En ocasiones, pensando a solas en todas estas cosas, me sentía presa de un terror repentino y, levantándome y poniéndome el sombrero, pensaba en ir a ver lo que sucedía en «Cumbres Borrascosas».
Tenía la convicción de que mi deber era hablar a Hindley de lo que la gente decía de él. Pero cuando recordaba lo empedernido que estaba en sus vicios, me faltaba el valor para entrar en la casa, comprendiendo que mis palabras sólo podrían lograr efectos muy dudosos.
Una vez, yendo a Gimmerton, me desvié un tanto de mi camino y me paré ante la cerca de la propiedad.
Era una tarde clara y fría. La tierra estaba triste por el invierno y el suelo del camino se extendía ante mi vista endurecido y seco. Llegué a una bifurcación del sendero. Hay allí un jalón de piedra arenisca, que tiene grabadas las letras C. B. en su cara que mira al Norte; G., en la que mira al Este, y G. T. en la que da al Sudoeste. Esta piedra sirve para marcar las distintas direcciones: las «Cumbres», el pueblo y la «Granja».
El sol bañaba con sus dorados rayos la parte alta del hito. Esto me hizo pensar en el verano, y un aluvión de infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel sitio era el preferido por Hindley y por mí veinte años atrás.
Durante largo rato estuve contemplando el jalón de piedra. Inclinándome, vi junto a su base un agujero donde solíamos almacenar guijarros, conchas de caracol y otras menudencias, que todavía continuaban allí.
Y tuve la visión de que mi antiguo compañero de juegos aparecía excavando la tierra con un pedazo de pizarra.
-¡Pobre Hindley! -murmuré sin querer.
Me pareció que el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara. La visión desapareció al instante, pero en el acto experimenté un vivo deseo de ir a «Cumbres Borrascosas». Un sentimiento supersticioso me impulsaba.
«¡Podría haber muerto, o estar a punto de morir!», pensé, relacionando aquella alucinación con un presagio fatídico.
Mi angustia aumentaba a medida que me iba acercando a la casa, y al final temblaba todo mi cuerpo. Al ver un niño desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de la verja, tuve la impresión de que la aparición se había adelantado a mí. Pero, pensando más despacio, comprendí que debía ser Hareton, mi Hareton, al que no veía hacía tiempo.
-¡Dios te bendiga, querido! -exclamé-. Hareton: soy Elena, tu ama.
Se apartó de mí y cogió un grueso pedrusco.
-Vengo a ver a tu padre, Hareton -le dije, comprendiendo que, si se acordaba de Elena, al menos de mi figura no se acordaba.
Esgrimió la piedra, y, aunque intenté calmarle, la lanzó y me dio en el sombrero. A la vez, el pequeño soltó una retahíla de maldiciones que, conscientes o no, emitía con la firmeza de quien sabe lo que dice.
Sentí más dolor que ira y me faltó poco para llorar. Saqué una naranja del bolsillo y se la ofrecí. Dudó un momento y de pronto me la quitó bruscamente de las manos, como si creyera que intentaba engañarle. Le enseñé otra, pero guardándome bien de ponerla al alcance de su mano.
-¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, hijo? -le pregunté-. ¿El cura?
¡Malditos seáis el cura y tú! -contestó . ¡Dame eso!
-Si me dices quién te ha enseñado a hablar así te lo daré.
-El demonio de papá -contestó.
-Y papá, ¿qué te enseña? -seguí preguntando.
Se alzó sobre la fruta, pero yo la levanté.
-Nada -me contestó-. No quiere que esté a su lado, porque le maldigo y juro.
-¿Y es el diablo quien te enseña a maldecir a papá?
-¡Ah! No...
-¿Quién entonces?
-Heathcliff.
Le pregunté si quería al señor Heathcliff y me dijo que sí. Al preguntarle por qué respondió:
-Porque él trata mal a papá como papá me trata a mí, y porque él reniega de papá como papá reniega de mí, y porque me deja hacer todo lo que quiero.
-Entonces, ¿el cura no te enseña a leer y escribir?
-No. Han dicho que le partirían la cabeza si entrara por la puerta. ¡Heathcliff lo ha jurado!
Le di la naranja y le encargué que dijera a su padre que una mujer llamada Elena Dean quería verle. Se encaminó a la casa por el sendero, pero en lugar de Hindley salió Heathcliff. Al verle, eché a correr como si hubiera visto a un fantasma. Esto no tiene relación con el asunto de la señorita Isabel mas que porque influyó para que yo aumentara mis precauciones y para que procurara que el influjo pernicioso de aquel hombre no se extendiera a la «Granja», lo cual me costó, por cierto, una riña con la señora Linton.
El primer día que Heathcliff volvió a la casa, la señorita Isabel estaba en el corral dando de comer a las palomas. Hacía tres días que no hablaba con su cuñada, pero había suprimido también sus protestas, con gran contento de todos. Heathcliff generalmente no decía a Isabel ni una palabra inútil, pero esta vez, después de lanzar una ojeada a la casa -yo estaba en la ventana de la cocina, pero me retiré para que no me viera- se acercó a ella y le habló. La joven estaba turbada y parecía deseosa de alejarse, pero él la retuvo sujetándola por el brazo. Isabel separó la cara. Él le hizo una pregunta a la que la señorita no quería responder, al parecer. El volvió a mirar a la casa, y, creyendo que nadie le veía, tuvo el descaro de besar a Isabel.
-¡Oh, Judas, traidor! -proferí-. ¿Con que eres también un villano, un hipócrita burlador?
-¿Qué pasa, Elena? -dijo Catalina, que entraba en aquel momento, sin que yo, absorta en la escena que contemplaba, lo hubiese notado.
-¡El miserable amigo de usted! -exclamé furiosa-. ¡El miserable Heathcliff! Ya entra: nos ha visto... ¡A ver qué excusa le da a usted para explicar por qué hace el amor a la señorita después de haber dicho que la despreciaba!
La señora Linton vio cómo Isabel se soltaba y echaba a correr. Heathcliff entró inmediatamente. Yo di rienda suelta a mi indignación, pero Catalina me mandó callar, amenazándome con echarme de la cocina.
-¡Cualquiera diría que tú eres la señora! -exclamó-. Haz por no meterte en lo que no te atañe. -Y añadió, dirigiéndose a Heathcliff-: ¿Qué te propones? Ya te he advertido que dejes en paz a Isabel. Procura hacerlo, a no ser que te hayas cansado de venir aquí y quieras que Linton te prohiba la entrada.
-¡Dios lo haga! -respondió aquel rufián-. ¡Le odio cada día más! Si Dios no le conserva paciente y pacífico, acabaré por no resistir al deseo que siento de enviarle a la eternidad.
-¡Cállate y no me desesperes! -ordenó Catalina-. ¿Por qué has olvidado lo que te dije? ¿Fue Isabel la que te buscó?
-¿Qué te importa? -contestó él-. Tengo el derecho de besarla, si ella no se opone. No soy tu marido: no tienes derecho a estar celosa.
-No estoy celosa de ti, sino por ti -contestó la señora-. Tranquilízate. Si te gusta Isabel, te casarás con ella.
Pero dime si te gusta de verdad, Heathcliff. ¿Ves cómo no contestas? Estoy segura de que no te agrada.
-¿Consentiría el señor Linton que su hermana se casase con ese hombre? -interrogué.
-Lo consentiría -repuso Catalina con tono decisivo.
-También podría evitarse esa molestia -dijo Heathcliff-, porque yo no necesito su consentimiento para nada. Y a ti, Catalina, te diré dos palabras, ya que se presenta la oportunidad. Entérate de que me consta que me has tratado horriblemente, ¿te enteras?, horriblemente. Si te figuras que no lo sé, eres una necia, y si te imaginas que me consuelas con palabras dulces, eres una idiota, y si piensas que no me tomaré venganza de ello, pronto te convencerás de lo contrario. Me alegro de que me hayas dicho el secreto de tu cuñada, y te juro que sabré sacar partido de él. ¡No te interpongas en mi camino!
-Pero, ¿qué es esto? -exclamó, asombrada, la señora Linton-. ¡Que te he tratado horriblemente y vas a vengarte! ¿Cómo vas a vengarte, torpe ingrato? ¿Cuándo te he tratado horriblemente yo?
-No me vengaré de ti -dijo Heathcliff con menos violencia-. No es ese mi plan. El tirano oprime a sus esclavos, y éstos, en lugar de volverse contra él, se vengan en los que están debajo. Atorméntame cuanto quieras, si ello te divierte, pero déjame a mí divertirme del mismo modo, y guárdate muy bien de burlarte de mí. Ya que has destruido mi palacio, no te empeñes en edificar en sus ruinas una choza y hacerme habitar en ella por caridad. Si yo creyese que tenías interés en que me casase con Isabel, me daría un tajo en la garganta antes de hacerlo.
-¿Así que lo que te ofende es que yo no esté celosa? -gritó Catalina-. Pues no me volveré a preocupar de buscarte esposa, no te preocupes. Sería como ofrecer al diablo un alma condenada. Te entusiasma causar desgracias. Ahora que Eduardo ha dominado el disgusto que le produjo tu llegada y que yo empiezo a estar tranquila, tú te empeñas en buscar camorra. Peléate con Eduardo, si quieres, y engaña a su hermana, y así te habrás vengado de mí, y mucho más de lo que pudieras imaginarte.
La discusión cesó por el momento. La señora Linton se sentó, hosca y silenciosa, al lado del fuego. El demonio que había estado sumiso a ella se había convertido en indomable. Heathcliff permaneció de pie ante la lumbre, cruzado de brazos, maquínando, sin duda, diabólicos planes, y yo les abandoné y me fui a buscar al amo. Éste estaba extrañado de no ver a su mujer.
-¿Has visto a la señora, Elena? -me preguntó.
-Está en la cocina, señor -repuse-. Está enfadada por la conducta que observa el señor Heathcliff, y, si me quiere usted hacer caso, creo que convendría poner coto a sus visitas. A veces es peligroso ser demasiado bueno...
Le conté la escena del patio y la disputa que se había producido a continuación, tan exactamente como me lo permitió mi atrevimiento. Pensaba que no causaría mucho perjuicio a la señora, a no ser que ella misma se empeñase en causárselo tomando la defensa del intruso. El señor Linton tuvo que contenerse mucho para oírme hasta el fin. Y sus frases indicaban claramente que no dejaba de achacar a su mujer la culpa de lo ocurrido.
-¡Esto es insoportable! -exclamó-. ¡Es ignominioso que le tenga por amigo y que me obligue a aceptar su trato! Llama a dos de los criados, Elena. Catalina no seguirá discutiendo con ese rufián. ¡Ya he sido demasiado condescendiente!
Mandó a los sirvientes que aguardasen en el pasillo, y, seguido por mí, se dirigió a la cocina. La señora, en aquel instante, hablaba acaloradamente. Heathcliff estaba junto a la ventana, algo acobardado, al parecer, por los reproches de Catalina. Fue el primero en ver al señor, y le hizo un gesto para que callase.
Ella le obedeció inmediatamente.
-¿Qué es esto? -preguntó Linton dirigiéndose a ella-. ¿Qué idea tienes del decoro para permanecer aquí después de lo que te ha dicho ese miserable? Tal vez no das importancia a sus palabras porque estás acostumbrada a su clase de conversación. Pero yo no lo estoy ni quiero estarlo.
-¿Has estado escuchando a la puerta Eduardo? -preguntó ella en tono calculadamente frío, a fin de provocar a su esposo, mostrándole a la vez su desprecio.
Heafficliff, al oír hablar a Eduardo, había levantado la vista, y ahora, al hablar Catalina, soltó la carcajada, con el propósito de que Linton reparara en él. Y lo consiguió, pero no que Eduardo perdiera el dominio de sí mismo.
-Hasta hoy le he soportado a usted, señor -pronunció mi amo serenamente-. No porque desconociera su miserable carácter, sino porque creía que no toda la culpa de tenerlo era suya. Y también porque Catalina deseaba conservar su amistad. Pero si accedí a ello, no pienso continuar obrando como hasta ahora. Su sola presencia es un veneno moral capaz de contagiar al ser más virtuoso. Por tanto, y para evitar más graves consecuencias, le prohíbo desde hoy que vuelva a poner los pies en esta casa y le exijo que salga de ella inmediatamente. Si tarda en hacerlo más de tres minutos, saldrá de un modo ignominioso: a viva fuerza.
-Catalina, tu corderito me amenaza como un toro. Está exponiéndose a tener un tropezón con mis puños.
¡Por Dios, señor Linton, que siento de veras que no tenga usted ni un mal puñetazo!
El amo miró hacia el pasillo y me hizo una seña para que fuese a llamar a los criados. No quería, sin duda, exponerse a un choque directo. Obedecí. Pero la señora, dándose cuenta, me siguió, y, al ir yo a llamarles, me empujó, me apartó y cerró la puerta con llave.
-¡Magnífico procedimiento! -dijo como contestando a la irritada y asombrada mirada que le dirigió su marido-. Si no tienes valor para combatir con él, preséntale tus excusas o date por vencido. Será tu justo castigo por afectar una valentía que no tienes. ¡Antes me tragare la llave que entregártela! Así recompensáis mis bondades los dos. Mi benevolencia hacia el débil carácter de uno y el mal carácter de otro, la pagáis así. Estaba defendiéndolos a ti y a tu hermana, Eduardo... ¡Ojalá te azote Heathcliff hasta tundirte, ya que has pensado tan mal de mí!
Eduardo trató de arrancar la llave de Catalina, pero ella la arrojó al fuego, y él, asaltado de un temblor nervioso, y después de hacer esfuerzos sobrehumanos para dominarse, angustiado y humillado, hubo de dejarse caer en una silla, tapándose la cara con las manos.
-¡Oh, cielos! En los antiguos tiempos este suceso habría valido para que te armaran caballero... -exclamó la señora . Estamos vencidos... Tan capaz sería Heathcliff ahora de alzar un dedo contra ti, como un rey de enviar su ejército contra una madriguera de ratones. Levántate, hombre, que nadie te va a herir... No, no eres un cordero, sino una liebre...
-¡Goza en paz de este cobarde que tiene la sangre de horchata! -dijo su amigo-. Te felicito por tu elección. ¿De modo que me dejaste por un pobre diablo como éste? No le daré de puñetazos, pero me complacerá pegarle un puntapié. Y ¿qué hace? ¿Está llorando o se ha desmayado del susto?
Se acercó a Linton y empujó la silla en que éste estaba sentado. Hubiese hecho mejor en mantenerse a distancia. Mi amo se levantó y le asestó en plena garganta un golpe capaz de derribar al hombre mas vigoroso. Durante un minuto, Heathcliff quedó sin respiración. El señor Linton, entretanto, salió al patio por la puerta de escape y se dirigió hacia la entrada principal.
-¿Ves? ¡Se acabaron tus visitas! -chilló Catalina-. ¡Vete inmediatamente! Eduardo volverá con dos pistolas y media docena de criados. Si nos ha oído, no nos perdonará jamás. ¡Qué mala pasada me has jugado, Heathcliff! Vete, vete. No quiero verte en la situación en que ha estado Eduardo antes.
-¿Crees que voy a tragarme el golpe que me ha dado? -rugió él-. ¡No, en nombre del diablo! Antes de salir le machacaré como a una avellana podrida... ¡Si no le aplasto ahora contra el suelo, tendré que acabar matándole ... ! Así que si aprecias en algo su existencia, déjame esperarle.
-No vendrá -dije, no dudando en arriesgar una mentira . Allí vienen el cochero y los dos jardineros con sendos garrotes. ¡Supongo que no le agradará a usted que le arrojen violentamente de la casa! El amo, probablemente, se limitará a ver desde las ventanas del salón cómo se cumplen sus órdenes.
El cochero y los jardineros estaban, en efecto, allí, pero Linton les acompañaba. Ya habían entrado en el patío. Heathcliff meditó un momento y le pareció mejor evitar una lucha contra tres subalternos. Cogió el atizador de la lumbre, saltó la cerradura de la puerta y se escapó por un lado mientras los demás entraban por otro.
La señora, presa de una gran agitación, me pidió que la acompañara a su aposento. Ignoraba mi intervención en lo sucedido, y procuré mantenerla en su ignorancia.
-Estoy loca, Elena -exclamó, dejándose caer en en sofá-. Parece que están golpeándome la cabeza mil martillos de herrería. Que Isabel no aparezca ante mi vista, porque ella es la culpable de todo. Cuando veas a Eduardo, dile que estoy a punto de enfermar gravemente. ¡Así sea verdad! No sabes lo angustiada que me siento. Si viene, me injuriará o me reprochará. Yo le replicaré y no sé adónde iríamos a parar. Hazlo, Elena.
Tú sabes que no he obrado mal en todo este asunto. ¿Qué mal espíritu movió a Eduardo a escuchar a la puerta? Es verdad que, después de que tú saliste, Heathcliff habló de un modo ofensivo pero yo hubiera conseguido quitarle de la cabeza la idea de lo de Isabel, y no hubiera pasado nada. Todo se ha estropeado por esa obsesión de oír hablar mal de sí mismas que constituye la manía de ciertas personas. Si Eduardo no hubiese oído lo que hablábamos, ¿le hubiese sucedido algún mal por ello? Después de que me soltó aquella rociada, cuando yo acababa de reñir con Heathcliff por él, ya no me importaba nada lo que pasase entre ellos, puesto que, sucediera lo que sucediera, quedaríamos distanciados durante mucho tiempo. Ya que no puedo seguir siendo amiga de Heathcliff, y ya que Eduardo no deja de ser celoso, procuraré desgarrarles el corazón a los dos desgarrando el mío propio. ¡Así acabaremos antes! Pero eso sólo lo haré en caso extremo, y no quiero que a Linton le coja de sorpresa. Hasta ahora ha procedido con discreción y ha procurado no provocarme. Hazle comprender que sería peligroso abandonar esa línea de conducta. Recuérdale la violencia de mi carácter y lo fácilmente que me enfurezco. ¡Si consiguieras que desapareciese esa expresión de frialdad que tiene en el semblante y lograras que me tratase con más afecto!
Debía resultar exasperante para la señora la serena indiferencia con que recibí sus instrucciones. Yo presumí que una persona que podía especular de antemano sobre el giro que daría a sus arrebatos de ira podría, de proponérselo, dominar también esos arrebatos. Y no me pareció ser yo la llamada a multiplicar los disgustos de su marido mediante aquella especie de coacción. Así que nada dije al amo, cuando éste acudió, pero me atreví a escuchar a fin de ver si disputaban. El amo habló primero.
-Quédate donde estás, Catalina -dijo, sin rencor, y muy, abatido-. No he venido ni a disputar ni a hacer las paces. Sólo deseo que me digas si, después de lo ocurrido, tienes el propósito de seguir siendo amiga de...
-¡Y yo te pido que me dejes en paz! -respondió ella golpeando el suelo con el pie-. No hablemos de ello ahora. Tú no perderás tu sangre fría, porque por tus venas no corre más que agua helada, pero mi sangre está hirviendo y tu frialdad me excita hasta lo inconcebible.
-Responde a mi pregunta -repuso el señor-. Tus violencias no me asustan. Ya he visto que, cuando te lo propones, permaneces tan imperturbable como cualquiera. ¿Estás dispuesta a prescindir de Heathcliff, o prefieres prescindir de mí? No cabe ser amiga de los dos a la vez, y te exijo que te decidas por uno de nosotros.
-Y yo te exijo que me dejes en paz -respondió ella enfureciéndose-. ¡Te lo ruego! ¿No ves que casi no puedo sostenerme en pie,? ¡Déjame, Eduardo ... !
Tiró violentamente de la campanilla, y yo acudí sin prisa alguna. Aquellos locos arrebatos de cólera ponían a prueba la paciencia de un santo. Lo vi golpearse la cabeza contra el brazo del sofá y rechinar los dientes de tal modo que parecía que iba a destrozárselos. El señor Linton la miraba compungido y casi arrepentido de su energía anterior. Me mandó traer un vaso de agua. Ella no podía casi hablar. No quiso beber, y entonces le mojé el rostro con el agua. Un instante después se tendió en el sofá, puso los ojos en blanco, y sus mejillas palidecieron como las de una muerta. Linton estaba aterrado.
-No es nada -murmuré.
Quería evitar que él cediera, pero en el fondo me sentía angustiada.
-Está sangrando por la boca -me dijo el señor, estremeciéndose.
No haga caso -contesté.
Y le conté que ella se había propuesto, antes de entrar el, darle el espectáculo de un ataque de locura.
Cometí la imprudencia de decirlo en voz alta. Catalina me oyó, y se puso repentinamente de pie. Los cabellos despeinados le caían sobre los hombros, y los tendones del cuello y de los brazos se le habían hinchado de un modo horrible. Me preparé, por lo menos, a que me rompiese los huesos. Pero no fue así: se limitó a precipitarse fuera del cuarto. El amo me mandó que la siguiera, y lo hice hasta la puerta de su alcoba, cuya puerta cerró para librarse de mí.
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