lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XX

A fin de conjurar la posibilidad de qué se cumpliese aquella amenaza, el señor Linton, al día siguiente, muy de mañana, me encargó de que llevase al niño a casa de su padre en la jaca de Cati, y me advirtió:

-Como ahora no vamos a poder intervenir en el destino que le espera, sea bueno o malo, di únicamente a mi hija que el padre de Linton ha enviado a buscarle, pero no le digas dónde está para impedir que sienta deseos de ir a «Cumbres Borrascosas».

Linton no quería levantarse a las cinco de la mañana, y menos al saber que se trataba de continuar el viaje. Pero yo le dije que era sólo cuestión de ir a pasar una temporada con su padre, el señor Heathcliff, que tenía muchos deseos de conocerle.

-¿Mi padre? -contestó-. Mamá nunca me habló de mi padre. Prefiero quedarme con el tío. ¿Dónde vive mi padre?

-Vive cerca de aquí -contesté-. Cuando esté usted fuerte puede venir andando. Debe usted alegrarse de verle y de estar con él, y debe procurar quererle como ha querido usted a su mamá.

-¿Cómo no me hablaba mamá de él y por qué no vivían juntos? -preguntó Linton.

-Porque él tenía que estar aquí por sus asuntos -indiqué- y a su mamá su mala salud la obligaba a vivir en el sur.

-¿Y por qué no me habló de mi padre? Del tío me hablaba mucho, y me acostumbró a que le quisiera.

Pero, ¿cómo voy a querer a mi padre si no le conozco?

-Todos los niños quieren a sus padres -contesté-. Su madre no le hablaría para evitar que usted quisiera irse con él. Vamos. Un paseíto a caballo en una mañana tan hermosa es preferible a dormir una hora más.

-¿Vendrá con nosotros la niña de ayer? -me preguntó Linton.

-Ahora no -repuse.

-¿Y el tío?

-No. Yo le acompañaré.

Linton, sombrío, hundió la cara en la almohada.

-No me iré sin el tío -acabó diciendo-. No comprendo por qué se empeña usted en llevarme de aquí.

Yo traté de convencerle, pero se resistió de tal modo que tuve que apelar al auxilio del señor.

Al fin, el pobre niño salió, después de recibir muchas falsas promesas de que su ausencia sería breve y de que Eduardo y Cati le visitarían con frecuencia. El aire, el sol y la marcha reposada de Minny contribuyeron a alegrarle un poco. Comenzó a hacerme preguntas sobre la nueva casa.

-¿«Cumbres Borrascosas» es un sitio tan hermoso como la «Granja de los Tordos»? -me interrogó, mientras se volvía para lanzar una última mirada al valle, del cual se levantaba entonces una leve neblina hacia el azul.

-No tiene tantos árboles -contesté- y no es tan grande, pero desde allí se ve un hermoso panorama y el aire es más puro y más fresco. Puede que le parezca una casa algo antigua y lóbrega, pero es, en importancia, la segunda de la comarca. Y podrá usted dar paseos por los campos de las inmediaciones.

Hareton Earnshaw, que es primo de la señorita Cati y hasta cierto punto de usted, le enseñará todo lo que hay de bonito en los alrededores.

Cuando haga buen tiempo, puede usted coger un libro y marcharse a leer al campo. Se encontrará a veces con su tío, que suele pasearse por las colinas.

-¿Cómo es mi padre? ¿Es tan joven y tan guapo como el tío?

-Es tan joven como el tío -respondí-, pero tiene negro el cabello y los ojos. Es más alto y más grueso también, y a primera vista aparenta ser severo. Quizá no le parezca a usted cariñoso ni afable, pero trátele no obstante con cariño, y él le querrá a usted más que su tío, porque al fin es usted su hijo, naturalmente.

-¿De manera que no me parezco a él? -siguió preguntando Linton-. Porque si tiene negro el cabello y los ojos...

-No se le parece mucho -repuse.

Y pensé para mí que no se le parecía en nada.

-¡Cuánto me asombra que él no fuera nunca a ver a mamá! Y a mí, ¿me ha visto alguna vez siendo pequeño? Yo no me acuerdo.

-Trescientas millas son mucha distancia -le dije- y diez años no son para una persona mayor lo mismo que para usted. El señor Heathcliff se propondría seguramente ir de un momento a otro, y nunca llegaba la ocasión. Vale más que no le haga usted preguntas sobre ello.

El muchacho no habló más durante el resto del camino, hasta que nos detuvimos a la puerta de la casa.

Allí miró atentamente la fachada labrada, las ventanas, los árboles torcidos y los groselleros. Hizo un movimiento con la cabeza con el que significaba su disgusto, pero no dijo nada.

Yo me dirigí a abrir la puerta antes de que él se apease. Eran las seis y media y en la casa acababan de tomar el desayuno. La criada estaba limpiando la mesa. José explicaba a su amo algo que se refería a su caballo, y Hareton se disponía a salir.

-¡Hola, Elena! -me dijo Heathcliff al verme-. Me temía tener que ir en persona a buscar lo que es mío.

Me lo has traído, ¿no? Vamos a ver qué tal es.

Se levantó y se dirigió a la puerta seguido por José y por Hareton. El pobre Linton miró a los tres.

-¡Qué aspecto tiene! -dijo José, después de una detenida inspección-. Me parece, señor, que le han echado a perder a su hijo.

Heathcliff, que miraba al niño fijamente, soltó una carcajada de irrisión.

-¡Dios mío, qué niño! Parece que le han criado con caracoles y con leche agria. El diablo me lleve, sino es aún mucho peor de lo que esperaba, y eso que no me hacía muchas ilusiones.

Mandé al niño que se apeara y entrase. Él no había comprendido bien las palabras de su padre, ni aún tenía seguridad de que fuera su padre aquel extraño. Me miraba con creciente temor, y cuando Heathcliff se sentó y le mandó acercarse, él se agarró a mi falda y empezó a llorar.

-¡Bah, bah! --dijo Heathcliff. Le cogió, le atrajo hacia él y, tomándole por la barbilla, añadió-: Nada de tonterías. No vamos a hacerte nada, eres el retrato de tu madre. ¿Qué hay mío en ti, pollito?

Le quitó el sombrero y le echó hacia atrás los rizos. Le palpó brazos y manos. Linton dejó de llorar y contempló a su vez al hombre con sus grandes ojos azules.

-¿Me conoces? -preguntó Heathcliff, después de cerciorarse de la fragilidad de los miembros de su hijo.

-No -dijo Linton, con temor.

-¿Ni te han hablado de mí?

-No.

-¿No, eh? Tu madre debía haberse avergonzado de no despertar tu cariño hacia mí. Bueno, pues entérate, eres mi hijo, y tu madre fue una malvada bribona al no explicarte qué clase de padre tienes. ¡Vamos, te ruborizas! Algo es convencerse de que no tienes blanca la sangre también. Ahora a ser buen chico. Elena, siéntate si estás cansada, y vuélvete a tu casa, si no. Ya supongo que contarás en la «Granja» todo lo que estás viendo y oyendo. Y el chico no se hará al ambiente mientras no se quede con nosotros solo.

-Espero, señor Heathcliff -contesté- que se portará bien con el niño, porque de lo contrario no le tendrá mucho tiempo a su lado. Piense que es el único familiar que le queda.

-Seré buenísimo con él, no tengas miedo-repuso-. Ahora que nadie más lo será. Procuraré acaparar su afecto. Y para empezar mis bondades, ¡José, trae algo de desayunar al niño! Hareton, becerro infernal, vete a trabajar. -Y cuando ambos se fueron, agregó-: Sí, Elena, mi hijo es el futuro propietario de tu casa, y no quiero que muera hasta estar seguro de que será el heredero. Además, es hijo mío, y quiero ver a mi descendiente dueño exclusivo de los bienes de los Linton y a éstos o a sus descendientes cultivando las tierras de sus padres a las órdenes de mi hijo. Es lo único que me interesa de este chico. Le odio por lo que me evoca, y le desprecio por lo que es. Pero lo que te he dicho basta para que le cuide y le atienda tanto como tu amo pueda atender y cuidar a su hija. He preparado para él una habitación lindamente amueblada, y he encargado a un maestro que venga, desde una distancia de veinte millas, a darle lección tres veces a la semana. A Hareton le he mandado que le obedezca, y, en fin, he hecho todo lo necesario para que Linton se sienta superior a los demás de la casa. Pero me disgusta que valga tan poco. Lo único que me hubiera consolado es que fuese digno de mí, y he experimentado una desilusión viendo que es un pobre desgraciado que no sabe hacer otra cosa que llorar.

José acudió con un tazón de sopa de leche.

Linton, después de dar muchas vueltas al cacharro, dijo que no lo quería. El viejo criado, según noté, sentía hacia el niño el mismo desprecio que su padre, pero procuraba disimularlo teniendo en cuenta el deseo de Heathcliff de que le respetaran.

-¿Con qué no quiere comerlo? -dijo José en voz muy baja para que no le oyesen-. Pues el señorito Hareton no comía otra cosa cuando era niño, y era tan bueno como usted.

-Llévatelo -repuso Linton-. No lo quiero.

José, indignado, cogió el tazón y se lo presentó a Heathcliff.

-¿Qué hay en esto de malo? -preguntó.

-No creo que haya nada malo -dijo Heathcliff.

-Pues su hijo no quiere comerlo -respondió José-. ¡Pero él se saldrá con la suya! Su madre era lo mismo. Pensaba que todos éramos unos puercos y que nuestro contacto ensuciaba el trigo con que se cocía su pan.

-Guárdate de mencionar a su madre -gruñó Heathcliff, enojado-. Trae algo que le guste, y basta. ¿Qué suele comer el chiquillo, Elena?

Indiqué que le convendría té o leche hervida, y la criada recibió orden de prepararlo. Yo reflexioné que el egoísmo de su padre contribuiría a su bienestar. Heathcliff veía que su delicada salud exigía tratarle con cuidado. Y pensé que el señor se consolaría cuando se lo dijese. Entretanto, como ya no tenía pretexto para quedarme, salí al patio, aprovechando un momento en que Linton estaba ocupado en rechazar tímidamente las muestras de amistad que le quería prodigar un mastín. Pero él se dio cuenta de mi marcha. Al cerrar la puerta le oí gritar una vez y otra:

-¡No se vaya! ¡No quiero quedarme aquí!

Se cerró la puerta, y le impidieron salir. Monté en Minny, y así concluyó mi breve custodia del niño.

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