lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO VIII

Una hermosa mañana de junio, vino al mundo el primer niño que yo había de criar y el último vástago de la antigua raza de los Earnshaw. Estábamos recogiendo heno en un campo apartado de la finca, cuando vimos llegar con una hora de anticipación a la chica que nos traía habitualmente el desayuno.

-¡Qué niño tan hermoso! -exclamó-. Nunca se ha visto uno más guapo... Pero, según dice el médico, la señora vivirá muy poco. Al parecer se ha ido consumiendo durante los últimos meses. He oído cómo se lo decía al señor Hindley, y le ha asegurado que morirá antes del invierno. Venga a casa enseguida, Elena.

Tiene que cuidar al niño, darle leche y azúcar. Me gustaría ser usted porque cuando la señora muera va usted a quedar completamente encargada del pequeño.

-¿Tan enferma está? -pregunté, soltando la horquilla y anudándome las cintas del sombrero.

-He oído que sí -repuso la muchacha- aunque está muy animada y habla como si fuese a vivir hasta ver al pequeño hecho un hombre. No cabe en sí de alegría. Verdaderamente, el niño es una hermosura. Si yo estuviera en su caso, no me moriría. Sólo con mirar al niño, me pondría buena. La señora Archer llevó el angelito al amo, y no había hecho más que presentárselo, cuando se adelanta el viejo gruñón de Kenneth y le dice: «Señor Earnshaw, es una fortuna que su mujer le haya dado un hijo. Cuando la vi por primera vez tuve la seguridad de que no viviría largo tiempo, y ahora puedo decirle que no pasará del invierno. No se aflija, porque la cosa es irremediable; pero debió haber buscado usted una mujer más sana.»

-¿Y qué contestó el amo? -pregunté a la muchacha.

-Creo que una blasfemia, pero no me fijé, porque estaba muy ocupada en mirar a la criatura.

La moza empezó a describirme al bebé con entusiasmo. Yo me apresuré a correr a casa, ya que tenía tantos deseos de verlo como ella misma, pero me daba pena de Hindley. Sabía que en su corazón sólo había lugar para dos afectos: el de su mujer y el de sí mismo. A Francisca la adoraba, y me parecía imposible que pudiera soportar su muerte.

Al llegar a «Cumbres Borrascosas», él se hallaba de pie ante la puerta. Le pregunté cómo estaba el recién nacido.

-A punto de echar a correr, Elena -me replicó, sonriendo.

-¿Y la señora? Creo que el médico dice...

-¡Al demonio con el médico! -contestó-. Francisca está bien y la semana próxima se habrá restablecido del todo. Si subes, dile que ahora iré a verla, siempre que prometa no hablar. Me he ido de la habitación porque no quería callarse, y es preciso que guarde silencio. Adviértele que el señor Kenneth le prescribe quietud.

Comuniqué aquella indicación a la señora, y ella, que parecía muy animada, respondió:

-Sólo hablé una palabra, Elena, y a pesar de ello salió dos veces orando de la habitación. Le prometo callarme, pero ello no me impedirá reírme de él.

La pobre mujer no perdió el humor hasta una semana antes de morir. Su marido seguía obstinándose en que mejoraba constantemente. El día en que Kenneth le advirtió que ya no recetaba más medicinas, porque eran totalmente inútiles, dado el grado a que había llegado la enfermedad, Hindley le contestó:

-Bien sé que no las necesita, ni tampoco los cuidados médicos. Nunca ha estado enferma del pecho.

Padeció una fiebre, sí, pero ya ha desaparecido. Su pulso es ahora tan normal como el mío y sus mejillas están muy frescas.

A su esposa le decía lo mismo, y ella parecía creerlo. Pero una noche, mientras Francisca reclinaba la cabeza en el hombro de su esposo y le decía que pensaba levantarse al día siguiente, le acometió un leve ataque de tos. Él la abrazó, ella le echó las manos al cuello, palideció y entregó el alma.

Hareton, el niño, fue entregado a mis cuidados. El señor Earnshaw se conformaba, respecto al pequeño, con saber que estaba bien y con no oírle llorar. Pero él, por su parte, estaba desesperado. Su dolor era de los que no se manifiestan con lamentaciones. No sollozaba ni rezaba, sino que maldecía de Dios y de los hombres, y se entregó a una vida de loco libertinaje. Ningún criado soportó largo tiempo el tiránico comportamiento que nos daba, y sólo nos quedamos a su lado José y yo. Yo había sido su hermana de leche, y me faltó valor para abandonarle. En cuanto a José, se quedó porque así podía mandar despóticamente a los jornaleros y arrendatarios, y también porque siempre se sentía a gusto donde quiera quehubiese cosas que censurar.

Los malos hábitos y las malas compañías que había contraído el amo constituían un pésimo ejemplo para Catalina y Heathcliff. Este era tratado de tal manera, que aunque hubiera sido un santo, tenía que acabar convirtiéndose en un demonio. Y, en verdad, el muchacho parecía endemoniado en aquella época. La degradación de Hindley le colmaba de placer y su aspereza y tosquedad aumentaban.

Nuestra vida era un infierno. El cura dejó de acudir a la casa, y terminaron imitándole todas las personas respetables. Nadie nos trataba, excepto Eduardo Linton, que a veces se presentaba a visitar a Catalina. A los quince años, la joven se transformó en la reina de la comarca. Ninguna podía igualarla, y se convirtió en un ser terco y caprichoso. Desde que había dejado de ser niña, yo no la quería, y procuraba humillar su soberbia a todo trance, pero ella no me hacía caso. Conservó un afecto constante hacia Heathcliff, y no quiso nunca a nadie como a él, ni siquiera al joven Linton. Este fue mi último señor: su retrato está ahí, sobre la chimenea. Antes, al lado, estaba colgado el de su mujer y es una pena que lo hayan quitado porque así podría usted haberse hecho una idea de lo que fue. Vamos a repasar eso y verá.

La bujía iluminó un rostro de finas facciones, muy semejante al de la joven de las «Cumbres» pero más pensativo y menos adusto. Era un cuadro agradable. El cabello era rubio y levemente rizado en las sienes, los ojos grandes y reflexivos, y en conjunto una figura que resultaba incluso demasiado graciosa. No me maravillé de que Catalina le hubiese preferido a Heathcliff, pero pensando en que su espíritu debía corresponder a su aspecto, me asombró que él se hubiese sentido atraído hacia Catalina Earnshaw.

-Es un buen retrato -dije-. ¿Es parecido?

-Sí -repuso el ama de llaves-. En general era así. Cuando estaba animado, parecía más guapo aún.

A raíz de pasar Catalina aquellas cinco semanas con los Linton, siguió manteniendo relaciones de amistad con ellos. Como disimulaba en su presencia su aspereza acostumbrada, logró cautivarles a todos, en especial a Isabel, que la admiraba, y a su hermano, que terminó por enamorarse de ella. Como esto la complacía, tenía que desarrollar un doble modo de ser, aunque no con mal deseo. Cuando oía comentar que Heathcliff era un rufián y peor que un bruto, se cuidaba mucho de no parecerse a él, pero cuando estaba en casa mostraba muy poca inclinación a los buenos modales, que, por otra parte, no la hubieran granjeado elogios de ninguno.

Eduardo no se atrevía a frecuentar mucho «Cumbres Borrascosas», porque la mala fama que tenía Earnshaw le asustaba, y temía encontrarse con él. Le recibíamos con muchas atenciones, el amo procuraba también no ofenderle, adivinando la razón de sus asiduidades, y, ya que no le fuera posible mostrarse amable, a lo menos procuraba no dejarse ver. Aquellas visitas me parece que no complacían mucho a Catalina. A ésta le faltaba malicia y no sabía ser coqueta, de modo que no le agradaba que sus dos amigos se encontrasen, porque si Heathcliff mostraba desprecio hacia Linton, ella no podía mostrarse concorde con él, como lo hacía cuando Eduardo no estaba presente, y si Linton, a su vez, expresaba antipatía hacia Heathcliff, tampoco osaba llevarle la contraria. Yo me mofé muchas veces de sus indecisiones y de los disgustos que sufría por causa de ellas, y que trataba de ocultar. Me dirá usted que mi actitud eracensurable, pero aquella joven era tan soberbia, que si se quería hacerla más humilde, era forzoso no compadecerla nunca. Al cabo, como no encontraba otro confidente mejor, tuvo que franquearse ante mí.

Una tarde en que el señor Earnshaw había salido, Heathcliff resolvió hacer fiesta aquel día. Creo que tenía entonces dieciséis años, y aunque no era tonto ni feo, su aspecto general era desagradable. La educación que en sus primeros tiempos recibiera se había disipado. Los trabajos a que le dedicaban habían extinguido en él todo amor al estudio y el sentimiento de superioridad que en su niñez le infundieran las atenciones del antiguo amo ya no existía. Largo tiempo se esforzó en mantenerse al nivel cultural de Catalina, pero al fin tuvo que ceder a la evidencia. Cuando se convenció de que ya no recobraría lo perdido, se abandonó del todo, y su aspecto reflejaba su rebajamiento moral. Tenía un aspecto innoble y grosero, del que actualmente no conserva nada, se hizo insociable en extremo y parecía complacerse en inspirarrepulsión antes que simpatía a los pocos con quienes tenía relación.

Cuando no trabajaba, seguía siendo el eterno compañero de Catalina. Pero él no le expresaba nunca su afecto verbalmente, y recibía las afectuosas caricias de su amiga sin devolverlas.

El día a que me refiero, entró en la habitación donde yo estaba ayudando a vestirse a la señorita Catalina, y anunció su decisión de no trabajar aquella tarde. Ella, que no esperaba tal ocurrencia, había citado a Eduardo, y estaba preparándose para recibirle.

-Tienes algo que hacer esta tarde, Catalina? -le preguntó-. ¿Piensas ir de paseo?

-No; porque está lloviendo.

-Entonces, ¿por qué te has puesto este vestido de seda? Supongo que no esperarás a nadie.

-No espero a nadie, que yo sepa -repuso ella-. Pero, ¿cómo no estás ya en el campo, Heathcliff? Hace más de una hora que hemos comido. Creía que te habrías marchado ya.

-Hindley no nos libra a menudo de su odiosa presencia -replicó el muchacho-. Hoy no pienso trabajar y me quedaré contigo.

-Más vale que te vayas -le aconsejó la joven-, no sea que José lo cuente.

-José está cargando tierra en Penninston y no volverá hasta la noche, así que no tiene por qué enterarse.

Y Heathcliff se sentó al lado de la lumbre. Catalina frunció el entrecejo y reflexionó unos momentos. Al fin encontró una disculpa para preparar la llegada de su amigo, y dijo, tras un minuto de silencio:

-Isabel y Eduardo Linton avisaron de que acaso vendrían esta tarde. Claro que, como llueve, no espero que lo hagan, pero si se decidieran y te ven, corres el peligro de sufrir una reprensión.

-Que Elena les diga que estás ocupada -insistió el muchacho-. No me hagas irme por esos tontos de tus amigos. A veces me dan ganas de decirte que ellos... pero prefiero callar.

-¿Qué tienes que decir? -exclamó Catalina, turbada- ¡Ay, Elena! agregó, desasiéndose de mis manos-. Me has despeinado las ondas. ¡Basta, déjame ¿Qué estabas a punto de decir, Heathcliff?

-Fíjate en ese calendario que hay en la pared -repuso él señalando uno que estaba colgado junto a la ventana-. Las cruces marcan las tardes que has pasado con Linton y los puntos las que hemos pasado juntos tú y yo He marcado pacientemente todos los días. ¿Qué te parece?

-¡Vaya, una bobada! -repuso despectivamente Catalina . ¿A qué viene eso?

-A que te des cuenta de que reparo en ello -dijo Heathcliff.

-¿Y por qué he de estar siempre contigo? -replicó ella, cada vez más irritada-. ¿Para qué me vales? ¿De qué me hablas tú? Lo que haces para distraerme, un niño de pecho lo haría, y lo que dices lo diría un mudo.

-Antes no me decías eso, Catalina -repuso Heathcliff, muy agitado-. No me declarabas que te des-agradase mi compañía.

-¡Vaya una compañía la de una persona que no sabe nada ni dice nada! -comentó la joven.

Heathcliff se incorporó, pero antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, sentimos un rumor de cascos de caballo, y el señorito Linton entró con la cara rebosando contento. Sin duda en aquel momento pudo Catalina comparar la diferencia que había entre los dos muchachos, porque era como pasar de una cuenca minera a un hermoso valle, y las voces y modos de ambos confirmaban la primera impresión.

Linton sabía expresarse con dulzura y pronunciar las palabras como usted, es decir, de un modo mas suave que el que se emplea por estas tierras.

-¿No me habré anticipado a la hora? -preguntó el joven, mirándome.

Yo estaba enjugando los platos y arreglando los cajones del aparador.

-No -repuso Catalina-. ¿Qué haces ahí, Elena?

-Trabajar, señorita -repuse, sin irme, porque tenía orden del señor Hindley de asistir a las entrevistas de Linton con Catalina.

Ella se me acercó y me dijo en un cuchicheo:

-Vete de aquí y llévate tus trapos. Cuando hay gente de fuera, los criados no están en las habitaciones de los señores.

-Puesto que el amo está fuera, debo trabajar -le dije-, ya que no le gusta verme hacerlo en presencia de él.

Estoy segura de que él me disculparía.

-Tampoco a mí me gusta verte trabajar en presencia mía -replicó Catalina imperiosamente.

Estaba nerviosa a causa de la disputa que había sostenido con Heathcliff.

-Lo siento, señorita Catalina -respondí, continuando en mi ocupación.

Ella, creyendo que Eduardo no la veía, me arrancó el trapo de limpieza de las manos y me aplicó un pellizco soberbio. Ya he dicho que yo no le tenía afecto, y que me complacía en humillar su orgullo siempre que me era posible. Así que me incorporé -porque estaba de rodillas y clamé a grito pelado:

-¡Señorita, esto es un atropello, y no estoy dispuesta a consentirlo!

-No te he tocado, embustera -me contestó, mientras sus dedos se aprestaban a repetir la acción. -La rabia le había encendido las mejillas, porque no sabía ocultar sus sentimientos, y siempre que se enfadaba, el rostro se le ponía encarnado como un pimiento.

-Entonces, ¿esto qué es? -le contesté señalándole la señal que el pellizco me había producido en el brazo.

Hirió el suelo con el pie, vaciló un segundo y después, sin poderse contener, me dio una bofetada. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

-¡Por Dios, Catalina! -exclamó Eduardo, disgustado de su violencia y de su mentira, e interponiéndose entre nosotras.

-¡Márchate, Elena! –ordenó ella, temblando de rabia.

Hareton, que estaba siempre conmigo, comenzó también a llorar y a quejarse de la «mala tía Catalina».

Entonces ella se desbordó contra el niño, le cogió por los hombros y le sacudió terriblemente, hasta que Eduardo intervino y le sujetó las manos. El niño quedó libre, pero en el mismo momento, el asombrado Eduardo recibió en sus propias mejillas una replica lo bastante contundente para no ser tomada a juego. Se apartó consternado.

Cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina, dejando la puerta abierta para ver cómo terminaba aquel incidente. El visitante, ofendido, pálido y con los labios temblorosos, se dirigió a coger su sombrero.

«Haces bien -pensé para mí-. Aprende, da gracias a Dios de que ella te haya mostrado su verdadero carácter, y no vuelvas.»

Él quiso pasar, pero ella dijo con energía:

-¡No quiero que te vayas!

-Debo irme.

-No -contestó Catalina, sujetando el picaporte-. No te vayas todavía, Eduardo. Siéntate, no me dejes en este estado de ánimo. Pasaría una noche horrible y no quiero sufrir por causa tuya.

-¿Crees que debo quedarme después de haber sido ofendido? -preguntó Linton.

Catalina calló.

-Estoy avergonzado de ti -continuó el joven-. No volveré más.

En los ojos de Catalina relucieron lágrimas.

-Además, has mentido -dijo él.

-No, no -repuso ella-. Lo hice todo sin querer Anda, márchate si quieres... Ahora me pondré a llorar, y lloraré hasta que no pueda más...

Desplomóse en una silla y rompió en sollozos. Eduardo llegó hasta el patio, y allí se paró. Resolví infundirle alientos.

-La señorita -le dije- es tan caprichosa como un niño mimado. Vale más que se vaya usted a casa, porque, si no, es capaz de ponerse enferma con tal de disgustarnos.

Eduardo contempló la ventana. El pobrecillo era tan capaz de irse como un gato lo es de dejar a medio matar un ratón o a medio devorar un jilguero.

«Estás perdido -pensé-. Te precipitas tú mismo hacia tu destino ... »

No me engañé: se volvió bruscamente, entró en la casa, cerró la puerta, y cuando al cabo de un rato fui a advertirles de que el señor Earnshaw había vuelto beodo y con ganas de armar escándalo, pude comprobar que lo sucedido no había servido sino para aumentar su intimidad y para romper los diques de su timidez juvenil, hasta el punto de que habían comprendido que no sólo eran amigos, sino que se querían.

Al oír que Hindley había llegado, Linton se fue rápidamente a buscar su caballo, y Catalina a su alcoba.

Yo me ocupé de esconder al pequeño Hareton y de descargar la escopeta del señor, ya que él tenía la costumbre, cuando se hallaba en aquel estado, de andar con ella, con grave riesgo de la vida para cualquiera que le provocara o simplemente le hiciera alguna observación. Mi precaución impediría que Linton causase algún daño si disparaba.

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