UNO
Un perro cenizo con un lucero en la
frente irrumpió en los vericuetos del mercado
el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritangas, desbarató tenderetes de indios y toldos de
lotería, y de paso mordió a cuatro personas
que se le atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva María de Todos los Ángeles,
hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata a
comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años.
Tenían instrucciones de no pasar del
Portal de los Mercaderes, pero la criada se
aventuró hasta el puente levadizo del arrabal de Getsemaní, atraída por la bulla del puerto negrero, donde estaban
rematando un cargamento de esclavos de
Guinea. El barco de la Compañía Gaditana de Negros era esperado con alarma desde hacía una semana, por haber sufrido a
bordo una mortandad inexplicable.
Tratando de esconderla habían echado
al agua los cadáveres sin lastre. El mar
de leva los sacó a flote y amanecieron en la playa desfigurados por la hinchazón y con una rara coloración
solferina. La nave fue anclada en las afueras
de la bahía por el temor de que fuera un brote de alguna peste africana, hasta que comprobaron que había
sido un envenenamiento con fiambres
manidos.
A la hora en que el perro pasó por el
mercado ya habían rematado la carga sobreviviente,
devaluada por su pésimo estado de salud, y estaban tratando de compensar las pérdidas con una sola pieza
que valía por todas. Era una cautiva
abisinia con siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de caña en vez del aceite comercial de rigor, y
de una hermosura tan perturbadora que
parecía mentira.
Tenía la nariz afilada, el cráneo
acalabazado, los ojos oblicuos, los dientes intactos
y el porte equívoco de un gladiador romano. No la herraron en el corralón, ni cantaron su edad ni su estado de
salud, sino que la pusieron en venta por
su sola belleza. El precio que el gobernador pagó por ella, sin regateos y de contado, fue el de su peso en
oro.
Era asunto de todos los días que los
perros sin dueño mordieran a alguien mientras
andaban correteando gatos o peleándose con los gallinazos por la mortecina de la calle, y más en los tiempos
de abundancias y muchedumbres en que la
Flota de Galeones pasaba para la feria de Portobelo.
Cuatro o cinco mordidos en un mismo día no le quitaban el sueño a nadie, y menos con una herida como la de
Sierva María, que apenas si alcanzaba a
notársele en el tobillo izquierdo. Así que la criada no se alarmó.
Ella misma le hizo a la niña una cura
de limón y azufre y le lavó la mancha de sangre
de los pollerines, y nadie siguió pensando en nada más que en el jolgorio de sus doce años Bernarda Cabrera, madre de la niña y esposa
sin títulos del marqués de asalduero, se
había tomado aquella madrugada una purga dramática: siete granos de antimonio en un vaso de azúcar
rosada. Había sido una mestiza brava de
la llamada aristocracia de mostrador; seductora,
rapaz, parrandera, y con una avidez de vientre para saciar un cuartel.
Sin embargo, en pocos años se había
borrado del mundo por el abuso de la miel
fermentada y las tabletas de cacao. Los ojos gitanos se le apagaron, se le acabó el ingenio, obraba sangre y arrojaba
bilis, y el antiguo cuerpo de sirena se
le volvió hinchado y cobrizo como el de un muerto de tres días, y despedía unas ventosidades explosivas y
pestilentes que asustaban a los mastines.
Apenas si salía de la alcoba, y aun entonces andaba a la cordobana, o con un balandrán de sarga sin nada debajo que la
hacía parecer más desnuda que sin nada
encima.
Había hecho siete cámaras mayores
cuando regresó la criada que acompañó a
Sierva María, y no le habló del mordisco del perro. En cambio, le comentó el escándalo del puerto por el
negocio de la esclava. «Si es tan bella
como dicen puede ser abisinia», dijo Bernarda. Pero aunque fuera la reina de Saba no le parecía posible que
alguien la comprara por su peso en oro.
«Querrán decir en pesos oro», dijo.
«No», le aclararon, «tanto oro cuanto
pesa la negra».
«Una esclava de siete cuartas no pesa
menos de ciento veinte libras», dijo
Bernarda. «y no hay mujer ni negra ni
blanca que valga ciento veinte libras de
oro, a no ser que cague diamantes».
Nadie había sido más astuto que ella
en el comercio de esclavos, y sabía que
si el gobernador había comprado a la abisinia no debía de ser para algo tan sublime como servir en su cocina. En
esas estaba cuando oyó las primeras
chirimías y los petardos de fiesta, y enseguida el alboroto de los mastines enjaulados. Salió al huerto de
naranjos para ver qué pasaba.
Don Ygnacio de Alfaro y Dueñas,
segundo marqués de Casalduero y señor del
Darién, también había oído la música desde la hamaca de la siesta, que colgaba entre dos naranjos del huerto.
Era un hombre fúnebre, de la cáscara
amarga, y de una palidez de lirio por la
sangría que le hacían los murciélagos durante el sueño. Usaba una chilaba de beduino para andar por casa y un bonete de
Toledo que aumentaba su aire de
desamparo. Al ver a la esposa como Dios la echó al mundo se anticipó a preguntarle:
« ¿Qué músicas son esas?»
«No sé», dijo ella. «¿A cómo
estamos?»
El marqués no lo sabía. Debió de
sentirse de veras muy inquieto para preguntárselo
a su esposa, y ella debía de estar muy aliviada de su bilis para haberle contestado sin un sarcasmo. Se había
sentado en la hamaca, intrigado, cuando
se repitieron los petardos.
«Santo Cielo», exclamó. «¡A cómo
estamos!»
La casa colindaba con el manicomio de
mujeres de la Divina Pastora.
Alborotadas por la música y los
cohetes, las reclusas se habían asomado a la erraza
que daba sobre el huerto de los naranjos, y celebraban cada explosión con ovaciones. El marqués les
preguntó a gritos que dónde era la fiesta,
y ellas lo sacaron de dudas. Era 7 de diciembre, día de San Ambrosio, Obispo, y la música y la pólvora tronaban en
el patio de los esclavos en honor de
Sierva María. El marqués se dio una palmada en la frente.
«Claro», dijo. «¿Cuántos cumple?»
«Doce», dijo Bernarda.
« ¿Apenas doce?», dijo él, tendido
otra vez en la hamaca. «¡Qué vida tan lenta!»
La casa había sido el orgullo de la
ciudad hasta principios del siglo. Ahora estaba
arruinada y lóbrega, y parecía en estado de mudanza por los grandes espacios vacíos y las muchas cosas
fuera de lugar. En los salones se conservaban
todavía los pisos de mármoles ajedrezados y algunas lámparas de lágrimas con colgajos de telaraña. Los
aposentos que se mantenían vivos eran
frescos en cualquier tiempo por el espesor de los muros de calicanto y los muchos años de encierro, y más aun por
las brisas de diciembre que se filtraban
silbando por las rendijas.
Todo estaba saturado por el relente opresivo de la desidia y las tinieblas. Lo
único que quedaba de las ínfulas señoriales
del primer marqués eran los cinco mastines de presa que guardaban las noches.
El fragoroso patio de los esclavos,
donde se celebraban los cumpleaños de Sierva
María, había sido otra ciudad dentro de la ciudad en los tiempos del primer marqués. Siguió siendo así con el
heredero mientras duró el tráfico torcido
de esclavos y de harina que Bernarda manejaba con la mano izquierda desde el trapiche de Mahates. Ahora
todo esplendor pertenecía al pasado.
Bernarda estaba extinguida por su vicio insaciable, y el patio reducido a dos barracas de madera con techos
de palma amarga, donde acabaron de
consumirse los últimos saldos de la grandeza.
Dominga de Adviento, una negra de ley
que gobernó la casa con puño de fierro
hasta la víspera de su muerte, era el enlace entre aquellos dos mundos.
Alta y ósea, de una inteligencia casi
clarividente, era ella quien había criado a
Sierva María. Se había hecho católica sin renunciar a su fe yoruba, y practicaba ambas a la vez, sin orden ni
concierto. Su alma estaba en sana paz,
decía, porque lo que le faltaba en una lo encontraba en la otra. Era también el único ser humano que tenía
autoridad para mediar entre el marqués y
su esposa, y ambos la complacían. Sólo ella sacaba a escobazos a los esclavos cuando los encontraba en
descalabros de sodomía o fornicando con
mujeres cambiadas en los aposentos vacíos. Pero desde que ella murió se escapaban de las barracas
huyendo de los calores del mediodía, y
andaban tirados por los suelos en cualquier rincón, raspando el cucayo de los calderos de arroz para
comérselo, o jugando al macuco ya la tarabilla
en la fresca de los corredores. En aquel mundo opresivo en el que nadie era libre, Sierva María lo era: sólo
ella y sólo allí. De modo que era allí donde
se celebraba la fiesta, en su verdadera casa y con su verdadera familia.
No podía concebirse un bailongo más
taciturno en medio de tanta música, con
los esclavos propios y algunos de otras casas de distinción que aportaban lo que podían. La niña se mostraba
como era.
Bailaba con más gracia y más brío que
los africanos de nación, cantaba con voces
distintas de la suya en las diversas lenguas de África, o con voces de pájaros y animales, que los desconcertaban a
ellos mismos. Por orden de Dominga de
Adviento las esclavas más jóvenes le pintaban la cara con negro de humo, le colgaron collares de
santería sobre el escapulario del bautismo
y le cuidaban la cabellera que nunca le cortaron y que le habría estorbado para caminar de no ser por las
trenzas de muchas vueltas que le hacían
a diario.
Empezaba a florecer en una encrucijada
de fuerzas contrarias. Tenía muy poco de
la madre. Del padre, en cambio, tenía el cuerpo escuálido, la timidez irredimible, la piel lívida, los ojos
de un azul taciturno, y el cobre puro de
la cabellera radiante. Su modo de ser era tan sigiloso que parecía una criatura invisible. Asustada con tan extraña
condición, la madre le colgaba un
cencerro en el puño para no perder su rumbo en la penumbra de la casa.
Dos días después de la fiesta, y casi
por descuido, la criada le contó a Bernarda
que a Sierva María la había mordido un perro. Bernarda lo pensó mientras tomaba antes de acostarse su sexto
baño caliente con jabones fragantes, y
cuando regresó al dormitorio ya lo había olvidado. No volvió a recordarlo hasta la noche siguiente porque
los mastines estuvieron ladrando sin
causa hasta el amanecer, y temió que estuvieran arrabiados.
Entonces fue con la palmatoria a las
barracas del patio, y encontró a Sierva María
dormida en la hamaca de palmiche indio que heredó de Dominga de Adviento. Como la criada no le había dicho
dónde fue el mordisco, le levantó la
sayuela y la examinó palmo a palmo, siguiendo con la luz la trenza de penitencia que tenía enroscada en el
cuerpo como una cola de león. Al final
encontró el mordisco: un desgarrón en el tobillo izquierdo, ya con su costra de sangre seca, y unas excoriaciones
apenas visibles en el calcañal.
No eran pocos ni triviales los casos
de mal de rabia en la historia de la ciudad.
El de más estruendo fue el de un gorgotero que andaba por las veredas con un mico amaestrado cuyas maneras
se distinguían poco de las humanas. El
animal contrajo la rabia durante el sitio naval de los ingleses, mordió al amo en la cara y escapó a los
cerros vecinos. Al desdichado saltimbanco
lo mataron a garrote limpio en medio de unas alucinaciones pavorosas que las madres seguían cantando
muchos años después en coplas callejeras
para asustar a los niños. Antes de dos semanas una horda de macacos luciferinos descendió de los montes a pleno día.
Hicieron estragos en porquerizas y
gallineros, e irrumpieron en la catedral aullando y ahogándose en espumarajos de sangre, mientras se celebraba el
tedeum por la derrota de la escuadra
inglesa. Sin embargo, los dramas, más terribles
no pasaban a la historia, pues ocurrían entre la población negra, donde escamoteaban a los mordidos para tratarlos
con magias africanas en los palenques de
cimarrones.
A pesar de tantos escarmientos, ni
blancos ni negros ni indios pensaban en la rabia, ni en ninguna de las
enfermedades de incubación lenta, mientras no se revelaban los primeros
síntomas irreparables. Bernarda Cabrera procedió
con el mismo criterio. Pensaba que las fabulaciones de los esclavos iban
más rápido y más lejos que las de los
cristianos, y que hasta un simple mordisco de perro
podía causar un daño a la honra de la familia. Tan segura estaba de sus razones, que ni siquiera le mencionó el
asunto al marido, ni volvió a recordarlo
hasta el domingo siguiente, cuando la criada fue sola al mercado y vio el cadáver de un perro colgado de un
almendro para que se supiera que había
muerto del mal de rabia.
Le bastó una mirada para reconocer el
lucero en la frente y la pelambre cenicienta
del que mordió a Sierva María. Sin embargo, Bernarda no se preocupó cuando se lo contaron. No había de qué:
la herida estaba seca y no quedaba ni
rastro de las escoriaciones.
Diciembre había empezado mal, pero
pronto recuperó sus tardes de amatista y
sus noches de brisas locas. La Navidad fue más alegre que en otros años por las buenas noticias de España.
Pero la ciudad no era la de antes. El
mercado principal de esclavos se había trasladado a La Habana, y los mineros y hacendados de estos reinos de
Tierra Firme preferían comprar su mano
de obra de contrabando y a menor precio en las Antillas inglesas. De modo que había dos ciudades: una alegre y
multitudinaria durante los seis meses
que permanecían los galeones, y otra soñolienta en el resto del año, a la espera de que regresaran.
No volvió a saberse nada de los
mordidos hasta principios de enero, cuando una
india andariega conocida con el nombre de Sagunta tocó a la puerta del marqués a la hora sagrada de la siesta.
Era muy vieja, y andaba descalza a pleno
sol con un bordón de carreto y envuelta de pies a cabeza en una sábana blanca. Tenía la mala fama de ser remiendavirgos y abortera, aunque la compensaba con la buena
de conocer secretos de indios para
levantar desahuciados.
El marqués la recibió de mala gana,
de pie en el zaguán y demoró en entender
lo que quería, pues era una mujer de gran parsimonia y circunloquios enrevesados.
Dio tantas vueltas y revueltas para
llegar al asunto, que el marqués perdió
la paciencia.
«Sea lo que sea, dígamelo sin más
latines», le dijo.
«Estamos amenazados por una peste de
mal de rabia», dijo Sagunta,
« y yo soy la única que tengo las
llaves de San Huberto, patrono de los cazadores
y sanador de los arrabiados».
«No veo el porqué de una peste», dijo
el marqués.
«No hay anuncios de cometas ni
eclipses, que yo sepa, ni tenemos culpas tan
grandes como para que Dios se ocupe de nosotros».
Sagunta le informó que en marzo
habría un eclipse total de sol, y le dio noticias
completas de los mordidos el primer domingo de diciembre.
Dos habían desaparecido, sin duda
escamoteados por los suyos para tratar de
hechizarlos, y un tercero había muerto del mal de rabia en la segunda semana. Había un cuarto que no fue mordido
sino apenas salpicado por la baba del
mismo perro, y estaba agonizando en el hospital del Amor de Dios.
El alguacil mayor había hecho
envenenar aún centenar de perros sin dueño en
lo que iba del mes. En una semana más no quedaría uno vivo en la calle
«De todos modos, no sé qué tenga yo
que ver con eso», dijo el marqués.
«y menos a una hora tan extraviada» .
«Su niña fue la primera mordida»,
dijo Sagunta.
El marqués le dijo con una gran
convicción:
«Si así fuera, yo habría sido el
primero en saberlo».
Creía que la niña se sentía bien, y
no le parecía posible que algo tan grave le hubiera
ocurrido sin que él lo supiera. Así que dio la visita por terminada y se fue a completar la siesta.
No obstante, esa tarde buscó a Sierva
María en los patios del servicio. Estaba ayudando
a desollar conejos, con la cara pintada de negro, descalza y con el turbante colorado de las esclavas. Le
preguntó si era verdad que la había mordido
un perro, y ella le contestó que no sin la menor duda. Pero Bernarda se lo confirmó esa noche. El marqués,
confundido, preguntó:
« ¿Por qué Sierva lo niega?».
«Porque no hay modo de que diga una
verdad ni por yerro», dijo Bernarda.
«Entonces hay que proceder», dijo el
marqués,
«Por qué el perro tenía el mal de
rabia».
«Al contrario», dijo Bernarda.
« Más bien, el perro debió morir por
morderla a ella. Eso fue por diciembre y la muy
descarada está como una flor».
Ambos siguieron atentos a los rumores
crecientes sobre la gravedad de la peste,
y aun contra sus deseos tuvieron que conversar otra vez sobre asuntos que les eran comunes, como en los tiempos en
que se odiaban menos. Para él era claro.
Siempre creyó que amaba a la hija,
pero el miedo al mal de rabia lo
obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad.
Bernarda, en cambio, no se lo
preguntó siquiera, pues tenía plena conciencia
de no amarla ni de ser amada por ella, y ambas cosas le parecían justas. Mucho del odio que ambos sentían por la niña
era por lo que ella tenía del uno y del
otro. Sin embargo, Bernarda estaba dispuesta a hacer
la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar su honra, con la condición de que
la muerte de la niña fuera por una causa
digna.
«No importa cuál», precisó, «siempre
que no sea una enfermedad de perro».
El marqués comprendió en ese
instante, como una deflagración celestial, cuál
era el sentido de su vida.
«La niña no se va a morir», dijo,
resuelto. «Pero si tiene que morir ha de ser de
lo que Dios disponga» .
El martes fue al hospital del Amor de
Dios, en el cerro de San Lázaro, para ver al
arrabiado de que le habló Sagunta. No fue consciente de que su carroza de crespones mortuorios iba a ser vista como
un síntoma más de las desgracias que se
estaban incubando, pues hacía muchos años que no salía de su casa sino en las grandes ocasiones, y hacía otros muchos
que no había ocasiones más grandes que
las infaustas.
La ciudad estaba sumergida en su
marasmo de siglos, pero no faltó quien vislumbrara
el rostro macilento, los ojos fugaces del caballero incierto con sus tafetanes de luto, cuya carroza abandonó el
recinto amurallado y se dirigió a campo
traviesa hacia el cerro de San Lázaro. En el hospital, los leprosos tirados en los pisos de ladrillos lo vieron
entrar con sus trancos de muerto, y le cerraron
el paso para pedirle una limosna. En el pabellón de los furiosos continuos, amarrado a un poste, estaba el arrabiado.
Era un mulato viejo con la cabeza y
la barba algodonadas. Estaba ya paralizado
de medio cuerpo, pero la rabia le había infundido tanta fuerza en la otra mitad, que debieron amarrarlo para
que no se despedazara contra las
paredes. Su relato no dejaba dudas de que lo había mordido el mismo perro ceniciento del lucero blanco que mordió
a Sierva María. Y lo había babeado, en
efecto, aunque no sobre la piel sana sino en una úlcera crónica que tenía en la pantorrilla. Esa precisión no fue
bastante para tranquilizar al marqués,
que abandonó el hospital horrorizado por la visión del moribundo y sin una luz de esperanza para Sierva María.
Cuando volvía a la ciudad por la
cornisa del cerro encontró a un hombre de gran
apariencia sentado en una piedra del camino junto a su caballo muerto. El marqués hizo detener el coche, y
sólo cuando el hombre se puso de pie
reconoció al licenciado Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el médico más notable y controvertido de la ciudad. Era
idéntico al rey de bastos.
Llevaba un sombrero de alas grandes
para el sol, botas de montar, y la capa negra
de los libertos letrados. Saludó al marqués con una ceremonia poco usual.
«Benedictus qui venit in nomine
veritatis», dijo.
Su caballo no había resistido de
bajada la misma cuesta que había subido al trote,
y se le reventó el corazón. Neptuno, el cochero del marqués, trató de desensillarlo.
El dueño lo disuadió.
«Para qué quiero silla si no tendré a
quién ensillar», dijo. «Déjela que se pudra con
él».
El cochero tuvo que ayudarlo a subir
en la carroza por su corpulencia pueril, y
el marqués le hizo la distinción de sentarlo a su derecha. Abrenuncio pensaba en el caballo.
«Es como si se me hubiera muerto la
mitad del cuerpo, suspiró.
«Nada es tan fácil de resolver como
la muerte de un caballo», dijo el marqués.
Abrenuncio se animó. «Éste era
distinto», dijo.
«Si tuviera los medios, lo haría
sepultar en tierra sagrada».
Miró al marqués a la espera de su
reacción, y terminó:
«En octubre cumplió cien años».
«No hay caballo que viva tanto», dijo
el marqués.
«Puedo probarlo», dijo el médico.
Servía los martes en el Amor de Dios,
ayudando a los leprosos enfermos de otros
males. Había sido alumno esclarecido del licenciado Juan Méndez Nieto, otro judío portugués emigrado al
Caribe por la persecución en España, y
había heredado su mala fama de nigromante y deslenguado, pero nadie ponía en duda su sabiduría. Sus pleitos con
los otros médicos, que no perdonaban sus
aciertos inverosímiles ni sus métodos insólitos, eran constantes y sangrientos. Había inventado una píldora de una vez
al año que afinaba el tono de la salud y
alargaba la vida, pero causaba tales trastornos
del juicio los primeros tres días que nadie más que él se arriesgaba
ECA Estudio y Centro de Aprendizaje
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