se  extendiera por el agua y el viejo sabia que se acercaban muy malos momentos.


La brisa era firme. Había retrocedido un poco hacia el nordeste y el viejo sabía que  eso significaba que no decaería. El viejo miró adelante, pero no se veía ninguna vela, ni el  casco, ni el humo de ningún barco. Sólo los peces voladores que se levantaban de su  proa abriéndose hacia los lados y los parches amarillos de los sargazos. Ni siquiera se  veía un pájaro.
Había navegado durante dos horas, descansando en la popa y a veces masticando
un pedazo de carne de la aguja, tratando de reposar para estar fuerte, cuando vio el  primero de los dos tiburones.
— ¡Ay!—dijo en voz alta. No hay equivalente para esta exclamación. Quizá sea tan  sólo un ruido, como el que pueda emitir un hombre, involuntariamente, sintiendo las  clavos atravesar sus manos y penetrar en la madera. —Galanos —dijo en voz alta. Había visto ahora la segunda aleta que venía detrás de la primera y los había identificado como los tiburones de hocico en forma de pala por la  parda aleta triangular y los amplios movimientos de cola. Habían captado el rastro y  estaban excitados y en la estupidez de su voracidad estaban perdiendo y recobrando el  aroma. Pero se acercaban sin cesar.
El viejo amarró la escota y trancó la caña. Luego cogió el remo al que había ligado  el cuchillo. Lo levantó lo más suavemente posible porque sus manos se rebelaban contra  el dolor. Luego las abrió y cerró suavemente para despegarlas del remo. Las cerró con firmeza para que ahora aguantaran el dolor y no cedieran y clavó la vista en los tiburones  que se acercaban. 

Podía ver sus anchas y aplastadas cabezas de punta de pala y sus  anchas aletas pectorales de blanca punta. Eran unos tiburones odiosos, malolientes,  comedores de carroñas, así como asesinos, y cuando tenían  hambre eran capaces de  morder un remo o un timón de barco. Eran estos tiburones los que cercenaban las patas   de las tortugas cuando éstas nadaban dormidas en la superficie, y atacaban a un hombre  en el agua si tenían hambre aun cuando el hombre no llevara encima sangre ni  mucosidad de pez.
— ¡Ay!—dijo el viejo—. Galanos. ¡Vengan, galanos!
Vinieron. Pero no vinieron como había venido el mako. Uno viró y se perdió de vista,  abajo, y por la sacudida del bote el viejo sintió que el tiburón acometía al pez y le daba  tirones. El otro miró al viejo con sus hendidos ojos amarillos y luego vino rápidamente con  su medio círculo de mandíbulas abierto para acometer al  pez donde había sido ya  mordido. Luego apareció claramente la línea en la cima de su cabeza parda y más atrás  donde el cerebro se unía a la espina dorsal y el viejo clavó el cuchillo que había amarrado  al remo en la articulación. Lo retiró, lo clavó de nuevo en los amarillos ojos felinos del  tiburón. El tiburón soltó al pez y se deslizó hacia abajo tragando lo que había cogido,  mientras moría.


El bote retemblaba todavía por los estragos que el otro tiburón estaba causando al  pez y el viejo arrió la escota para que el bote virara en redondo y sacara de debajo al  tiburón. Cuando vio al tiburón, se inclinó sobre la borda y le dio de cuchilladas. Sólo  encontró carne y la piel estaba endurecida y apenas pudo hacer penetrar el cuchillo. El  golpe lastimó no sólo sus manos, sino también su hombro. Pero el tiburón subió rápido, y  sacó la cabeza, y el viejo le dio en el centro mismo de aquella cabeza plana al tiempo que  el hocico salía del agua y se pegaba al pez. 



El viejo retiró la hoja y acuchilló de nuevo al  tiburón exactamente en el mismo lugar. Todavía siguió  pegado al pez que había enganchado con sus mandíbulas, y el viejo lo acuchilló en  el ojo izquierdo. El tiburón  seguía prendido del pez.
— ¿No? —dijo el viejo, y le clavó la hoja entre las vértebras y el cerebro. Ahora fue  un golpe fácil y el viejo sintió romperse el cartílago. El viejo invirtió el remo y metió la pala  entre las mandíbulas del tiburón para forzarlo a soltar. Hizo girar la pala, y al soltar el  tiburón, dijo:
—Vamos, galano. Baja, déjate ir hasta una milla de profundidad. Ve a ver a tu  amigo. O quizá sea tu madre.
El viejo limpió la hoja de su cuchillo y soltó el remo. Luego cogió la escota y la vela  se llenó de aire y el viejo puso el bote en su derrota.
—Deben de haberse llevado un cuarto del pez y de la mejor carne —dijo en voz  alta—. Ojalá fuera un sueño, y que jamás lo hubiera pescado. Lo siento, pez. Todo se ha  echado a perder.
Se detuvo y ahora no quiso mirar al pez. Desangrado y a flor de agua parecía del  color de la parte de atrás de los espejos, y todavía se veían sus franjas. —No debí haberme alejado tanto de la costa, pez —dijo—. Ni por ti, ni por mí. Lo  siento, pez.
«Ahora» —se dijo— «mira la ligadura del cuchillo, a ver  si ha sido cortada. Luego  pon tu mano en buen estado, porque todavía no se ha acabado esto.»
—Ojalá hubiera traído una piedra para afilar el cuchillo —dijo el viejo después de  haber examinado la ligadura en el cabo del remo—. Debí haber traído una piedra.
«Debiste haber traído muchas cosas» —pensó—. «Pero no las has traído, viejo.
Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer  con lo que hay.»
—Me estás dando muchos buenos consejos —dijo en voz alta—. Estoy cansado de  eso.
Sujetó la caña bajo el brazo y metió las dos manos en el agua mientras el bote  seguía avanzando.
—Dios sabe cuánto se habrá llevado ese último —dijo—. Pero ahora pesa mucho  menos.
No quería pensar en la mutilada parte inferior del pez. Sabía que cada uno de los  tirones del tiburón había significado carne arrancada y que el pez dejaba ahora para todos  los tiburones un rastro tan ancho como una carretera a través del océano.
«Era un pez capaz de mantener a un hombre todo el invierno» —pensó—. No  pienses en eso. Descansa simplemente y trata de poner tus manos en orden para defender lo que queda. El olor a sangre de mis manos no significa nada, ahora que existe  todo ese rastro en el agua. Además, no sangran mucho. No hay ninguna herida de  cuidado. La sangría puede impedir que le dé calambre a la izquierda.
 « ¿En qué puedo pensar ahora?» —se dijo—. En nada. No debo pensar en nada y  esperar a los siguientes. «Ojalá hubiera sido realmente un sueño —pensó—. Pero, ¿quién  sabe? Hubiera podido salir bien.»
El siguiente tiburón que apareció venía solo y era otro hocico de pala. Vino como un   puerco a la artesa: si hubiera un puerco con una boca tan grande que cupiera en ella la  cabeza de un hombre. El viejo dejó que atacara al pez. Luego le clavó el cuchillo del remo  en el cerebro. Pero el tiburón brincó hacia atrás mientras rolaba y la hoja del cuchillo se  rompió.


El viejo se puso al timón. Ni siquiera quiso ver cómo el tiburón se hundía lentamente  en el agua, apareciendo primero en todo su tamaño; luego, pequeño; luego, diminuto. Eso  le había fascinado siempre. Pero ahora ni siquiera miró.
—Ahora me queda el bichero —dijo—. Pero no servirá de nada. Tengo los dos  remos y la caña del timón y la porra.
«Ahora me han aniquilado —pensó—. Soy demasiado viejo  para matar a los  tiburones a garrotazos. Pero lo intentaré mientras tenga los remos y la porra y la caña.»
Puso de nuevo sus manos en el agua para empaparlas. La tarde estaba avanzando
y todavía no veía más que el mar y el cielo. Había más  viento en el cielo que antes, y  esperaba ver pronto tierra.
—Estás cansado, viejo —dijo—. Estás cansado por dentro.
Los tiburones no lo atacaron hasta justamente antes de la puesta del sol. El viejo vio  venir las pardas aletas a lo largo de la ancha estela que el pez debía de trazar en el agua.
No venían siquiera siguiendo el rastro. Se dirigían derecho al bote, nadando a la par. Trancó la caña, amarró la escota y cogió la porra que tenía bajo la popa. Era un  mango de remo roto, serruchado a una longitud de dos pies y medio. Sólo podía usarlo  eficazmente con una mano, debido a la forma de la empuñadura, y lo cogió firmemente  con la derecha, flexionando la mano mientras veía venir los tiburones. Ambos eran  galanos.
«Debo dejar que el primero agarre bien para pegarle en la punta del hocico o en  medio de la cabeza», pensó.
Los tiburones se acercaron juntos y cuando el viejo vio al más cercano abrir las  mandíbulas y clavarlas en el plateado costado del pez, levantó el palo y lo dejó caer con  gran fuerza y violencia sobre la ancha cabezota del tiburón. Sintió la elástica solidez de la  cabeza al caer el palo sobre ella. Pero sintió también la rigidez del hueso y otra vez pegó  duramente al tiburón sobre la punta del hocico al tiempo que se deslizaba hacia abajo  separándose del pez.
El otro tiburón había estado entrando y saliendo y ahora volvía con las mandíbulas  abiertas. El viejo podía ver pedazos de carne del pez cayendo, blancas, de los cantos de  sus mandíbulas, cuando acometió al pez y éste cerró las mandíbulas. Le pegó con el palo
y dio sólo en la cabeza, y el tiburón lo miró y arrancó la carne. El viejo le pegó de nuevo  con el palo al tiempo que se deslizaba alejándose para tragar y sólo dio en la sólida y  densa elasticidad.
—Vamos, galano —dijo el viejo—. Vuelve otra vez.
El tiburón volvió con furia y el viejo le pegó en el  instante en que cerraba sus  mandíbulas. Le pegó sólidamente y desde tan alto como había podido levantar el palo.
Esta vez sintió el hueso, en la base del cráneo, y le pegó de nuevo en el mismo sitio  mientras el tiburón arrancaba flojamente la carne y se deslizaba hacia abajo, separándose  del pez.


El viejo esperó a que subiera de nuevo, pero no apareció ninguno de ellos. Luego  vio uno en la superficie nadando en círculos. No vio la aleta del otro.
«No podía esperar matarlo —pensó—. Pudiera haberlo hecho en mis buenos  tiempos. Pero los he magullado bien a los dos y se deben de sentir bastante mal. Si  hubiera podido usar un bate con las dos manos habría podido matar al primero,  seguramente. Aun ahora», —pensó.
No quería mirar al pez. Sabía que la mitad de él había sido destruida. El sol se  había puesto mientras el viejo peleaba con los tiburones.
—Pronto será de noche —dijo—. Entonces podré acaso ver el resplandor de La
Habana. Si me hallo demasiado lejos al este, veré las luces de una de las nuevas playas.
«Ahora no puedo estar demasiado lejos —pensó—. Espero que  nadie se haya  alarmado. Sólo el muchacho pudiera preocuparse, desde luego. Pero estoy seguro de que  habrá tenido confianza. Muchos de los pescadores más viejos  estarán preocupados. Y  muchos otros también —pensó—. Vivo en un buen pueblo.»
Ya no le podía hablar al pez, porque éste estaba demasiado destrozado. Entonces  se le ocurrió una cosa.
—Medio pez —dijo—. El pez que has sido. Siento haberme alejado tanto. Nos  hemos arruinado los dos. Pero hemos matado muchos tiburones, tú y yo, y hemos  arruinado a muchos otros. ¿Cuántos has matado tú en tu vida, viejo pez? Por algo debes  de tener esa espada en la cabeza.
Le gustaba pensar en el pez y en lo que podría hacerle  a un tiburón si estuviera  nadando libremente. «Debí de haberle cortado la espada para combatir con ella a los tiburones», pensó. Pero no tenía un hacha, y después se quedó sin cuchillo.
«Pero si lo hubiera hecho y ligado la espada al cabo de un remo !qué arma!
Entonces los habríamos podido combatir juntos. ¿Qué vas a  hacer ahora si vienen de  noche? ¿Qué puedes hacer?»
—Pelear contra ellos —dijo—. Pelearé contra ellos hasta la muerte.
Pero ahora en la oscuridad y sin que apareciera ningún resplandor y sin luces y sólo  el viento y sólo el firme tiro de la vela, sintió que quizás estaba ya muerto. Juntó las  manos y percibió la sensación de las palmas. No estaban muertas y él podía causar el  dolor de la vida sin más que abrirlas y cerrarlas. 

Se echó hacia atrás contra la popa y  sabía que no estaba muerto. Sus hombros se lo decían.
«Tengo que decir todas esas oraciones que prometí si pescaba al pez —pensó—.
Pero estoy demasiado cansado para rezarlas ahora. Mejor que coja el saco y me lo eche  sobre los hombros.»
Se echó sobre la popa y siguió gobernando y mirando a  ver si aparecía el  resplandor en el cielo. «Tengo la mitad del pez —pensó—. Quizá tenga la suerte de llegar  a tierra con la mitad delantera. Debiera quedarme alguna suerte. No —se dijo—. Has  violado tu suerte cuando te alejaste demasiado de la costa.
—No seas idiota —dijo en voz alta—. Y no te duermas. Gobierna tu bote. Todavía  puedes tener mucha suerte. Me gustaría comprar alguna si la vendieran en alguna parte.
« ¿Con qué habría de comprarla? » —se preguntó—. ¿Podría comprarla con un  arpón perdido y un cuchillo roto y dos manos estropeadas?»
—Pudiera ser —dijo—. Has tratado de comprarla con ochenta  y cuatro días en la  mar. Y casi estuvieron a punto de vendértela.
«No debo pensar en tonterías —pensó—. La suerte es una cosa  que viene en  muchas formas, y ¿quién puede reconocerla? Sin embargo,  yo tomaría alguna en  cualquier forma y pagaría lo que pidieran. Mucho me gustaría ver el resplandor de las  luces —pensó—. Me gustarían muchas cosas. 

Pero eso es lo que ahora deseo.» Trató de  ponerse más cómodo para gobernar al bote y por su dolor se dio cuenta de que no estaba  muerto.
Vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche. Al  principio eran perceptibles únicamente como la luz en el cielo antes de salir la luna. Luego  se las veía firmes a través del mar, que ahora estaba picado debido a la brisa creciente.
Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora, pronto llegaría al borde de la  corriente.
«Ahora ha terminado —pensó—. Probablemente me vuelvan a atacar. Pero, ¿qué  puede hacer un hombre contra ellos en la oscuridad y sin un arma?»


Estaba rígido y adolorido y sus heridas y todas las partes castigadas de su cuerpo le  dolían con el frío de la noche. «Ojalá no tenga que volver a pelear —pensó—. Ojalá, ojalá  que no tenga que volver a pelear.»


Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabia que la lucha era inútil. Los  tiburones vinieron en manadas y sólo podía ver las líneas que trazaban sus aletas en el  agua y su fosforescencia al arrojarse contra el pez. Les dio con el palo en las cabezas y  sintió el chasquido de sus mandíbulas y el temblor del bote cada vez que debajo  agarraban su presa. Golpeó desesperadamente contra lo que sólo podía sentir y oír, sintió  que algo agarraba la porra y se la arrebataba.
Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, cogiéndola con ambas manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta la proa y acometían  uno tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de carne que emitían un fulgor bajo  el agua cuando ellos se volvían para regresar nuevamente.


Por último vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta de que  todo había terminado.
Tiró un golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas estaban  prendidas a la resistente cabeza del pez, que no cedía. Tiró uno o dos golpes más. Sintió  romperse la barra y arremetió al tiburón con el cabo  roto. Lo sintió penetrar, y sabiendo  que era agudo lo empujó de nuevo. El tiburón lo soltó y salió rolando. Fue, de la manada,  el último tiburón que vino a comer. No quedaba ya nada más que comer.
Ahora el viejo apenas podía respirar y sentía un extraño sabor en la boca. Era  dulzón y como a cobre y por un momento tuvo miedo. Pero no era muy abundante.
Escupió en el mar y dijo:
—Cómanse eso, galanos y sueñen con que han matado a un hombre.
Ahora sabía que estaba finalmente derrotado y sin remedio, y volvió a popa y halló  que el cabo roto de la caña encajaba bastante bien en la cabeza del timón para poder  gobernar.


Se ajustó el saco a los hombros y puso el bote sobre su derrota. Navegó ahora  livianamente y no tenía pensamientos ni sentimientos de ninguna clase. Ahora estaba  más allá de todo y gobernó el bote para llegar a puerto lo mejor y más inteligentemente  posible. De noche los tiburones atacan las carroñas como pudiera uno recoger migajas de  una mesa. El viejo no les hacía caso. No hacia caso de nada, salvo del gobierno del bote.


Sólo notaba lo bien y ligeramente que navegaba el bote ahora que no llevaba un gran  peso amarrado al costado.
«Un buen bote —pensó—. Sólido y sin ningún desperfecto, salvo la caladada. Y  ésta es fácil de sustituir.»
Podía percibir que ahora estaba dentro de la corriente y veía las luces de las  colonias de la playa y a lo largo de la orilla. Sabía ahora dónde estaba y que llegaría sin  ninguna dificultad.
«El viento es nuestro amigo, de todos modos —pensó. Luego añadió—: A veces. Y  la gran mar con nuestros amigos y enemigos. Y la cama —pensó—«La cama es mi  amiga. La cama, y nada más —pensó—. La cama será una gran cosa. No es tan mala en  derrota —pensó—. Jamás pensé que fuera tan fácil. ¿Y qué  es lo que te ha derrotado,  viejo?»
—Nada dijo en voz alta—. Me alejé demasiado.


Cuando entró en el puertecito, las luces de La Terraza estaban apagadas y se dio  cuenta de que todo el mundo estaba acostado. La brisa  se había ido levantando  gradualmente y ahora soplaba con fuerza. Sin embargo, había tranquilidad en el puerto y  puso proa hacia la playita de grava bajo las rocas. No había nadie que pudiera ayudarlo,  de modo que adentró el bote todo lo posible en la playa. Luego se bajó y lo amarró a una roca.
Quitó el mástil de la carlinga y enrolló la vela y la ató. Luego se echó el palo al  hombro y empezó a subir. Fue entonces cuando se dio cuenta de la profundidad de su  cansancio. Se paró un momento y miró hacia atrás y al reflejo de la luz de la calle vio la  gran cola del pez levantada detrás de la popa del bote. Vio la blanca línea desnuda de su espinazo y la oscura masa de la cabeza con el saliente pico y toda la desnudez entre los  extremos.


Empezó a subir nuevamente, y en la cima cayó y permaneció algún tiempo tendido,  con el mástil atravesado sobre su hombro. Trató de levantarse. Pero era demasiado difícil  y permaneció allí sentado con el mástil al hombro, mirando al camino. Un gato pasó  indiferentemente por el otro lado y el viejo lo siguió con la mirada. Luego siguió mirando  simplemente el camino.
Finalmente soltó el mástil y se puso de pie. Recogió el mástil y se lo echó al hombro
y partió camino arriba. Tuvo que sentarse cinco veces antes de llegar a su cabaña.


Dentro de la choza inclinó el mástil contra la pared. En la oscuridad halló una botella  de agua y tomó un trago. Luego se acostó en la cama. Se echó la frazada sobre los  hombros y sobre la espalda y las piernas, y durmió boca abajo sobre los periódicos, con  los brazos por afuera, a lo largo del cuerpo, y las palmas hacia arriba.
Estaba dormido cuando el muchacho asomó a la puerta por la mañana. El viento  soplaba tan fuerte, que los botes del alto no se harían a la mar y el muchacho había dormido hasta tarde. Luego vino a la choza del viejo  como había hecho todas las  mañanas. El muchacho vio que el viejo respiraba y luego vio sus manos y empezó a  llorar. Salió muy calladamente a buscar un poco de café  y no dejó de llorar en todo el  camino.
Muchos pescadores estaban en torno al bote mirando lo que traía amarrado al  costado, y uno estaba metido en el agua, con el pantalón remangado, midiendo el  esqueleto con un tramo de sedal.


El muchacho no bajó a la orilla. Ya había estado allí  y uno de los pescadores  cuidaba el bote en su lugar.
— ¿Cómo está el viejo? —gritó uno de los pescadores.
—Durmiendo —respondió gritando el muchacho. No le importaba que lo vieran  llorar—. Que nadie lo moleste.
—Tenía dieciocho pies de la nariz a la cola —gritó el pescador que lo estaba  midiendo.
—Lo creo —dijo el muchacho.
Entró en La Terraza y pidió una lata de café. —Caliente y con bastante leche y  azúcar. 
— ¿Algo más?
—No. Después veré qué puede comer.
—! Ése sí era un pez! —dijo el propietario—. Jamás ha habido uno igual. También  los dos que ustedes cogieron ayer eran buenos.
— ¡Al diablo con ellos! —dijo el muchacho y empezó a llorar nuevamente.
— ¿Quieres un trago de algo? —preguntó el dueño.
—No —dijo el muchacho—. Dígales que no se preocupen por Santiago. Vuelvo  enseguida. 
—Dile que lo siento mucho.
—Gracias —dijo el muchacho.
El muchacho llevó la lata de café caliente a la choza del viejo y se sentó junto a él  hasta que despertó. Una vez pareció que iba a despertarse.
Pero había vuelto a caer en su sueño profundo y el muchacho habla ido al otro lado del camino a buscar leña para calentar el café.
Finalmente el viejo despertó.
—No se levante —dijo el muchacho—. Tómese esto —le echó un poco de café en  un vaso.
El viejo cogió el vaso y bebió el café.
—Me derrotaron, Mandolín—dijo—. Me derrotaron de verdad.
—No. Él no. Él no lo derrotó.
—No. Verdaderamente. Fue después.
—Perico está cuidando del bote y del aparejo.
¿Qué va a hacer con la cabeza?
—Que Perico la corte para usarla en las nasas.
— ¿Y la espada?
—Puedes guardártela si la quieres.
—Sí, la quiero —dijo el muchacho—. Ahora tenemos que hacer planes para lo  demás.
— ¿Me han estado buscando?
—Desde luego. Con los guardacostas y con aeroplanos.
—La mar es muy grande y un bote es pequeño y difícil de ver —dijo el viejo. Notó lo  agradable que era tener a alguien con quien hablar en vez de hablar sólo consigo mismo  y con el mar—. 
—Te he echado de menos —dijo—. ¿Qué han pescado?
—Uno el primer día. Uno el segundo y dos el tercero.
—Muy bueno.
—Ahora pescaremos juntos otra vez.
—No. No tengo suerte. Yo ya no tengo suerte.
—Al diablo con la suerte dijo el muchacho—. Yo llevaré la suerte conmigo.
— ¿Qué va a decir tu familia?
—No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque todavía  tengo mucho que aprender.
—Tenemos que conseguir una buena lanza y llevarla siempre a bordo. Puedes  hacer la hoja con una hoja de muelle de un viejo ford. Podemos afilarla en Guanabacoa.
Debe ser afilada y sin temple para que no se rompa. Mi cuchillo se rompió.
—Conseguiré otro cuchillo y mandaré a afilar la hoja de muelle. ¿Cuántos días de  brisa fuerte nos quedan?
—Tal vez tres. Tal vez más.
—Lo tendrá todo en orden —dijo el muchacho—. Cúrese sus manos, viejo.
—Yo sé cuidármelas. De noche escupí algo extraño y sentí que algo se habla roto  en mi pecho.
—Cúrese también eso —dijo el muchacho—. Acuéstese, viejo y le traeré su camisa  limpia. Y algo de comer.
—Tráeme algún periódico de cuando estuve ausente —dijo el viejo.
—Tiene que curarse pronto, pues tengo mucho que aprender y usted puede  enseñármelo todo. ¿Ha sufrido mucho? —Bastante —dijo el viejo.
—Le traeré la comida y los periódicos –dijo el muchacho—.  Descanse, viejo. Le  traeré la medicina de la farmacia para las manos.
—No te olvides de decirle a Perico que la cabeza es suya.
—No. Se lo diré.
Al atravesar la puerta y descender por el camino tallado por el uso en la roca de  coral, el muchacho iba llorando nuevamente.
Esa tarde había una partida de turistas en La Terraza, y mirando hacia abajo, al
agua, entre las latas de cerveza vacías y las picúas muertas, una mujer vio un gran  espinazo blanco con una inmensa cola que se alzaba y balanceaba con la marea mientras  el viento del este levantaba un fuerte y continuo oleaje a la entrada del puerto.
—¿Qué es eso? —preguntó la mujer al camarero, y señaló al largo espinazo del  gran pez, que ahora no era más que basura esperando a que se la llevara la marea.
—Tiburón —dijo el camarero—. Un tiburón.
Quería explicarle lo que había sucedido.
—No sabía que los tiburones tuvieran colas tan hermosas, tan bellamente formadas.
—Ni yo tampoco —dijo el hombre que la acompañaba.
Allá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía  dormía de bruces y el muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo  soñaba con los leones marinos.


FINAL

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