lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO IX

En el momento en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando juramentos. A Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su padre, porque en el primer caso corría el riesgo de que le ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro o le arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le ocultaba.

-¡Al fin la hallo! -clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un perro-. ¡Por el cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa: acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de conseguirlo.

-Vaya, señor Hindley -contesté-, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de cortar aren-ques.

Más vale que me pegue un tiro, si quiere.

-¡Quiero que te vayas al diablo! -contestó-. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa boca!

Intentó deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus locuras, insistí en que sabía muy mal y no lo tragaría.

-¡Diablo! -exclamó, soltándome de pronto-. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton.

Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un padre crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas, constituye una afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos. Cállate, niño... ¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper el cráneo...

Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus gritos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me apresuré a correr para salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un rumor que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton.

-¿Quién va? -preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera.

Reconocí las pisadas de Heathcllff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero en el momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al vacío.

No bien me había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una impresión semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines, y supiera al día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando al niño contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazón mi preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las escaleras muy turbado.

-Tú tienes la culpa -me dijo-. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho daño?

-¿Daño? -grité, indignada-. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propio hijo!

El quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero Hareton, entonces, comenzó de nuevo a gritar y a agitarse.

-¡Déjele en paz! -exclamé-. Le odia, como le odian todos, por supuesto... ¡Qué familia tan feliz tiene usted y a qué bonita situación ha venido a parar!

-¡Más bonita será en adelante, Elena! -replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su habitual aspecto de dureza-. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo que no os mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la casa... Ya veremos.

Y se escanció una copa de aguardiente.

-No beba más -le rogué-. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo.

-Con cualquiera le irá mejor que conmigo -me contestó.

-¡Tenga compasión de su propia alma! -dije, intentando quitarle la copa de la mano.

-¡No quiero! Tengo ganas de mandarla al infierno para castigar a su Creador -repuso-. ¡Brindo por su perdición eterna!

Bebió y nos mandó alejarnos, no sin soltar una serie de juramentos que más vale no repetir.

-¡Cuánto deploro que no se mate bebiendo! -comentó Heathcliff, repitiendo, a su vez, otra sarta de imprecaciones cuando se cerró la puerta-. Él hace todo lo posible para ello, pero es de una naturaleza muy robusta, y no lo conseguirá. El señor Kenneth asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton, y que encanecerá bebiendo, a no ser que le pase algo inesperado.

Me senté en la cocina, y empecé a mecer a mi corderito para dormirle. Heathcliff cruzó la cocina, y yo pense que se encaminaba al granero. Pero luego resultó que se había tumbado en un banco junto a la pared, y allí permaneció callado.

Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado una canción que dice:

«Era de noche y los niños lloraban; en sus cuevas los gnomos lo oyeron ... »

De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta de su habitación, y preguntó:

-¿Estás sola, Elena?

-Sí, señorita -contesté.

Pasó y se acercó a la lumbre. Comprendí que quería decirme algo. En su rostro se leía la ansiedad. Abrió los labios como si fuera a hablar, pero se limitó a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya que no había olvidado su comportamiento anterior.

-¿Dónde está Heathcliff? --preguntó.

-Trabajando en la cuadra -dije.

El muchacho no denegó. Tal vez se hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas de Catalina se deslizaba una lágrima. Me pregunté si estaría disgustada por su conducta, lo cual hubiera constituido un hecho insólito en ella.

Pero no había tal cosa. No se inquietaba por nada, no siendo por lo que le atañía a ella.

-¡Ay, querida! -dijo por fin-. ¡Qué desgraciada soy!

-Es una pena -repuse- que sea usted tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones, tiene motivos de sobra para estar satisfecha.

-¿Me guardarás un secreto, Elena? -me preguntó, mirándome con aquella expresión suya que desarmaba al más enfadado, por muchos resentimientos que con ella tuviese.

-¿Merece la pena? -pregunté con menos aspereza.

-Sí. Y debo contártelo. Necesito saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case con él y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que he respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.

-Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha hecho usted contemplar esta tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de ella todavía le pide relaciones, es que es que si un tonto completo o que está loco.

-Si sigues hablando así, ya no te diré más -exclamó ella, levantándose malhumorada-. Le he aceptado.

Dime si he hecho mal, y pronto.

-Si le ha aceptado, no veo que haya nada que hablar. ¡No va usted a retirar su palabra!

-¡Pero quiero que me digas si he obrado con acierto! -insistió con irritado tono, retorciéndose las manos y frunciendo las cejas.

-Para contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta -dije sentenciosamente-. Ante todo, ¿quiere al señorito Eduardo?

-¡Naturalmente!

Yo le formulé una serie de preguntas. No era del todo indiscreto el hacerlo, ya que se trataba de una muchacha muy joven.

-¿Por qué le quiere, señorita Catalina?

-¡Vaya una pregunta! Le quiero, y nada más.

-No basta. Dígame por qué.

-Porque es guapo y me gusta estar con él.

-Malo... -comenté.

-Y porque es joven y alegre.

-Más malo aún.

-Y porque él me ama.

-Eso no tiene nada que ver.

-Y porque llegará a ser rico, y me agradará ser la señora más acomodada de la comarca, y porque estaré orgullosa de tener un marido como él.

-Eso es lo peor de todo. Y dígame: ¿cómo le ama usted?

-Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces boba!

-No lo crea... Contésteme.

-Pues amo el suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea, y todo lo que toca, y todas las palabras que pronuncia, y todo lo que mira y todo lo que hace... ¡Le amo enteramente!

-¿Y qué más?

-Está bien, lo tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! ¡Pero para mí no se trata de una broma! -dijo la joven, enojada, mirando al fuego.

-No lo tomo a juego, señorita Catalina. Usted dice que quiere al señorito Eduardo porque es guapo, y joven, y alegre, y rico, y porque el la ama a usted. Lo último no significaría nada. Usted le amaría igual aunque ello no fuera así, y únicamente por eso no le querría si no reuniese las demás cualidades.

-¡Naturalmente! Me daría lástima, y puede que hasta le aborreciera si fuera feo o fuera un hombre ordinario.

-Pues en el mundo hay otros muchachos guapos y ricos, y más que el señorito Eduardo.

-Quizá, pero yo sólo he visto uno y es Eduardo.

-Más tarde puede usted conocer algún otro, y él, además, no será siempre joven y guapo. También podría dejar de ser rico.

-Yo no tengo por qué pensar en el futuro. Ya podrías hablar con más sentido común.

-Pues entonces, nada... Si no piensa usted más que en el presente, cásese con el señorito Eduardo.

-Para eso no necesito tu permiso. Claro que me casaré con él. Pero no me has dicho aún si hago bien o no.

-Me parece bien si usted se casa pensando sólo en el momento. Ahora contésteme usted: ¿de qué se preocupa? Su hermano se alegrará, los ancianos Linton no creo que pongan reparo alguno, va usted a salir de una casa desordenada para ir a otra muy agradable, ama usted a su novio y él la ama a usted. Todo está claro y sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?

-¡Aquí y aquí, o donde pueda estar el alma! -repuso Catalina golpeándose la frente y el pecho-. Tengo la impresión de que no obro bien.

-¡Qué cosa tan rara! No me la explico.

-Pues te la explicaré lo mejor que pueda, si me prometes que no te vas a burlar de mí.

Catalina se sentó a mi lado. Estaba triste y noté que sus manos, que mantenía enlazadas, temblaban.

-Elena: ¿no sueñas nunca cosas extrañas? -me dijo, después de reflexionar un instante.

-A veces -respondí.

-También yo. En ocasiones he soñado cosas que no he olvidado nunca y que han cambiado mi modo de pensar. Han pasado por mi alma y le han dado un color nuevo, como cuando al agua se le agrega vino. Y uno que he tenido es de esa clase. Te lo voy a contar, pero líbrate de sonreír ni un solo instante.

-No me lo cuente, señorita -le interrumpí-. Ya tenemos aquí bastantes congojas para andar con pesadillas que nos angustien más. Ea, alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no sueña nada triste! ¿Ve con cuánta dulzura sonríe?

-¡También sé con cuanta dulzura reniega su padre! Supongo que te acordarás de cuando era tan pequeño como este niño. De todos modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy largo. Además, no me siento jovial hoy.

-¡No quiero oírlo! -me apresure a contestar.

Porque yo era, y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el semblante de Catalina se había puesto tan sombrío, que temí escuchar el presagio de alguna horrorosa desgracia. Ella se enfadó, al parecer, y no continuó. Pasando a otra cosa, expuso:

-Yo sería muy desgraciada si estuviera en el cielo.

-Porque no es usted digna de ir a él -contesté-. Todos los pecadores serían muy desgraciados en el cielo.

-No es por eso. Una vez soñé que estaba en el cielo.

-Ya le he dicho, señorita, que no quiero enterarme de sus sueños. Voy a acostarme.

Se echó a reír y me obligó a permanecer sentada.

-Pues soñé -dijo- que estaba en el cielo, que comprendía y notaba que aquello no era mi casa, que se me partía el corazón de tanto llorar por volver a la tierra, y que, al fin, los ángeles se enfadaron tanto, que me echaron fuera. Fui a caer en medio de la maleza, en lo más alto de «Cumbres Borrascosas», y me desperté llorando de alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi secreto. Tanto interés tengo en casarme con Eduardo Linton como en ir al cielo, y si mi malvado hermano no hubiera tratado tan mal al pobre Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca. Casarme con Heathcliff sería rebajarnos, pero él nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí misma. No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de lo que sea, la suya es igual a la mía, y en cambio la de Eduardo es tan diferente como el rayo lo es de la luz de la luna, o la nieve de la llama.

No había concluido de hablar, cuando noté la presencia de Heathcliff, que en aquel momento se incorporaba y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a Catalina que le rebajaría casarse con él.

Inmediatamente se levantó y se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus movimientos ni en su marcha. Yo me había estremecido y le hice una señal para que enmudeciera.

-¿Por qué? -preguntó, mirando, inquieta en torno suyo.

-Porque viene José -respondí, refiriéndome al ruido del carro, que con toda oportunidad oí avanzar por el camino- y Heathcliff vendrá con- él. ¡A lo mejor estaba ahora mismo detrás de la puerta!

-Desde la puerta no ha podido oírme -contestó-. Dame a Hareton para que le tenga mientras preparas la cena, y después déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da cuenta de estas cosas, y que no sabe lo que es el cariño?

-No veo por qué ha de conocer todos estos sentimientos -repuse- y si es de usted de quien está enamorado, seguramente será muy infeliz, pues en cuanto usted se case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin todo... ¿Ha pensado en las consecuencias que tendrá para él la separación, cuando se dé cuenta de que queda enteramente solo en el mundo, señorita Catalina?

-¿Qué hablas de separarnos ni de quedarse solo en el mundo? -replicó, indignada-. ¿Quién había de separamos? ¡Ay del que lo intentara! Antes que abandonar a Heathcliff prescindiría de todos los Linton del mundo. No me propongo tal cosa. No me casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí, cuando me case, lo que ha sido siempre. Mi marido habrá de mirarle bien o tendrá por lo menos que soportarle. Y lo hará cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya veo, Elena, que me consideras una egoísta, pero debes comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos viviríamos como unos pordioseros. En cambio, si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que se libre de la opresión de mi hermano.

-¿Y eso con los bienes de su marido? No será eso tan fácil como le parece. No tengo autoridad para opinar, pero me parece que ése es el peor motivo que ha dado para explicar su matrimonio con el señorito Eduardo.

-Es el mejor -dijo ella-. Los otros se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer a Eduardo... Yo no puedo explicarme pero creo que tú y todos tenéis la idea de qué después de esta vida hay otra. ¿Para qué había yo de ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente contenida aquí? Todos mis dolores en este mundo han consistido en los dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido paso a paso desde que empezaron. El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría viviendo, pero si desapareciera él y lo demás continuara igual, yo no podría vivir. Mi afecto por Linton es como las hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo, pero mi cariño a Heathcliff es como son las rocas del fondo de la tierra, que permanecen eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto del que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le tengo constantemente en mi pensamiento, aunque no siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a mí misma. No hables más de separarnos, porque eso es irrealizable.

Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había hecho perder la paciencia con sus numerosas insensateces.

-Lo único que veo, señorita -le dije-, es, o que ignora usted los deberes de una casada o que no tiene conciencia.

Y no me cuente más cosas, porque las diré.

-Pero de ésta no hablarás...

Ella iba a insistir, pero entró José y suspendimos la conversación. Catalina, con Hareton, se fue a un extremo de la cocina, y allí esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a punto, José y yo empezamos a discutir acerca de quién debía llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a que el amo la pidiese, ya que ambos temíamos mucho tratar con él cuando se encerraba en su cuarto.

-Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Hay que ver qué holgazán! -dijo el viejo, al notar que Heathcliff no estaba presente.

-Voy a buscarle -contesté-. Debe de estar en el granero.

Aunque le llamé, no me contestó. Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que seguramente el muchacho había escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué que le había visto salir de la cocina en el momento en que ella se refería al comportamiento de su hermano con él.

Dio un salto, dejó a Hareton en un asiento, y se lanzó en busca de su compañero sin reflexionar siquiera en la causa de la turbación que le embargaba. Tanto tiempo estuvo ausente, que José propuso que no les esperásemos mas, suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal, que se quedaban fuera para no tener que asistir a sus largas oraciones de bendición de la mesa. Agregó, pues, en bien de las almas de los jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún hubiera aumentado otra en acción de gracias de no haber reaparecido la señorita ordenádole que saliese enseguida para buscar a Heathcliff donde quiera que estuviese y hacerle volver.

-Quiero hablarle antes de subir -dijo-. La puerta está abierta, y él debe encontrarse lejos, pues le llamé desde el corral, y no responde.

Aunque José hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el sombrero y salir refunfuñando, al verla tan excitada que no admitía contradicción.

Catalina empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación, exclamando:

-¿Qué será de él? ¿Dónde habrá ido? ¿Qué fue lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará ofendido por lo de la tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Quiero que venga. Quiero verle.

-¡Cuánto barullo para nada! -repuse, aunque me sentía también bastante inquieta-. Se apura usted por poco. No creo que sea motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los pantanos a la luz de la luna, o que esté tendido en el granero sin ganas de hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a buscarle.

Y salí de nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió diciendo:

-¡Qué imposible es ese muchacho! Ha dejado abierta la verja, y la jaca de la señorita se ha escapado a la pradera, después de estropear dos haces de grano. Ya le castigará el amo mañana por esos juegos endemoniados, y hará bien. Demasiada paciencia tiene al tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá siempre igual. Todos lo hemos de ver. ¡Heathcliff está haciendo todo lo posible para poner al amo fuera de juicio!

-Bueno, ¿lo has encontrado o no, animal? -le interrumpió Catalina-. ¿Le has buscado como te mandé?

-Mejor hubiera buscado al caballo, y hubiera sido más razonable -respondió él-. Pero no puedo encontrar ni a uno ni a otro en una noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para llamarle, bien seguro es que no vendrá. Puede que no se haga el sordo si le silba usted.

Corría el verano, pero la noche, en efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que nos sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a Heathcliff sin necesidad de que nos ocupásemos de encontrarle. Pero Catalina no se calmó. Iba y venía, en continua agitación, de un sitio a otro. Al fin, se apoyó en el muro, junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis observaciones, unas veces llamando a Heathcliff, otras escuchando en espera de sentirle volver, y otras llorando desconsoladamente como un niño.

A medianoche, la tormenta se abatió sobre «Cumbres Borrascosas». Fuera efecto de un rayo o del vendaval, un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó sobre la techumbre, derrumbando el tubo de la chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogon un alud de piedras y hollín. Creíamos que había caído un rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas, para pedir a Dios que se acordara de Noé y Lot y, al castigar al malo, perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor Earnshaw se me aparecía como Jonás, y temiendo que hubiese muerto llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales frases, que José hubo de impetrar a Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna separación entre justos como él y pecadores como su amo. En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos causado ni a José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina que, por haberse obstinado en continuar bajo la lluvia sin siquiera ponerse un abrigo ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se sentó, apoyó la cabeza en el respaldo del banco y puso las manos a la lumbre.

-Ea, señorita -le dije, tocándole en un hombro-: usted se ha empeñado en matarse... ¿Sabe qué hora es? Las doce y media. Váyase a la cama. No es cosa de seguir aguardando a ese memo. Se habrá largado a Gimmerton y dormirá allí. Ya comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas. Además, temerá que el señor esté despierto, y que sea él quien le abra.

-No debe estar en Gimmerton -repuso José- y no me maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga.

Esto ha sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la próxima vez le tocará a usted. Demos gracias a Dios por todo. Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias, como dicen los textos sacros...

Empezó a repetir pasajes de la Biblia, mencionando los capítulos y versículos correspondientes.

Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se cambiara de ropa, les dejé, a ella con su tiritona y a José con sus sermones, y me fui a acostar con Hareton, que estaba profundamente dormido. Oí a José leer, luego le sentí subir la escalera, y enseguida me dormí yo misma.

Al día siguiente me levanté algo más tarde que de costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que seguía sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con profundas ojeras, estaba en la cocina también, y decía:

-¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más triste que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan mojada y tan descolorida?

-No me pasa otra cosa -contestó, malhumorada Catalina- sino que he cogido una mojadura y siento frío.

Vi que el señor estaba ya sereno, y exclame:

-¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado en quedarse toda la noche junto al fuego.

-¿Toda la noche? ---:-exclamó, sorprendido, el señor Earnshaw-. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a la tempestad...

Ni Catalina ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos impedirlo, de modo que respondí que se le había antojado quedarse allí, y ella no dijo nada.

La mañana era fresca. Abrí las ventanas y los perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina me dijo- Cierra, Elena. Estoy agotada.

Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre casi fría.

-Está enferma -aseguró Hindley, tomándole el pulso. Por eso no se acostó. ¡Maldita sea! Está visto que no puedo estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te expusiste a la lluvia?

-Por andar detrás de los mozos, como de costumbre -se apresuró a decir José, dando suelta a su maldiciente lengua-. Si yo estuviera en el caso de usted, señor, les daría con la puerta en las narices a todos ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días que usted sale, el Linton se mete aquí como un gato. Mientras tanto, Elena -¡que es buena también!- vigila desde la cocina, y cuando usted entra por una puerta, él sale por la opuesta. Y entonces esta buena pieza se va al lado del otro. ¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la noche a campo traviesa con ese endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que estoy ciego, pero se equivocan. Yo he visto al joven Linton ir y venir, y te he visto a ti, ¡mala bruja! (añadió, mirándome), estar atenta y avisarles en cuanto los cascos del caballo del señor sonaron en el camino.

-¡Silencio, insolente! -gritó Catalina-. Linton vino ayer por casualidad, Hindley, y le dije que se fuera cuando viniste, porque supuse que no te agradaría verle dada la forma en que llegabas.

-Mientes, Catalina, estoy seguro... Y eres una condenada idiota -repuso su hermano-. No me hables de Linton por el momento... Dime si has estado esta noche con Heathcliff. No temas que le maltrate. Le odio, pero hace poco me hizo un servicio y eso me impide partirle la cabeza. Lo que haré será echarle a la calle hoy mismo. Y entonces andad con ojo los demás, porque todo mi mal humor caerá sobre vosotros.

-No he visto a Heathcliff esta noche -contestó Catalina, entre lágrimas-. Si le echas de casa, me iré con él.

Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal vez se haya marchado...

Presa de congoja, empezó a proferir sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un diluvio de groserías, y la hizo subir a su cuarto amenazándola con que de lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice que le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el punto de que pensé que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar al médico. El señor Kenneth pronosticó un comienzo de delirio, dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría, para disminuir la calentura, y me encargó que le diese solamente leche y agua de cebada, y que la vigilase mucho, para impedir que se arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó, porque tenía excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus enfermos mediaban a veces dos o tres millas.

Reconozco que no me porté como una excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo hicieron mejor que yo, pero, pese a ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la gravedad de su estado. La madre de Eduardo nos hizo varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa, estaba siempre dándonos órdenes y reprendiéndonos, y, por fin, cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la «Granja», lo que por cierto le agradecimos mucho. Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su gentileza.

Ella y su marido contrajeron la fiebre y fallecieron en pocos días.

La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a saber nada de Heathcliff. Un día en que ella me había hecho perder la paciencia, tuve la torpeza de acusarla de la desaparición del chico. Era verdad, como a ella le constaba, y mi acusación hizo que rompiera conmigo todo trato, excepto el preciso para las cosas de la casa. Ello duró varios meses. José cayó también en desgracia. No sabía callarse sus pensamientos y se obstinaba en seguir sermoneándola como si Catalina fuese una niña, cuando en realidad era una mujer hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el médico había recomendado que no se la contrariase, y ella consideraba que cometíamos un delito cuando la contradecíamos en algo. No, trataba tampoco a su hermano ni a los amigos de su hermano. Hindley a quien Kenneth había hablado seriamente, procuraba dominar sus arrebatos y no excitar el mal temple de Catalina.

Incluso se portaba con demasiada indulgencia, aunque, más que por afecto, lo hacía porque deseaba que ella honrase a la familia casándose con Linton. Le importaba muy poco que Catalina nos tratara a nosotros como a esclavos, siempre que a él le dejara en paz.

Eduardo se sintió tan entontecido como tantos otros lo han estado antes que él y lo seguirán estando en lo sucesivo, el día en que llevó al altar a Catalina, tres años después de la muerte de sus padres.

Hube de abandonar «Cumbres Borrascosas» para acompañar a Catalina. El pequeño Hareton tenía entonces cinco años, y yo había empezado a enseñarle a leer. La despedida fue muy triste. Pero las lágrimas de Catalina pesaban más que las nuestras. Al principio,, no quise marcharme con ella, y viendo que sus ruegos no me conmovían, fue a quejarse a su novio y a su hermano. El primero me ofreció un magnífico sueldo y el segundo me ordenó que me largase, ya que no necesitaba mujeres en la casa, según dijo. De Hareton se haría cargo el párroco. Así que no tuve más remedio que obedecer. Dije al amo que lo que se proponía era alejar de su lado a todas las personas decentes para precipitarse más pronto en su catástrofe; besé al niño y salí. Desde entonces Hareton fue para mí un extraño. Por increíble que sea, creo que ha olvidado por completo a Elena Dean, y que no se acuerda de aquellos tiempos en que él era todo en el mundo para ella, y ella lo único que él conocía en el mundo.

En esto mi ama de llaves miró el reloj y se asombró de ver que las manillas marcaban la una y media. Se negó a seguir sentada ni un segundo más, y, en verdad, yo me sentía también bastante propicio a que suspendiera la narración. Y voy a acostarme ya. Mi cabeza está muy embotada y mis miembros entorpecidos.

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