Mientras la señorita Isabel vagaba por el parque y por el jardín y su hermano permanecía encerrado en la biblioteca, probablemente aguardando que Catalina se arrepintiese y pidiese perdón, ella continuaba obstinada en prolongar su ayuno. Sin duda creía que Eduardo estaba medio muerto de nostalgia y que sólo el orgullo le impedía arrojarse a sus pies. Por mi parte, me limitaba a cumplir con mis obligaciones, convencida de que el único espíritu razonable que había entre los muros de la «Granja» se albergaba en mi cuerpo. No empleé, pues, palabras de compasión con la señora, ni intenté consolar al señor que se sentía ansioso de oír nombrar a su esposa, ya que no podía oír su voz. Decidí dejar que se las compusieran como pudiesen, y mi decisión dio resultado, como yo había creído desde un principio.
Transcurridos tres días, la señora se asomó a la puerta de su habitación y pidió que le renovase el agua, que se le había terminado, y que le llevase un tazón de sopa de leche, porque se sentía desfallecer. Supuse que esta exclamación iba dirigida a los oídos de su esposo. Mas como no creía en ella, me guardé bien de transmitirla, y me limité a llevar a Catalina un té y una torta seca. Comió y bebió ávidamente, y luego se recostó sobre la almohada, apretó los puños y empezó a llorar.
-Quisiera morirme -decía-. No le importo nada a nadie. No debía haber comido eso. -Y continuó-: No, no quiero morir. Él no me quiere y me olvidaría.
-¿Necesita algo, señora? -pregunté, haciendo caso omiso de sus exageraciones.
-¿Qué hace mi flemático marido? -respondió ella, apartándose del rostro, que se le había demacrado mucho en aquellos días, sus enmarañados cabellos-. ¿Se ha muerto o está aletargado?
-Ni una cosa ni otra, señora. Está bien, aunque según parece, algo ocupado, ya que se pasa el día entre sus libros desde que no tiene otra compañía.
Si yo hubiera sabido el estado en que Catalina se encontraba realmente, no le hubiese hablado en aquella forma, pero creí que ella-fingía su estado anormal.
-¡De modo que entre sus libros --exclamó -mientras yo me hallo al borde del sepulcro! Pero, ¡Dios mío!, ¿no sabe lo enferma que estoy? -Y, mirándose a un espejo, continuó-: ¿Es ésta Catalina Linton? Quizá él crea que se trata de algún contratiempo sin importancia. Debes decirle que es algo muy grave. Mira, Elena: si no es tarde para todo, una vez que yo conozca cuáles son sus sentimientos hacia mí, he de adoptar una de estas dos soluciones: o dejarme morir, o procurar restablecerme y marcharme. ¿No has mentido? ¿Es cierto que se preocupa tan poco de mí?
-El señor no se figura que esté usted tan loca que vaya a dejarse morir de inanición.
-¿Crees que no? ¡Persuádele, convéncele, de que estoy decidida a hacerlo!
-No recuerda usted, señora, que hoy mismo ha tomado ya algún alimento...
-Me mataría ahora mismo -respondió- si estuviese segura de que con ello conseguiría matarlo a él también.
Llevo tres noches sin poder cerrar los párpados. ¡Cuánto he padecido! Empiezo a imaginarme que tú tampoco me quieres. ¡Y yo que me imaginaba que, aunque todos se odiasen unos a otros, no podían dejar de quererme a mí! Ahora, en poco tiempo, todos se han convertido en enemigos míos. ¡Es terrible morir rodeada de esos rostros impasibles! Isabel no se atreve a entrar en mi habitación por miedo a contemplar el espectáculo de Catalina muerta. ¡Ya me parece oír a Eduardo, de pie a su lado, dando gracias a Dios porque la paz se ha restablecido en su casa, y volviendo a sus librotes! ¡Parece mentira que se ocupe de sus libros mientras yo estoy aquí muriéndome!
La idea de que su marido permanecía filosóficamente resignado, como yo le había dicho, le resultaba inaguantable. A fuerza de dar vueltas a esta idea en su cerebro, se puso frenética, y en su desvarío rasgó el almohadón con los dientes. Luego se irguió toda encendida y me mandó que abriese la ventana. Le opuse objeciones, porque estábamos en pleno invierno y el viento nordeste soplaba con fuerza. Pero la expresión de su cara y sus bruscos cambios de tono me alarmaron mucho. Recordé las indicaciones del doctor respecto a que no debíamos contrariarla. El minuto antes estaba furiosa, y, en cambio, ahora, sin darse cuenta de que no le había hecho caso, se había apoyado sobre mi brazo y se entretenía en sacar las plumas de la almohada por los desgarrones que había hecho con los dientes. Colocaba las plumas sobre la sábana y las reunía con arreglo a sus diferentes clases.
-Ésta es de pavo -murmuraba para sí- y ésta de pato silvestre y ésta de pichón. ¡Claro: cómo voy a morirme si me ponen plumas de pichón en las almohadas! Pero cuando me acueste, las tiraré. Ésta es de cerceta, y ésta de avefría. La reconocería entre mil: este pájaro solía revolotear sobre nuestras cabezas cuando íbamos por en medio de los pantanos. Buscaba su nido porque las nubes bajas le hacían presentir la lluvia.
Esta pluma ha sido cogida en los matorrales. En invierno encontramos una vez su nido lleno de pequeños esqueletos. Heathcliff había puesto junto a él una trampa y los pájaros padres no se atrevieron a entrar.
Desde entonces le hice prometer que no volvería a matar ninguna avefría, y me obedeció. ¡Hay más! ¿Habrá disparado sobre mis avefrías, Elena? ¿No están sucias de sangre algunas de estas plumas? Déjame que lo vea...
-Vamos, no se dedique a esa tarea pueril -le dije, mientras volvía el almohadón del otro lado, ya que por encima estaba lleno de agujeros-. Acuéstese y cierre los ojos. Está usted delirando. ¡Qué torbellino ha armado usted! Las plumas vuelan como copos de nieve.
Comencé a recogerlas.
-Me pareces una vieja, Elena -dijo ella, delirando-. Tienes el cabello gris y estás encorvada. Esta cama es la cueva encantada que hay al pie de la colina de Penninston y tú andas cogiendo guijarros para arrojárselos a los novillos. Me aseguras que son copos de nieve. Dentro de cincuenta años serás así, aunque ahora no lo seas. Te engañas, no estoy delirando. Si delirara, me hubiera figurado que eras en efecto una bruja y hubiera creído encontrarme realmente en la cueva de la colina de Penninston. Percibo muy bien que ahora es de noche y que en la mesa hay dos velas que hacen brillar ese armario tan negro como el ébano.
-¿Qué armario negro? -pregunté-. ¿Está usted soñando?
-El armario está apoyado en la pared, como siempre -replicó- ¡Qué raro es! Distingo en él una cara.
-En este cuarto no ha habido un armario nunca -respondí. Y levanté las cortinas del lecho para poder vigilarla mejor.
-¿Pero no ves aquella cara? -me dijo, señalando a la suya propia, que se reflejaba en el espejo.
En vista de que no me era posible hacerle comprender que el rostro que veía era el suyo, me levanté y tapé el espejo con un chal.
-La cara sigue estando detrás -dijo, anhelante- y se ha movido. ¿Quién será? Temo que aparezca cuando te vayas. ¡Elena: este cuarto está embrujado! Me asusta quedarme sola.
Le así las manos y traté de calmarla. Se estremecía convulsivamente y miraba hacia el espejo con fijeza.
-No hay nadie en el cuarto, señora -repetí-. Era su propio rostro, como sabe usted muy bien.
-¡Yo misma! -exclamó suspirando-. Y el reloj da las doce... ¡Es horrible!
Y se cubrió los ojos con las sábanas. Pretendí dirigirme a la puerta para avisar a su marido, pero me detuvo un penetrante grito de Catalina. El chal acababa de caer al suelo.
-¡Vamos! -exclamé-. ¿Qué sucede? ¿Quién es el cobarde ahora? ¿No ve usted, señora, que es su cara la que se refleja en el espejo?
Se asió a mi, y unos momentos después su semblante se había tranquilizado y a su lividez sucedía el rubor.
-¡Oh, querida! -dijo-. Pensaba estar en mi casa, en mi cuarto de «Cumbres Borrascosas». Como estoy tan floja, se me turbó el cerebro y he gritado sin darme cuenta. No lo digas a nadie y siéntate a mi lado. Tengo miedo de volver a sufrir estas horribles pesadillas.
-Le convendría dormir, señora -le aconsejé-. Estos padecimientos le enseñaran a no probar otra vez a morirse de hambre.
-¡Quién estuviera en mi lecho, en mi vieja casa! -lamentó amargamente, retorciéndose las manos-. ¡Oh, aquel viento que sopla entre los abetos, bajo las ventanas! Abre para que pueda aspirarlo: viene de los pantanos directamente.
Para tranquilizarla, abrí la ventana por unos minutos y una helada ráfaga de aire penetró en la habitación.
Cerré la ventana y me volví a mi lugar. La joven permanecía inmóvil, con el rostro cubierto de lágrimas, con el espíritu abatido por la debilidad que se apoderaba de su cuerpo. Nuestra orgullosa Catalina estaba a la altura de un niño miedoso.
-¿Cuánto tiempo hace que me encerré aquí? -me preguntó, de pronto.
-Se encerró el lunes por la tarde -respondí- y ahora estamos en la noche del jueves, o más exactamente, en la madrugada del viernes.
-¿De la misma semana? -comentó con extrañeza-. ¿Es posible que sólo haya pasado tan poco tiempo?
-Demasiado, sin embargo, para alimentarse durante él sólo de agua y de mal humor.
-Han sido horas interminables ella, dubitativa-. Debe de haber transcurrido más tiempo. Recuerdo que después de que ellos riñeron yo me fui al salón, que Eduardo estuvo muy cruel y muy provocativo y que vine a este cuarto desesperada. En cuanto eché el cerrojo se me oscureció la cabeza y caí al suelo. No pude advertir a Eduardo que estaba segura de sufrir un arrebato de locura si seguía desesperándome, porque perdí el uso de la lengua y del pensamiento. No sentía más impulso que el de huir de él. Antes de que pudiese recobrarme, empezó a oscurecer, y te diré lo que pensé y lo que he seguido imaginándome, hasta el punto de hacerme temer perder el sentido. Mientras estaba tendida al pie de la mesa, distinguiendo confusamente el marco gris de la ventana, me figuraba estar en mi lecho de tablas de «Cumbres Borrascosas» y mi corazón sentía un dolor agudo. Traté de comprender lo que me sucedía, pensé y me pareció como si los siete últimos años de mi vida no hubieran existido. Yo era todavía una niña, papá acababa de morir y el disgusto que sentía era por la orden de Hindley de que me separase de Heathcliff. Me encontraba sola por primera vez, y al despertar tras una noche de llanto, alcé la mano para separar las tablas del lecho.
Tropecé con la mesa, pasé la mano por la alfombra y entonces recuperé la memoria. Y aquella angustia se anuló ante un frenesí de mayor desesperación... No comprendo por qué me sentía tan desdichada... Pero imagínate que a los doce años de edad me hubieran sacado de «Cumbres Borrascosas» y me hubieras traído a la «Granja de los Tordos» para ser mujer de Eduardo Linton, y tendrás una idea del hondo abismo en que me sentí lanzada... Menea cuanto quieras la cabeza, que no por ello dejarás de tener parte de culpa. Si hubieras hablado a Eduardo como debías habrías conseguido que me dejara tranquila. ¡Me estoy abrasando!
Quisiera estar al aire libre, ser una niña fuerte y salvaje, reírme de las injurias en lugar de enloquecer cuando se me dirigen. En cuanto digo unas cuantas palabras, me bulle tumultuosamente toda la sangre. ¡Y yo volvería a ser la de siempre si me hallase de nuevo entre los matorrales y los pantanos! Abre otra vez la ventana de par en par y déjala abierta. ¿Qué haces? ¿Por qué no me atiendes?
-Porque no quiero matarla de frío -contesté.
-Querrás decir que porque no quieres darme una probabilidad de revivir -respondió ella, con rencor-.
Pero aún no estoy impedida, yo misma la abriré.
Saltó del lecho y, antes de que yo pudiera oponerme, cruzó la habitación y abrió la ventana, sin cuidarse del aire glacial que soplaba alrededor de sus hombros y que cortaba como un cuchillo. Le pedí que se retirara, se negó y quise obligarla a la fuerza. Pero el delirio le daba más fuerza que la que yo pudiera desarrollar. No había luna y una oscura bruma lo invadía todo. No brillaba una sola luz. En «Cumbres Borrascosas» no se veía resplandor alguno, mas ella aseguraba que distinguía las luces del edificio.
-¡Mira! -gritó-. Aquella luz es la de mi cuarto, y aquella otra la del desván donde duerme José. Sin duda está esperando que yo vuelva a casa para cerrar la verja. Aún tendrá que esperar un buen rato. Es un mal camino, muy desagradable de recorrer. Hay que pasar por la iglesia de Gimmerton. Con frecuencia nos hemos desafiado a permanecer entre las tumbas llamando a los muertos. Heathcliff: si te desafío ahora, ¿te atreverás? Podrán sepultarme, si quieren, a doce pies de profundidad y hasta ponerme la iglesia encima, pero yo no me quedaré allí hasta que tú no estés conmigo.
Hizo una pausa, y dijo luego, con una singular sonrisa:
-Estás pensando en que sería mejor que fuese yo a buscarte... Bueno, pues encuéntrame un camino que no pase por el cementerio. ¡Qué despacio vas! Cálmate: me seguirás siempre.
Pensando que era inútil razonar con ella, ya que evidentemente tenía la razón alterada, me ocupaba en buscar algo con que cubrirla, cuando sentí rechinar el picaporte, y entró el señor Linton, con gran consternación por mi parte.
Pasaba por el corredor, y al oírnos hablar, la curiosidad o el temor de que sucediera algo le impulsaron a penetrar en la alcoba.
-¡Oh, señor! -exclamé, ahogando así la exclamación que le asomaba a los labios ante el espectáculo que distinguía en la habitación-. La señora está enferma y no puedo con ella. Haga el favor de venir y convénzala de que se acueste. Olvide su enfado: ya sabe que no se puede hacer con ella más que lo que ella quiere.
-¿Está enferma Catalina? -dijo él, corriendo hacia nosotras-. Cierra la ventana, Elena. ¿Qué te sucede, Catalina?
Se detuvo. El aspecto de la señora le dejó horrorosamente sorprendido, y volvió hacia mí sus ojos asombrados.
-Lleva consumiéndose aquí varios días -dije-, negándose a tomar alimentos y sin quejarse de nada. Hasta hoy no ha permitido pasar a nadie, y no hemos hablado a usted del estado en que se encuentra, porque nosotros mismos lo ignorábamos. No creo que sea nada de gravedad...
Yo misma comprendí que mi explicación era pobre. Mi amo frunció las cejas.
-¿Que no es nada de gravedad, Elena Dean? Ya me explicarás mejor tu silencio sobre esto -dijo con severidad.
Tomó en brazos a su mujer y la miró angustiado. Al principio ella no daba señales de reconocerle. Pero el delirio que la embargaba no era permanente todavía. Sus ojos, un momento velados por la contemplación de la oscuridad del exterior, acabaron reparando en el hombre que la tenía entre sus brazos.
-¿A qué vienes, Eduardo Linton? -dijo con colérica vivacidad-. Eres de esos que siempre llegan cuando no hacen falta, y nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que vas a empezar ahora con lamentaciones, pero no por ello conseguirás que deje de irme a mi morada definitiva antes de que concluya la primavera. Y no reposaré en el panteón de los Linton, sino en una fosa al aire libre, con una simple losa encima. Tú, por tu parte, haz lo que quieras: vete con los Linton o ven conmigo.
-¿Qué estás diciendo, Catalina? -comenzó el amo-. ¿Es que ya no soy nada para ti? ¿Acaso estás enamorada de ese miserable Heath ... ?
-¡Silencio! -gritó la señora-. ¡Cállate, o me arrojo ahora mismo por la ventana! Y tú podrás entonces tener mi cuerpo, pero mi alma estará allí, en las «Cumbres», antes de que puedas volver a tocarme. No te necesito, Eduardo. Vuelve a ocuparte de tus libros. Te vendría bien para consolarte, porque yo no he de volver a servirte de consuelo.
-Señor -interrumpí-: la señora está delirando. Ha estado desvariando toda la tarde. Cuidémosla bien, procuremos que esté tranquila, y pronto se restablecerá. En lo sucesivo debemos tener cuidado de no disgustarla.
-No sigas dándome consejos -interrumpió el señor-. Conocías el modo de ser de la señora, y sin embargo me has incitado a contrariarla. ¡Parece mentira que no me hayas dicho nada de su estado durante estos tres días! ¡Qué crueldad! ¡Oh, Catalina está desfigurada como si hubiese padecido una enfermedad de muchos meses!
Me defendí de aquellas acusaciones. ¿Qué culpa tenía yo de la aviesa inclinación de Catalina?
-Sabía -dije- que la señora era terca y dominante, pero ignoraba que usted desease fomentar su mal carácter.
No sabía que debiese tolerar los abusos del señor Heathcliff por no contrariar a la señora. ¡Así me paga usted el haber cumplido mis deberes de sirvienta leal! Aprenderé mejor para otra vez. En lo sucesivo, se informará de las cosas por sus propios ojos.
-Si vuelves a venirme con chismes, prescindiré de tus servicios -repuso él.
-Ya entiendo -repuse-. Por lo visto el señor Heathcliff está autorizado para hacer el amor a la señorita y para predisponer a la señora contra el señor cuando usted está ausente.
Catalina, no por tener la mente algo perturbada, dejaba de prestar oído atento a nuestra conversación.
-¡Oh, traidora Elena! -exclamó-. Ella es mi solapada enemiga. ¡Bruja! ¡Déjame, Eduardo, y verás como la hago arrepentirse!
Bajo sus párpados fulguró un relámpago de demencia y trató de soltarse de los brazos de Linton. Yo resolví ir a buscar al médico por propia iniciativa, y salí de la estancia. Al atravesar por el jardín, distinguí, colgado de un garfio de la pared, un objeto blanco que se movía extrañamente. No quise que me quedase en la mente la duda de que pudiese ser un alma del otro mundo, y, a pesar de mi prisa, me paré a averiguar de qué se trataba. Quedé estupefacta al reconocer al galguito de la señorita Isabel, colgado con un pañuelo al cuello y medio ahogado. Solté al animal y lo liberté. Cuando Isabel se había ido a acostar, yo vi subir al galgo detrás de ella, y no me podía explicar quién fuera el malvado que le había hecho objeto de tal barbarie. Mientras lo desataba, creí sentir el lejano galope de un caballo, ruido asaz inusitado para ser oído a las dos de la madrugada, pero yo tenía tanta prisa que casi no lo advertí.
Encontré al señor Kermeth saliendo de su casa para visitar a un enfermo, y lo que relaté de la dolencia de Catalina le indujo a acompañarme inmediatamente. Como Kenneth es un hombre sencillo y franco, me confesó que dudaba mucho de que Catalina sobreviviera a aquel segundo ataque.
-Esto debe tener alguna causa especial, Elena -me dijo-. ¿Qué ha pasado? Una mujer tan fuerte como Catalina no enferma por pequeñeces. Personas como ella enferman rara vez, pero cuando ello sucede es ardua empresa librarles de sus males. ¿Cómo comenzó esto?
-El amo le informará --contesté-. Usted conoce el violento carácter de los Earnshaw, y no ignora que la señorita Catalina les deja a todos en mantillas. Lo único que puedo decirle es que todo comenzó por una disputa, y que, después de una explosión de furor, sufrió un ataque. Ella lo ha explicado así; nosotros no lo vimos, porque se encerró en su alcoba. Luego se negó a tomar alimento y ahora delira unas veces y otras se entrega a sueños fantásticos. Aún nos reconoce, pero su cabeza está llena de ideas muy raras.
-¿El señor Linton estará muy, disgustado?
-¡Tanto, que se rompería la cabeza si pasase algo! Procure no alarmarle en exceso.
-Ya advertí que se anduviera con cuidado, y ahora hay que atenerse a las consecuencias de no haberme atendido -repuso el médico-. ¿Ha intimado el señor Linton con Heathcliff últimamente?
-Heathcliff iba a la «Granja» -reconocí-, pero no porque ello le agradara al amo, sino aprovechando su amistad de la infancia con la señora. Ahora se le ha invitado a no molestar con visitas, como consecuencia de ciertas intolerables aspiraciones que manifestó respecto a la señorita Isabel. No creo que vuelva otra vez por casa.
-¿Le ha rechazado la señorita Linton? -preguntó el médico.
-Ella no me hace confidencias -respondí.
-Sí, Isabel hace lo que se le antoja -dijo él-, pero obra como una locuela. Me consta que anoche -¡qué hermosa noche hacía, por cierto!- estuvo paseando con Heathcliff por el jardín, y que él la quiso convencer de que huyeran juntos. Ella se negó, pero accedió a hacerlo el próximo día que se vieran. Lo sé de buena tinta. Lo que no sé es a qué día se referían.
Asaltada por nuevos temores al saber aquella noticia, me adelanté a Kenneth y eché a correr. En el jardín encontré al perrito ladrando. Cuando abrí la verja, empezó a correr de un lado a otro, olfateando la hierba, y hasta se hubiera marchado al camino de no impedírselo yo. Subí al cuarto de Isabel: estaba vacío. Acaso de haber sabido a tiempo la enfermedad de la señora, ello hubiera evitado que realizara su loca determinación.
Pero ya no había nada que hacer. No era posible alcanzar a los fugitivos. Yo no proponía perseguirles, ni era cosa de aumentar con una angustia más la zozobra que ya padecía mi amo. No me quedaba más remedio que callar y dejar correr las cosas. Me apresuré a anunciar al señor la llegada del médico. Catalina se había dormido con un sueño agitado. Su marido había logrado tranquilizarla un poco y permanecía inclinado sobre ella examinando las más leves contracciones de su rostro.
El médico, después de reconocer a la enferma, nos dio esperanzas sobre su estado, siempre que le procuráramos una tranquilidad absoluta. Yo creí entender que, más que un peligro mortal, temía la locura incurable.
Ni el señor Linton ni yo pudimos dormir en toda la noche. No nos acostamos. Los criados se levantaron más pronto que de costumbre y se les veía entregados a comentarios en voz baja. Al notar que la señorita Isabel no estaba levantada aún, comentaron también el caso. Su hermano, a su vez, pareció ofenderse del poco interés que Isabel demostraba a su cuñada. Yo quería no ser la primera en avisar la fuga. Ello corrió a cargo de una doncella que había ido a Gimmerton a hacer un recado, y que al regresar se precipitó hacia nosotros llena de excitación y diciendo a gritos:
-¡Ay, señor! ¡Amo, la señorita ... !
-¡No alborotes tanto! -exclamé.
-Habla bajo, María -dijo el señor-. ¿Qué pasa?
-¡La señorita ha huido con Heathcliff! -exclamó la muchacha.
-No es verdad -profirió Linton, agitadísimo-. ¡No puede ser verdad! ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa?
¡Vete a buscarla, Elena! ¡Es increible!
Mientras hablaba, se llevó a la criada hasta la puerta y allí le preguntó que qué motivos tenía para hacer aquella afirmación.
-Vi en el camino a un mozo que trae leche a la granja, y me preguntó si estábamos disgustados. Creyendo que se refería a la enfermedad de la señora, le dije que sí. Entonces me contestó: «¿Habrán enviado a alguien en su persecución?» Me quedé asombrada. Él, notando que yo no sabía nada, me dijo que una señora y un caballero se habían detenido a la puerta de un herrero para clavar la herradura de un caballo, cerca de Gimmerton. La hija del herrero se asomó a la puerta y vio que el hombre era Heathcliff. Este entregó una moneda de oro para pagar. La señora tenía el rostro cubierto con un manto, pero, al ir a beber un vaso de agua que había pedido, se descubrió, y entonces pudieron verla. Luego Heathcliff y la señorita huyeron. La moza lo había contado ya a todo el pueblo.
Yo, por cubrir el expediente, me asomé al cuarto de Isabel, y al volver confirmé el relato de la sirvienta.
El señor se hallaba otra vez a la cabecera de la cama, y cuando me vio entrar comprendió por mi aspecto lo sucedido.
-¿Qué hacemos? -pregunté.
-Isabel se ha ido voluntariamente -me respondió el señor-. Era libre de hacerlo. No me menciones más su nombre. Ha renegado de mí.
No habló más sobre el asunto. No realizó busca alguna, limitándose a ordenarme que, cuando se supiese su nueva morada, mandase a Isabel cuanto le pertenecía.
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