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Al Señor Don Manuel Antonio Matta
Mi querido Manuel:
Por más de un titulo te corresponde la dedicatoria de esta novela: ella ha visto la luz pública en las columnas de un periódico fundado por tus esfuerzas y dirigido por tu decisión y constancia a la propagación y defensa de los principios liberales; su protagonista ofrece el tipo, digno de imitarse, de los que consagran un culto inalterable a las nobles virtudes del corazón, y, finalmente, mi amistad quiere aprovechar esta ocasión de darte un testimonio de que al cariño nacido en la infancia se une ahora el profundo aprecio que inspiran la hidalguía y el patriotismo puestos al servicio de una buena causa con entero desinterés.
Recibe, pues, esta dedicatoria como una prenda de Id amistad sincera y del aprecio distinguido que te profesa tu afectísimo.
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A principios del mes de julio de 1850 atravesaba la puerta de calle de una hermosa casa de Santiago un joven de veintidós a veintitrés años.
Su traje y sus maneras estaban muy distantes de asemejarse a las maneras y al traje de nuestros elegantes de la capital. Todo en aquel joven revelaba al provinciano que viene por primera vez a Santiago. Sus pantalones negros, embotinados por medio de anchas trabillas de becerro, a la usanza de los años de 1842 y 43; su levita de mangas cortas y angostas; su chaleco de raso negro con largos picos abiertos, formando un ángulo agudo, cuya bisectriz era la línea que marca la tapa del pantalón; su sombrero de extraña forma y sus botines abrochados sobre los tobillos por medio de cordones negros componían un traje que recordaba antiguas modas, que sólo los provincianos hacen ver de tiempo en tiempo, por las calles de la capital.
El modo como aquel joven se acercó a un criado que se balanceaba, mirándole, apoyado en el umbral de una puerta que daba al primer patio, manifestaba también la timidez del que penetra en un lugar desconocido y recela de la acogida que le espera.
Cuando el provinciano se halló bastante cerca del criado, que continuaba observándole, se detuvo e hizo un saludo, al que el otro contestó con aire protector, inspirado tal vez por la triste catadura del joven.
—¿Será ésta la casa del señor don Dámaso Encina? —preguntó éste con voz en la que parecía reprimirse apenas el disgusto que aquel saludo insolente pareció causarle.
—Aquí es —contestó el criado.
—¿Podría usted decirle que un caballero desea hablar con él?
A la palabra caballero, el criado pareció rechazar una sonrisa burlona que se dibujaba en sus labios.
—¿Y cómo se llama usted? —preguntó con voz seca.
—Martín Rivas —contestó el provinciano, tratando de dominar su impaciencia, que no dejó por esto de reflejarse en sus ojos.
—Espérese, pues —díjole el criado; y entró con paso lento a las habitaciones del interior.
Daban en ese instante las doce del día.
Nosotros aprovechamos la ausencia del criado para dar a conocer más ampliamente al que acababa de decir llamarse Martín Rivas.
Era un joven de regular estatura y bien proporcionadas formas. Sus ojos negros, sin ser grandes, llamaban la atención por el aire de melancolía que comunicaban a su rostro. Eran dos ojos de mirar apagado y pensativo, sombreados por grandes ojeras que guardaban armonía con la palidez de las mejillas. Un pequeño bigote negro, que cubría el labio superior y la línea un poco saliente del inferior, le daba el aspecto de la resolución, aspecto que contribuía a aumentar lo erguido de la cabeza, cubierta por una abundante cabellera color castaño, a juzgar por lo que se dejaba ver bajo el ala del sombrero. El conjunto de su persona tenía cierto aire de distinción que contrastaba con la pobreza del traje y hacía ver que aquel joven, estando vestido con elegancia, podía pasar por un buen mozo a los ojos de los que no hacen consistir únicamente la belleza física en lo rosado de la tez y regularidad perfecta de las facciones.
Martín se había quedado en el mismo lugar en que se detuvo para hablar con el criado, y dejó pasar dos minutos sin moverse, contemplando las paredes del patio pintadas al óleo y las ventanas que ostentaban sus molduras doradas a través de las vidrieras. Mas luego, pareció impacientarse con la tardanza del que esperaba, y sus ojos vagaron de un lugar a otro sin fijarse en nada.
Por fin, se abrió una puerta y apareció el mismo criado con quien Martín acababa de hablar.
—Que pase para adentro —dijo al joven.
Martín siguió al criado hasta una puerta, en la que éste se detuvo.
—Aquí está el patrón —dijo, señalándole la puerta.
El joven pasó el umbral y se encontró con un hombre que, por su aspecto, parecía hallarse, según la significativa expresión francesa, entre dos edades. Es decir, que rayaba en la vejez sin haber entrado aún en ella. Su traje negro, su cuello bien almidonado, el lustre de sus botas de becerro, indicaban al hombre metódico, que somete su persona, como su vida, a reglas invariables. Su semblante nada revelaba: no había en él ninguno de esos rasgos característicos, tan prominentes en ciertas fisonomías, por los cuales un observador adivina en gran parte el carácter de algunos individuos. Perfectamente afeitado y peinado, el rostro y el pelo de aquel hombre manifestaban que el aseo era una de sus reglas de conducta.
Al ver a Martín, se quitó una gorra con que se hallaba cubierto y se adelantó con una de esas miradas que equivalen a una pregunta. El joven la interpretó así, e hizo un ligero saludo, diciendo:
—¿El señor don Dámaso Encina?
—Yo, señor, un servidor de usted —contestó el preguntado.
Martín sacó del bolsillo de la levita una carta que puso en manos de don Dámaso, con estas palabras:
—Tenga usted la bondad de leer esta carta.
—Ah, es usted Martín exclamó el señor Encina, al leer la firma, después de haber roto el sello, sin apresurarse—. Y su padre de usted, ¿cómo está?
—Ha muerto contestó Martín, con tristeza.
—¡Muerto! —repitió, con asombro, el caballero.
Luego, como preocupado de una idea repentina, añadió:
—Siéntese, Martín; dispénseme que no le haya ofrecido asiento; ¿y esta carta?...
—Tenga usted la bondad de leerla contestó Martín.
Don Dámaso se acercó a una mesa de escritorio, puso sobre ella la carta, tomó unos anteojos que limpió cuidadosamente con su pañuelo y colocó sobre sus narices. Al sentarse dirigió la vista sobre el joven.
—No puedo leer sin anteojos —le dijo a manera de satisfacción por el tiempo que había empleado en prepararse.
Luego principió la lectura de la carta, que decía lo siguiente:
Mi estimado y respetado señor:
Me siento gravemente enfermo y deseo, antes que Dios me llame a su divino tribunal, recomendarle a mi hijo, que en breve será el único apoyo de mi desgraciada familia. Tengo muy cortos recursos, y he hecho mis últimas disposiciones para que después de mi muerte puedan mi mujer y mis hijos aprovecharlas lo mejor posible. Con los intereses de mi pequeño caudal tendrá mi familia que subsistir pobremente para poder dar a Martín lo necesario hasta que concluya en Santiago sus estudios de abogado. Según mis cálculos, sólo podrá recibir veinte pesos al mes, y como le sería imposible con tan módica suma satisfacer sus estrictas necesidades, me he acordado de usted y atrevido a pedirle el servicio de que le hospede en su casa hasta que pueda por sí solo ganar su subsistencia.
Este muchacho es mi única esperanza, y si usted le hace la gracia que para él humildemente solicito, tendrá usted las bendiciones de su santa madre en la tierra y las mías en el cielo, si Dios me concede su eterna gloria después de mi muerte.
Mande a su seguro servidor, que sus plantas besa.
JOSE RIVAS
Don Dámaso se quitó los anteojos con el mismo cuidado que había empleado para ponérselos y los colocó en el mismo lugar que antes ocupaban.
—¿Usted sabe lo que su padre me pide en esta carta? —preguntó, levantándose de su asiento.
—Sí, señor contestó Martín.
—¿Y cómo se ha venido usted de Copiapó?
—Sobre la cubierta del vapor —contestó el joven, como con orgullo.
—Amigo —dijo el señor Encina—, su padre era un buen hombre y le debo algunos servicios que me alegraré de pagarle en su hijo. Tengo en los altos dos piezas desocupadas y están a la disposición de usted. ¿Trae usted equipaje?
—Sí, señor.
—¿Dónde está?
—En la posada de Santo Domingo.
—El criado irá a traerlo; usted le dará las señas.
Martín se levantó de su asiento y don Dámaso llamó al criado.
—Anda con este caballero y traerás lo que él te dé —le dijo.
—Señor —dijo Martín—, no hallo cómo dar a usted las gracias por su bondad.
—Bueno, Martín, bueno —contestó don Dámaso; está usted en su casa. Traiga usted su equipaje y arréglese allá arriba. Yo como a las cinco: véngase un poquito antes para presentarle a la señora.
Martín dijo algunas palabras de agradecimiento y se retiró.
—Juana, Juana —gritó don Dámaso, tratando de hacer pasar su voz a una pieza vecina—; que me traigan los periódicos.
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La casa en donde hemos visto presentarse a Martín Rivas estaba habitada por una familia compuesta de don Dámaso Encina, su mujer, una hija de diecinueve años, un hijo de veintitrés y tres hijos menores, que por entonces recibían su educación en el colegio de los padres franceses.
Don Dámaso se había casado a los veinticuatro años con doña Engracia Núñez, más bien por especulación que por amor. Doña Engracia, en ese tiempo, carecía de belleza, pero poseía una herencia de treinta mil pesos, que inflamó la pasión del joven Encina hasta el punto de hacerle solicitar su mano. Don Dámaso era dependiente de una casa de comercio en Valparaíso y no tenía más bienes de fortuna que su escaso sueldo. Al día siguiente de su matrimonio podía girar con treinta mil pesos. Su ambición desde este momento no tuvo límites. Enviado por asuntos de la casa en que servía, don Dámaso llegó a Copiapó un mes después de casarse. Su buena suerte quiso que, al cobrar un documento de muy poco valor que su patrón le había endosado, Encina se encontrase con un hombre de bien que le dijo lo siguiente:
—Usted puede ejecutarme: no tengo con qué pagar. Mas, si en lugar de cobrarme quiere usted arriesgar algunos medios, le firmaré a usted un documento por valor doble que el de esa letra y cederé a usted la mitad de una mina que poseo y que estoy seguro hará un gran alcance en un mes de trabajo.
Don Dámaso era hombre de reposo y se volvió a su casa sin haber dado ninguna respuesta en pro ni en contra. Consultóse con varias personas, y todas ellas le dijeron que don José Rivas, su deudor, era un loco que había perdido toda su fortuna persiguiendo una veta imaginaria.
Encina pesó los informes y las palabras de Rivas, cuya buena fe había dejado en su ánimo una impresión favorable.
—Veremos la mina —le dijo al día siguiente.
Pusiéronse en marcha y llegaron al lugar a donde se dirigían conversando de minas. Don Dámaso Encina veía flotar ante sus ojos, durante aquella conversación, las vetas, los mantos, los farellones, los panizos, como otros tantos depósitos de inagotable riqueza, sin comprender la diferencia que existe en el significado de aquellas voces. Don José Rivas tenía toda la elocuencia del minero a quien acompaña la fe después de haber perdido su caudal, y a su voz veía Encina brillar la plata hasta en las piedras del camino.
Mas, a pesar de esta preocupación, tuvo don Dámaso suficiente tiempo de arreglar en su imaginación la propuesta que debía hacer a Rivas en caso de que la mina le agradase. Después de examinarla, y dejándose llevar de su inspiración, Encina comenzó su ataque:
—Yo no entiendo nada de esto dijo—; pero no me desagradan las minas en general. Cédame usted doce barras y obtengo de mi patrón nuevos plazos para su deuda y quita de algunos intereses. Trabajaremos la mina a medias y haremos un contratito en el cual usted se obligue a pagarme el uno y medio por los capitales que yo invierta en la explotación y a preferirme por el tanto cuando usted quiera vender su parte o algunas barras.
Don José se hallaba amenazado de ir a la cárcel, dejando en el más completo abandono a su mujer y a su hijo Martín, de un año de edad.
Antes de aceptar aquella propuesta, hizo, sin embargo, algunas objeciones inútiles, porque Encina se mantuvo en los términos de su proposición y fue preciso firmar el contrato bajo las bases que éste había propuesto.
Desde entonces don Dámaso se estableció en Copiapó como agente de la casa de comercio de Valparaíso, en la que había servido y administró por su cuenta algunos otros negocios que aumentaron su capital. Durante un año la mina costeó sus gastos y don Dámaso compró poco a poco a Rivas toda su parte, quedando éste en calidad de administrador. Seis meses después de comprada la última barra. sobrevino un gran alcance, y pocos años más tarde don Dámaso Encina compraba un valioso fundo de campo cerca de Santiago y la casa en que le hemos visto recibir al hijo del hombre a quien debía su riqueza.
Gracias a ésta, la familia de don Dámaso era considerada como una de las más aristocráticas de Santiago. Entre nosotros el dinero ha hecho desaparecer más preocupaciones de familia que en las viejas sociedades europeas. En éstas hay lo que llaman aristocracia de dinero, que jamás alcanza con su poder y su fausto a hacer olvidar enteramente la oscuridad de la cuna: al paso que en Chile vemos que todo va cediendo su puesto a la riqueza, la que ha hecho palidecer con su brillo el orgulloso desdén con que antes eran tratados los advenedizos sociales. Dudamos mucho de que éste sea un paso dado hacia la democracia, porque los que cifran su vanidad en los favores ciegos de la fortuna afectan ordinariamente una insolencia, con la que creen ocultar su nulidad, que les hace mirar con menosprecio a los que no pueden, como ellos, comprar la consideración con el lujo o con la fama de sus caudales.
La familia de don Dámaso Encina era noble en Santiago por derecho pecuniario y, como tal, gozaba de los miramientos sociales por la causa que acabarnos de apuntar. Se distinguía por el gusto hacia el lujo, que por entonces principiaba a apoderarse de nuestra sociedad, y aumentaba su prestigio con la solidez del crédito de don Dámaso, que tenía por principal negocio el de la usura en grande escala, tan común entre los capitalistas chilenos.
Magnífico cuadro formaba aquel lujo a la belleza de Leonor, la hija predilecta de don Dámaso y de doña Engracia. Cualquiera que hubiese visto a aquella niña de diecinueve años en una pobre habitación habría acusado de caprichosa a la suerte por no haber dado a tanta hermosura un marco correspondiente. Así es que al verla reclinada sobre un magnífico sofá forrado en brocatel celeste, al mirar reproducida su imagen en un lindo espejo al estilo de la Edad Media, y al observar su pie, de una pequeñez admirable, rozarse descuidado sobre una alfombra finísima, el mismo observador habría admirado la prodigidad de la naturaleza en tan feliz acuerdo con los favores del destino. Leonor resplandecía rodeada de ese lujo como un brillante entre el oro y pedrenas de un rico aderezo. El color un poco moreno de su cutis y la fuerza de expresión de sus grandes ojos verdes, guarnecidos de largas pestañas; los labios húmedos y rosados, la frente pequeña, limitada por abundantes y bien plantados cabellos negros; las arqueadas cejas, y los dientes, para los cuales parecía hecha a propósito la comparación tan usada con las perlas; todas sus facciones, en fin, con el óvalo delicado del rostro, formaban en su conjunto una belleza ideal, de las que hacen bullir la imaginación de los jóvenes y revivir el cuadro de pasadas dichas en la de los viejos.
Don Dámaso y doña Engracia tenían por Leonor la predilección de casi todos los padres por el más hermoso de sus hijos. Y ella, mimada desde temprano, se había acostumbrado a mirar sus perfecciones como un arma de absoluto dominio entre los que la rodeaban, llevando su orgullo hasta oponer sus caprichos al carácter y autoridad de su madre.
Doña Engracia, en efecto, nacida voluntariosa y dominante, enorgullecida en su matrimonio por los treinta mil pesos, origen de la riqueza de que ahora disfrutaba la familia, se había visto poco a poco caer bajo el ascendiente de su hija, hasta el punto de mirar con indiferencia al resto de su familia y no salvar incólume, de aquella silenciosa y prolongada lucha doméstica, más que su amor a los perritos falderos y su aversión hacia todo abrigo, hija de su temperamento sanguíneo.
En la época en que principia esta historia, la familia Encina acababa de celebrar con un magnífico baile la llegada de Europa del joven Agustín, que había traído del Viejo Mundo gran acopio de ropa y alhajas, en cambio de los conocimientos que no se había cuidado de adquirir en su viaje. Su pelo rizado, la gracia de su persona y su perfecta elegancia hacían olvidar lo vacío de su cabeza y los treinta mil pesos invertidos en hacer pasear la persona del joven Agustín por los enlosados de las principales ciudades europeas.
Además de este joven y de Leonor, don Dámaso tenía otros hijos, de cuya descripción nos abstendremos por su poca importancia en esta historia.
La llegada de Agustín y algunos buenos negocios habían predispuesto el ánimo de don Dámaso hacia la benevolencia con que le hemos visto acoger a Martín Rivas y hospedarle en su casa. Estas circunstancias le habían hecho también olvidar su constante preocupación de la higiene, con la que pretendía conservar su salud y entregarse con entera libertad de espíritu a las ideas de política que, bajo la forma de un vehemente deseo de ocupar un lugar en el Senado, inflamaban al patriotismo de este capitalista.
Por esta razón había pedido los periódicos después de la benévola acogida que acababa de hacer al joven provinciano.
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Martín Rivas había abandonado la casa de sus padres en momentos de dolor y de luto para él y su familia. Con la muerte de su padre no le quedaban en la tierra más personas queridas que doña Catalina Salazar, su madre, y Matilde, su única hermana. El y estas dos mujeres había velado durante quince días a la cabecera de don José, moribundo. En aquellos supremos instantes, en que el dolor parece estrechar los lazos que unen a las personas de una misma familia, los tres habían tenido igual valor y sostenídose mutuamente por una energía fingida, con la que cada cual disfrazaba su angustia a los otros dos.
Un día don José conoció que su fin se acercaba y llamó a su mujer y a sus dos hijos.
—Este es mi testamento —les dijo, mostrándoles el que había hecho extender el día anterior—, y aquí hay una carta que Martín llevará en persona a don Dámaso Encina, que vive en Santiago.
Luego, tomando una mano a su hijo:
—De ti va a depender en adelante —le dijo la suerte de tu madre y de tu hermana: ve a Santiago y estudia con empeño. Dios premiará tu constancia y tu trabajo.
Ocho días después de la muerte de don José, la separación de Martín renovó el dolor de la familia, en la que el llanto resignado había sucedido a la desesperación. Martín tomó pasaje en la cubierta del vapor y llegó a Valparaíso, animado del deseo del estudio. Nada de lo que vio en aquel puerto ni en la capital llamó su atención. Sólo pensaba en su madre y en su hermana, y le parecía oír en el aire las últimas y sencillas palabras de su padre. De altivo carácter y concentrada imaginación, Martín había vivido, hasta entonces, aislado por su pobreza y separado de su familia, en casa de un viejo tío que residía en Coquimbo, donde el joven había hecho sus estudios mediante la protección de aquel pariente. Los únicos días de felicidad eran los que las vacaciones le permitían pasar al lado de su familia. En ese aislamiento, todos sus afectos se habían concentrado en ésta, y al llegar a Santiago juró regresar de abogado a Copiapó y cambiar la suerte de los que cifraban en él sus esperanzas.
—Dios premiará mi constancia y mi trabajo decía, repitiéndose las palabras llenas de fe con que su padre se había despedido.
Con tales ideas arreglaba Martín su modesto equipaje en las piezas de los altos de la hermosa casa de don Dámaso Encina.
A las cuatro de la tarde de ese mismo día, el primogénito de don Dámaso golpeaba a una puerta de las piezas de Leonor. El joven iba vestido con una levita azul abrochada sobre un pantalón claro que caía sobre un par de botas de charol, en cuyos tacones se veían dos espuelitas doradas. En su mano izquierda tenía una huasca con puño de marfil y en la derecha, un enorme cigarro habano, consumido a medias.
Golpeó, como dijimos, a la puerta, y oyó la voz de su hermana que preguntaba:
—¿Quién es?
—¿Puedo entrar? —preguntó Agustín, entreabriendo la puerta.
No esperó la contestación y entró en la pieza con aire de elegancia suma.
Leonor se peinaba delante de un espejo, y volvió su rostro con una sonrisa hacia su hermano.
—¡Ah! —exclamo— ¡ya vienes con tu cigarro!
—No me obligues a botarlo, hermanita dijo el elegante—, es un imperial de a doscientos pesos el mil.
—Podías haberlo concluido antes de venir a verme.
—Así lo quise hacer, y me fui a conversar con mamá; pero ésta me despidió, so pretexto de que el humo la sofocaba.
—¿Has andado a caballo? —preguntó Leonor.
—Sí, y en pago de tu complacencia para dejarme mi cigarro, te contaré algo que te agradará.
—¿Qué cosa?
—Anduve con Clemente Valencia.
—¿Y qué más?
—Me habló de ti con entusiasmo.
Leonor hizo con los labios una ligera señal de desprecio.
—Vamos —exclamó Agustín—, no seas hipócrita. Clemente no te desagrada.
—Como muchos otros.
—Tal vez; pero hay pocos como él.
—¿Por qué?
—Porque tiene trescientos mil pesos.
—Sí; pero no es buen mozo.
—Nadie es feo con capital, hermanita.
Leonor se sonrió; mas, habría sido imposible decir si fue de la máxima de su hermano o de satisfacción por el arte con que había arreglado una parte de sus cabellos.
—En estos tiempos, hijita —continuó el elegante, reclinándose en una poltrona—, la plata es la mejor recomendación.
—O la belleza —replicó Leonor.
—Es decir, que te gusta más Emilio Mendoza porque es buen mozo: fi, ma belle!
—Yo no digo tal cosa.
—Vamos, ábreme tu corazón; ya sabes que te adoro.
—Te lo abriría en vano: no amo a nadie.
—Estás intratable. Hablaremos de otra cosa. ¿Sabes que tenemos un alojado?
—Así he sabido: un jovencito de Copiapó: ¿qué tal es?
—Pobrísimo —dijo Agustín, con un gesto de desprecio.
—Quiero decir de figura.
—No le he visto; será algún provinciano rubicundo y tostado por el sol.
En ese momento Leonor había concluido de peinarse y se volvió hacia su hermano.
—Estás charmante —le dijo Agustín, que, aunque no había aprendido muy bien el francés en su viaje a Europa, usaba una profusión de galicismos y palabras sueltas de aquel idioma para hacer creer que lo conocía perfectamente.
—Pero tengo que vestirme —replicó Leonor.
—Es decir, que me despides: bueno, me voy. Un baiser, ma chérie —añadió, acercándose a la niña y besándola en la frente. Luego, al tiempo de tomar la puerta, volvióse de nuevo hacia Leonor—: De modo que desprecias a ese pobre Clemente.
—¿Y qué hacerle? contestó con fingida tristeza la niña.
—Mira, trescientos mil pesos, no te olvides. Podrías irte a París y volver aquí a ser la reina de la moda. Yo te doy ma parole d'honneur que harías de Clemente cire et pabile dijo, queriendo afrancesar una expresión vulgar con que pintamos al individuo obediente, sobre todo en amores.
Leonor, que conocía el francés mejor que su hermano, se rió a carcajadas de la fatuidad con que Agustín había dicho su disparate al cerrar la puerta. y se entregó de nuevo a su tocador.
Los dos jóvenes que Agustín había nombrado se distinguían entre los más asiduos pretendientes de la hija de don Dámaso Encina; pero la voz de la chismografía social no designaba hasta entonces cuál de los dos se hubiera conquistado la preferencia de Leonor.
Como hemos visto. Los títulos con que cada uno de ellos se presentaba en la arena de la galantería eran diversos.
Clemente Valencia era un joven de veintiocho años, de figura ordinaria, a pesar del lujo que ostentaba en su traje, gracias a los trescientos mil pesos que tanto recomendaba Agustín a su hermana. Por aquel tiempo, es decir, en 1850, los solteros elegantes no habían adoptado aún la moda de presentarse en la Alameda en coupés o caleches como acontece en el día. Contentábanse, los que aspiraban al título de leones, con un cabriolé más o menos elegante, que hacían tirar por postillones a la Daumont en los días del Dieciocho y grandes festivales. Clemente Valencia había encargado uno a Europa, que le servía de pedestal para mostrar al vulgo su grandeza pecuniaria, que llamaba la atención de las niñas y despertaba la crítica de los viejos, los que miran con desprecio todo gasto superfluo, desde algún sofá predilecto, donde forman sus diarios corrillos en el paseo de las Delicias. Mas Clemente se cuidaba muy poco de aquella crítica y lograba su objeto de llamar la atención de las mujeres, que, al contrario de aquellos respetables varones, rara vez consideran como inútiles los gastos de ostentación. Así es que el joven capitalista era recibido en todas partes con el acatamiento que se debe al dinero, el ídolo del día. Las madres le ofrecían la mejor poltrona en sus salones; las hijas le mostraban gustosas el hermoso esmalte de sus dientes y tenían para él ciertas miradas lánguidas, patrimonio de los elegidos; al paso que los padres le consultaban con deferencia sus negocios y tomaban su voto en consideración, como el de un hombre que en caso necesario puede prestar su fianza para una especulación importante.
Emilio Mendoza, el segundo galán nombrado por Agustín Encina en la conversación que precede, brillaba por la belleza que faltaba a Clemente y carecía de lo que a éste servía de pasaporte en los más aristocráticos salones de la capital. Era buen mozo y pobre. Empero, esta pobreza no le impedía presentarse con elegancia entre los leones, bien que sus recursos no le permitían el uso del cabriolé en que su rival paseaba en la Alameda su satisfecho individuo. Emilio pertenecía a una de esas familias que han descubierto en la política una lucrativa especulación y, plegándose desde temprano a los gobiernos, había gozado siempre de buenos sueldos en varios empleos públicos.
En aquella época ocupaba un puesto con tres mil pesos de sueldo, mediante lo cual podía ostentar, en su camisa, joyas y bordados de valor que apenas eclipsaba su poderoso adversario.
Ambos, además de su amor por la hija de don Dámaso, eran impulsados por la misma ambición. Clemente Valencia quería aumentar su caudal con la herencia probable de Leonor y Emilio Mendoza sabía que, casándose con ella, además de la herencia que vendría más tarde, la protección de don Dámaso le sería de inmensa utilidad en su carrera política.
Entre estos dos jóvenes había, por consiguiente, dos puntos importantes de rivalidad: conquistar el corazón de la niña y ganarse las simpatías del padre. Lo primero y lo segundo eran dos graves escollos que presentaban seria resistencia por la índole de Leonor y el carácter de don Dámaso. Este fluctuaba entre el ministerio y la oposición a merced de los consejos de los amigos y de los editoriales de la prensa de ambos partidos; y Leonor, según la opinión general, tenía tan alta idea de su belleza, que no encontraba ningún hombre digno de su corazón ni de su mano. Mientras que don Dámaso, preocupado del deseo de ser senador, se inclinaba del lado en que creía ver el triunfo, su hija daba y quitaba a cada uno de ellos las esperanzas con que en la noche anterior se habían mecido al dormirse.
Así es que Clemente Valencia, opositor por relaciones de familia más bien que por convicciones, de las cuales carecía, encontraba a don Dámaso enteramente convertido a las ideas conservadoras, al día siguiente de haberse despedido de acuerdo con él sobre las faltas del Gobierno y la necesidad de atacarlo. Así también hallaba la sonrisa en los labios de Leonor, cuando se acercaba a ella, casi persuadido de que Emilio Mendoza había triunfado en su corazón.
Igual cosa acontecía a su rival, que trabajaba para hacer divisar a don Dámaso el sillón de senador únicamente en la ciega adhesión a la autoridad, y sufría los desdenes de la hija cuando ya se creía seguro de su amor.
Tales eran los encontrados intereses que se disputaban la victoria en casa de don Dámaso Encina.
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Entregado a profunda meditación se hallaba Martín Rivas, después de arreglar su reducido equipaje en los altos que debía a la hospitalidad de don Dámaso. Al encontrarse en la capital, de la que tanto había oído hablar en Copiapó; al verse separado de su familia, que divisaba en el luto y la pobreza; al pensar en la acaudalada familia en cuyo seno se veía admitido tan repentinamente, disputábanse el paso sus ideas en su imaginación y tan pronto se oprimía de dolor su pecho con el recuerdo de las lágrimas de los que había dejado, como palpitaba a la idea de presentarse ante gentes ricas y acostumbradas a las grandezas del lujo, con su modesto traje y sus maneras encogidas por el temor y la pobreza. En ese momento habían desaparecido para él hasta las esperanzas que acompañan a las almas jóvenes en sus continuas peregrinaciones al porvenir. Sabía, por el criado, que la casa era de las más lujosas de Santiago; que en la familia había una niña y un joven, tipos de gracia y de elegancia; y pensaba que él, pobre provinciano, tendría que sentarse al lado de esas personas acostumbradas al refinamiento de la riqueza. Esta perspectiva hería el nativo orgullo de su corazón y le hacía perder de vista el juramento que hiciera al llegar a Santiago y las promesas de la esperanza que su voluntad se proponía realizar.
A las cuatro y media de la tarde, un criado se presentó ante el joven y le anunció que su patrón le esperaba en la cuadra. Martín se miró maquinalmente a un espejo que había sobre un lavatorio de caoba, y se encontró pálido y feo; pero antes que su pueril desaliento le abatiese el espíritu, su energía le despertó como avergonzado y la voluntad le habló el lenguaje de la razón.
Al entrar en la pieza en que se hallaba la familia, la palidez que le había entristecido un momento antes desapareció bajo el más vivo encarnado.
Don Dámaso le presentó a su mujer y a Leonor, que le hiciera un ligero saludo. En ese momento entró Agustín, a quien su padre presentó también al joven Rivas, que recibió del elegante una pequeña inclinación de cabeza. Esta fría acogida bastó para desconcertar al provinciano, que permanecía de pie, sin saber cómo colocar sus brazos ni encontrar una actitud parecida a la de Agustín, que pasaba sus manos entre su perfumada cabellera. La voz de don Dámaso, que le ofrecía un asiento, le sacó de la tortura en que se hallaba, y mirando al suelo, tomó una silla distante del grupo que formaban doña Engracia, Leonor y Agustín, que se había puesto a hablar de su paseo a caballo y de las excelentes cualidades del animal en que cabalgaba.
Martín envidiaba de todo corazón aquella insípida locuacidad mezclada con palabras francesas y vulgares observaciones, dichas con ridícula afectación. Admiraba además. al mismo tiempo, la riqueza de los muebles, desconocida para él hasta entonces; la profusión de los dorados, la majestad de las cortinas que pendían delante de las ventanas, y la variedad de objetos que cubrían las mesas de arrimo. Su inexperiencia le hizo considerar cuanto veía como los atributos de la grandeza y de la superioridad verdaderas, y despertó en su naturaleza entusiasta esa aspiración hacia el lujo, que parece sobre todo el patrimonio de la juventud.
Al principio, Martín hizo aquellas observaciones levantando los ojos a hurtadillas, pues, sin conciencia de la timidez que le dominaba, cedía a su poder repentino, sin ocurrírsele combatirlo, como acababa de hacer al bajar de su habitación.
Don Dámaso, que era hablador, le dirigió la palabra para informarse de las minas de Copiapó. Martín vio, al contestar, dirigidos hacia él los ojos de la señora y sus hijos. Y esta circunstancia, lejos de aumentar su turbación, pareció infundirle una seguridad y aplomo repentinos, porque contestó con acierto y voz entera, fijando con tranquilidad su vista en las personas que le observaban como a un objeto curioso.
Mientras hablaba, volvía también la serenidad a su espíritu, gracias a los esfuerzos de su voluntad, naturalmente inclinada a luchar con las dificultades. Y pudo, sólo entonces, observar a las personas que le escuchaban.
En el rincón más oscuro de la pieza divisó a doña Engracia, que se colocaba siempre en el punto menos alumbrado para evitar la sofocación. Esta señora tenía en sus faldas una perrita blanca, de largo y rizado pelo, por el cual se veía que acababa de pasar un peine, tal era lo vaporoso de sus rizos. La perrita levantaba la cabeza de cuando en cuando y fijaba sus luminosos ojos en Martín con un ligero gruñido, al que contestaba cada vez doña Engracia, diciéndole por lo bajo:
—¡Diamela! ¡Diamela!
Y acompañaba esta amonestación con ligeros golpes de cariño parecidos a los que se dan a un niño regalón después que ha hecho alguna gracia.
Pero Martín se fijó un poco en la señora y en las señales de descontento de Diamela, y dejó también de admirar las pretenciosas maneras del elegante, para detener con avidez la vista sobre Leonor. La belleza de esta niña produjo en su alma una admiración indecible. Lo que experimenta un viajero contemplando la catarata del Niágara o un artista delante del grandioso cuadro de Rafael "La transfiguración" dará, bien explicado, una idea de las sensaciones súbitas y extrañas que surgieron del alma de Martín en presencia de la belleza sublime de Leonor. Ella vestía una bata blanca con el cinturón suelto como el de las elegantes romanas, sobre un delantal bordado. En cuya parte baja, llena de calados primorosos, se veía la franja de valenciennes de una riquísima enagua. El corpiño, que hacía un pequeño ángulo de escote, dejaba ver una garganta de puros contornos y hacía sospechar la majestuosa perfección de su seno. Aquel traje, sencillo en apariencia, y de gran valor en realidad, parecía realizar una cosa imposible: la de aumentar la hermosura de Leonor, sobre la cual fijó Martín con tan distraída obstinación la vista, que la niña volvió hacia otro lado la suya, con una ligera señal de impaciencia.
Un criado se presentó anunciando que la comida estaba en la mesa cuando Agustín estaba haciendo una descripción del Boulevard de París a su madre, al mismo tiempo que don Dámaso, que en aquel día se inclinaba a la oposición, ponía en práctica sus principios republicanos, tratando a Martín con familiaridad y atención.
Agustín ofreció el brazo izquierdo a su madre, tratando de agarrar a Diamela con la mano derecha.
—¡Cuidado, cuidado, niño! exclamó la señora, al ver la poca reverencia con que su primogénito trataba a su perra favorita—; vas a lastimarla.
—No lo crea, mamá contestó el elegante—. Cómo la había de hacer mal cuando encuentro esta perrita charmante.
Don Dámaso ofreció su brazo a Leonor, y volviéndose hacia Martín:
—Vamos a comer, amigo —le dijo, siguiendo tras su esposa y su hijo.
Aquella palabra "amigo", con que don Dámaso le convidaba, manifestó a Martín la inmensa distancia que había entre él y la familia de su huésped.
Un nuevo desaliento se apoderó de su corazón al dirigirse al comedor en tan humilde figura, cuando veía al elegante Agustín asentar su charolada bota sobre la alfombra con tan arrogante donaire, y la erguida frente de Leonor resplandecer con todo el orgullo de su hermosura y de la riqueza.
Mientras tomaban la sopa sólo se oyó la voz de Agustín:
—En los Freres provençaux comía diariamente una sopa de tortuga deliciosa decía, limpiándose el bozo que sombreaba su labio superior—. ¡Oh, el pan de París! —añadía, al romper uno de los llamados franceses entre nosotros—, es un pan divino mirobolante.
—¿Y en cuánto tiempo aprendiste el francés? —le preguntó doña Engracia, dando una cucharada de sopa a Diamela y mirando con orgullo a Martín, como para manifestarle la superioridad de su hijo.
Mas, sea que con este movimiento no pusiera bien la cuchara en el querido hocico de Diamela, sea que la temperatura elevada de la sopa ofendiese sus delicados labios, la perra lanzó un aullido que hizo dar un salto sobre su silla a doña Engracia; y su movimiento fue tan rápido, que echó a rodar por el mantel el plato que tenía por delante y el líquido que contenía.
—¡No ves, no ves!, ¿qué es lo que te digo? Eso sale por traer perros a la mesa —exclamó don Dámaso.
—Pobrecita de mi alma —decía, sin escucharle, doña Engracia, dando fuertes apretones de ternura a Diamela, que ésta aullaba desesperada.
—Vamos, cállate polissonne —dijo Agustín a la perra, que, viéndose un instante libre de los abrazos de la señora, se calló repentinamente.
Doña Engracia alzó los ojos al cielo como admirando el poder del Creador y, bajándolos sobre su marido, díjole con acento de ternura:
—¡Mira, hijo, ya entiende francés esta monada!
—¡Oh!, el perro es un animal lleno de inteligencia exclamó Agustín—; en París los llamaba en español y me seguían cuando les mostraba un pedazo de pan.
Un nuevo plato de sopa hizo cesar el descontento de Diamela y dejó restablecerse el orden en la mesa.
—¿Y qué dicen de política en el norte? —preguntó a Martín el dueño de casa.
—Yo he vivido lejos de las poblaciones, señor, con la enfermedad de mi padre —contestó el joven—; de modo que ignoro el espíritu que allí reinaba.
—En París hay muchos colores políticos dijo Agustín—; los orleanistas, los de la brancha de los Borbones y los republicanos.
—¿La brancha? —preguntó don Dámaso.
—Es decir, la rama de los Borbones —repuso Agustín.
—Pero en el norte todos son opositores dijo don Dámaso, dirigiéndose otra vez a Martín.
—Creo que es lo más general —respondió éste.
—La política gata los espíritus observó, sentenciosamente, el primogénito de la familia.
—¡Cómo es eso de gato! —preguntó su padre, con admiración.
—Quiero decir que vicia el espíritu contestó el joven.
—Sin embargo —repuso don Dámaso—, todo ciudadano debe ocuparse de la cosa pública, y los derechos de los pueblos son sagrados.
Don Dámaso, que, como dijimos, era opositor aquel día, dijo con gran énfasis esta frase que acababa de leer en un diario liberal.
—Mamá, ¿qué confiture es ésa? —preguntó Agustín, señalando una dulcera, para cortar la conversación de política, que le fastidiaba.
—Y los derechos del pueblo continuó diciendo don Dámaso, sin atender el descontento de su hijo están consignados en el Evangelio.
—Son albaricoques, hijo —decía al mismo tiempo doña Engracia, contestando a la pregunta de Agustín.
—¡Cómo, albaricoques! —exclamó don Dámaso creyendo que su mujer calificaba con esa palabra los derechos de los pueblos.
—No, hijo; digo que aquel es dulce de albaricoques contestó doña Engracia.
—Confiture d'habricots —dijo Agustín, con el énfasis de un predicador que cita un texto latino.
Durante este diálogo, Martín dirigía sus miradas a Leonor, la que aparentaba la mayor indiferencia, sin tomar parte en la conversación de la familia.
Terminada la comida, todos salieron del comedor en el orden en que habían entrado, y en el salón continuó cada cual con su tema favorito.
Agustín hablaba a su madre del café que tomaba en Tortoni después de comer; don Dámaso citaba a Martín, dándolas por suyas, las frases liberales que había aprendido por la mañana en los periódicos, y Leonor hojeaba con distracción un libro de grabados ingleses al lado de una mesa. A las siete pudo Martín libertarse de los discursos republicanos de su anfitrión y retirarse del salón.
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Martín se sentó al lado de una mesa con el aire de un hombre cansado por una larga marcha. Las emociones de su llegada a Santiago, de la presentación en una familia rica, la impresión que le había causado la elegancia de Agustín Encina, y la belleza sorprendente de Leonor, todo, pasando confusamente en su espíritu, como las incoherentes visiones de un sueño, le habían rendido de cansancio.
Aquella desdeñosa hermosura, que no se dignaba tomar parte en las conversaciones de la familia, le humillaba con su elegancia y su riqueza. ¿Era tan vulgar su inteligencia como la de sus padres y la de su hermano, y ésta la causa de su silencio? Martín se hizo esta pregunta maquinalmente y como para combatir la angustia que oprimía su pecho al considerar la imposibilidad de llamar la atención de una criatura como Leonor. Pensando en ella, entrevió por primera vez el amor, como se divisa a su edad: un paraíso de felicidad indefinida ardiente como la esperanza de la juventud, dorado como los sueños de la poesía, esta inseparable compañera del corazón que ama o desea amar.
Un repentino recuerdo de su familia disipó por un instante sus tristes ideas y sacó a su corazón del círculo de fuego en que principiaba a internarse. Tomó su sombrero y bajó a la calle. El deseo de conocer la población, el movimiento de ésta, le devolvió la tranquilidad. Además, deseaba comprar algunos libros, y preguntó por una librería al primero que encontró al paso. Dirigiéndose por las indicaciones que acababa de recibir, Martín llegó a la Plaza de Armas.
En 1850, la pila de la plaza no estaba rodeada de un hermoso jardín como en el día, ni presentaba al transeúnte que se detenía a mirarla más asiento que su borde de losa, ocupado siempre en la noche por gente del pueblo. Entre éstos se veían corrillos de oficiales de zapatería que ofrecían un par de botines o de botas a todo el que por allí pasaba a esas horas.
Martín, llevado de la curiosidad de ver la pila, se dirigió de la esquina de la calle de Monjitas, en donde se había detenido a contemplar la plaza, por el medio de ella. Al llegar a la pila, y cuando fijaba la vista en las dos figuras de mármol que la coronan, un hombre se acercó a él, diciéndole:
—Un par de botines de charol, patrón.
Estas palabras despertaron en su memoria el recuerdo del lustroso calzado de Agustín y sus recientes ideas que le habían hecho salir de la casa. Penso que con un par de botines de charol haría mejor figura en la elegante familia que le admitía en su seno; era joven y no se arredró con esta consideración ante la escasez de su bolsillo. Detúvose mirando al hombre que le acababa de dirigir la palabra, y éste que ya se retiraba, volvió al instante hacia él.
—A ver los botines dijo Martín.
—Aquí están, patroncito —contestó el hombre, mostrándole el calzado cuyos reflejos acabaron de acallar los escrúpulos del joven.
—Vea —añadió el vendedor, tendiendo un pañuelo al borde de la pila—, siéntese aquí y se los prueba.
Rivas se sentó lleno de confianza y se despojó de su tosco botín, tomando uno de los que el hombre le presentaba. Mas no fue pequeño su asombro cuando, al hacer esfuerzos para meter el pie, se vio rodeado de seis individuos, de los cuales cada uno le ofrecía un par de calzado, hablándole todos a un tiempo. Martín, más confuso que el capitán de la ronda cuando se ve rodeado de los que encuentra en casa de don Bartolo, en "El Barbero de Sevilla", oía las distintas voces y forcejeaba en vano para entrar el botín.
—Vea, patrón, éstos le están mejor —le decía uno.
—Póngase éstos, señor; vea qué trabajo; de lo fino no más —añadía otro, colocándole un par de botines bajo las narices.
—Aquí tiene unos pa toa la vía —le murmuraba un tercero al oído.
Y los demás hacían el elogio de su mercancía en parecidos términos, confundiendo al pobre mozo con tan extraña manera de vender.
El primer par fue desechado por estrecho, el segundo por ancho, y por muy caro el tercero.
Entretanto, el número de zapateros había aumentado considerablemente en derredor del joven que, cansado de la porfiada insistencia de tanto vendedor reunido, se puso su viejo botín y se incorporó diciendo que compara en otra ocasión. En el instante vio tornarse en áspero lenguaje la oficiosidad con que un minuto hacía le acosaban y oyó al primero de los vendedores decirle:
—Si no tiene ganas de comprar, ¿pa qué está embromando?
Y a otro añadir, como por vía de apéndice a lo de éste:
—Pal caso, que tal vez ni tiene plata.
Y luego un tercero replicar:
—¡Y como que tiene traza de futre pobre, hombre!
Martín, recién llegado a la capital, ignoraba la insolencia de sus compatriotas obreros de esta ciudad, y sintió el despecho apoderarse de su paciencia.
—Yo a nadie he insultado dijo, dirigiéndose al grupo—, y no permitiré que me insulten tampoco.
—¿Y por qué lo insultan, porque le dicen pobre? Noshotros somos pobres también —contesto una voz.
—¡Entonhes le iremos ques rico, pue! —dijo otro, acercándose al joven.
—Y si es tan rico, ¿por qué no compró, pues? —añadió el primero que había hablado, acercándosele aún más que el anterior.
Rivas acabó con esto de perder la paciencia, y empujó con tal fuerza al hombre, que éste fue a caer al pie de sus compañeros.
—¿Y dejái que te pegue un futre? —le dijo uno.
—Levántate hom, no seái falso dijo otro.
El zapatero se levantó, en efecto, y arremetió al joven con furia. Una riña de pugilato se trabó entonces entre ambos, con gran alegría de los otros, que aplaudían y animaban, elogiando con imparcialidad los golpes que cada cual asestaba con felicidad a su adversario.
—Cáscale fuerte en las narices decía uno.
—Sácale chocolate al futre —agregaba otro.
—Pégale fuerte y feo exclamaba el tercero.
De súbito se oyó una voz que hizo dispersarse el grupo como por encanto, y dejar solos a los combatientes.
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