lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XIV

Tan pronto como leí la carta me fui a ver al amo y le dije que su hermana estaba en «Cumbres Borrascosas» y que me había escrito interesándose por Catalina, manifestándome que tenía interés en verle a él y que deseaba recibir alguna indicación de haber sido perdonada.

-Nada tengo que perdonarle -contestó Linton- Vete a verla si quieres, y dile que no estoy enfadado sino entristecido, porque pienso, además, que es imposible que sea feliz. Pero que no piense que voy a ir a verla Nos hemos separado para siempre. Sólo me haría rectificar si el puerco con quien se ha casado se marchara de aquí.

-¿Por qué no le escribe unas líneas? -insinué suplicante.

-Porque no quiero tener nada en común con la familia Heathcliff -respondió.

Tal frialdad me deprimió infinitamente. En todo e tiempo que duró mi camino hacia las «Cumbres» no hice más que pensar en la manera de repetir, suavizadas, a Isabel las palabras de su hermano. Dijérase que ella había estado esperando mi visita desde primera hora. Al subir por la senda del jardín la distinguí detrás de una persiana y le hice un signo con la cabeza, pero ella desapareció, como si desease que no se la viera.

Entré sin llamar, sin más dilación. Aquella casa, antes tan alegre, ofrecía un lúgubre aspecto de desolación.

Creo que yo en el caso de mi señora hubiera procurado limpiar algo la cocina y quitar el polvo de los muebles, pero el ambiente se había apoderado de ella. Su hermoso rostro estaba descuidado y pálido y tenía desgarrados los cabellos. Al parecer, no se había arreglado la ropa desde el día antes.

Hindley no estaba. Heathcliff se hallaba sentado ante una mesa revolviendo unos papeles de su cartera.

Al verme me saludó con amabilidad y me ofreció una silla. Era el único que tenía buen aspecto en aquella casa; creo que mejor aspecto que nunca. Tanto había cambiado la decoración, que cualquier forastero le habría tomado a él por un caballero y a su esposa por una mendiga.

Isabel se adelantó impacientemente hacia mí, alargando la mano como si esperase recibir la carta que aguardaba que le escribiese su hermano. Volví la cabeza negativamente. A pesar de todo, me siguió hasta el mueble donde fui a poner mi sombrero, y me preguntó en voz baja si no traía algo para ella.

Heathcliff comprendió el objeto de sus evoluciones, y dijo:

-Si tienes algo que dar a Isabel, dáselo Elena. Entre nosotros no hay secretos.

-No traigo nada -repuse, suponiendo que lo mejor era decir la verdad-. Mi amo me ha encargado que diga a su hermana que por el momento no debe contar con visitas ni cartas suyas. Le envía la expresión de su afecto, le desea que sea muy feliz y le perdona el dolor que le causó. Pero entiende que debe evitarse toda relación que, según dice, no valdría para nada.

La mujer de Heathcliff volvió a sentarse junto a la ventana. Sus labios temblaban ligeramente. Su esposo se sentó a mi lado y comenzó a hacerme preguntas relativas a Catalina. Traté de contarle sólo lo que me pareciera oportuno, pero él logró averiguar casi todo lo relativo al origen de la enfermedad. Censuré a Catalina como culpable de su propio mal, y acabé manifestando mi opinión de que el propio Heathcliff seguiría el ejemplo de Linton y evitaría todo trato con la familia.

-La señora Linton ha empezado a convalecer -termine-, pero aunque ha salvado la vida, no volverá nunca a ser la Catalina de antes. Si tiene usted afecto hacia ella, no debe interponerse más en su camino. Es más: creo que debería usted marcharse de la comarca. La Catalina Linton de ahora se parece a la Catalina Earnshaw de antes como yo. Tanto ha cambiado, que el hombre que vive con ella sólo podrá hacerlo recordando lo que fue anteriormente y en nombre del deber.

-Puede ser -respondió Heathcliff- que tu amo no sienta otros impulsos que los del deber hacia su mujer.

Pero ¿crees que dejaré a Catalina entregada a esos sentimientos? ¿Crees que mi cariño a Catalina es comparable con el suyo? Antes de salir de esta casa has de prometerme que me proporcionarás una entrevista con ella. De todos modos, la veré, quieras o no.

-Ni usted debe hacerlo -contesté-, ni podrá nunca contar conmigo para ello. La señora no resistiría otro choque entre usted y el señor.

-Tú puedes evitarlo -dijo él- y, en último caso, si fuera así, me parece que habría motivos para apelar a un recurso extremo. ¿Crees que Catalina sufriría mucho si perdiese a su marido? Sólo me contiene el temor de la pena que ello pudiera causarle. Ya ves lo diferentes que son nuestros sentimientos. De haber estado él en mi lugar y yo en el suyo, jamás hubiera osado alzar mi mano contra él. Mírame con toda la incredulidad que quieras, pero es así. Jamás le hubiera arrojado de su compañía mientras ella le recibiera con satisfacción. Ahora que, apenas hubiera dejado de mostrarle afecto, ¡le habría arrancado el corazón y bebido su sangre! Pero hasta ese momento, me hubiera dejado descuartizar antes que tocar un pelo de su cabeza.

-Sí -le atajé-, pero le tiene sin cuidado a usted deshacer toda esperanza de curación volviendo a producirle nuevos disgustos con su presencia.

-Tú bien sabes, Elena -contestó-, que no me ha olvidado. Te consta que por cada pensamiento que dedica a Linton, me dedica mil a mí. Sólo dudé un momento: al volver, este verano. Pero sólo hubiera confirmado tal idea si Catalina me declarase que era verdad. Y en ese caso, no existirían ya, ni Linton, ni Hindley, ni nada... Mi existencia se resumiría en dos frases: condenación y muerte. La existencia sin ella sería un infierno. Pero fui un estúpido al suponer, aunque fuese por un solo momento, que ella preferiría el afecto de Eduardo Linton al mío. Si él la amase con toda la fuerza de su alma mezquina, no la amaría en ochenta años tanto como yo en un día. Y Catalina tiene un corazón como el mío. Ante se podría meter el mar en un cubo que el amor de ella pudiera reducirse a él. Le quiere poco más que a su perro o a su caballo. No le amará nunca como a mí. ¿Cómo va a amar en él lo que no existe?

-Catalina y Eduardo se aman tanto como cualquier otro matrimonio -exclamó bruscamente Isabel-. Nadie posee el derecho de hablar así, y no te consentiré que desprecies de esa forma a mi hermano en presencia mía.

-También a ti tu hermano te quiere mucho, ¿no? -contestó Heathcliff despreciativamente-. Mira cómo se apresura a dejarte abandonada a tu propia suerte.

-Porque ignora mi situación ya que no he querido decírselo... -repuso Isabel.

-Eso quiere decir que le has contado algo.

-Le escribí para anunciarle que me casaba. Tú mismo leíste la carta.

-¿No has vuelto a escribirle?

-No.

-Me duele ver lo desmejorada que está la señorita -intervine yo-. Se ve que le falta el amor de alguien, aunque no esté yo autorizada para decir de quién.

-Me parece -repuso Heafficliff- que el amor que le falta es el amor propio. ¡Está convertida en una verdadera fregona! Se ha cansado enseguida de complacerme. Aunque te parezca mentira, el mismo día de nuestra boda ya estaba llorando por volver a su casa. Pero precisamente por lo poco limpia que es, se sentirá a sus anchas en esta casa, y ya me preocuparé yo de que no me ridiculice escapándose de ella.

-Debía usted recordar -repliqué- que la señora Heathcliff está acostumbrada a que la atiendan y cuiden, ya que la educaron, como hija única que era, en medio de mimos y regalos. Usted debe proporcionarle una doncella y la debe tratar con benevolencia. Piense usted lo que piense sobre Eduardo, no tiene derecho a dudar del amor de la señorita, ya que, si no, no hubiese abandonado, para seguirle, las comodidades en las que vivía, ni hubiese dejado a los suyos para acompañarle en esta horrible soledad.

-Si abandonó su casa -argumentó él- fue porque creyó que yo era un héroe de novela y esperaba toda clase de cosas de mi hidalga pleitesía hacia sus encantos. De tal modo se comporta respecto a mi carácter y tales ideas se ha formado sobre mí, que dudo en suponerla un ser dotado de razón. Pero empieza a conocerme ya. Ha prescindido de las estúpidas sonrisas y de las muecas extravagantes con que quería fascinarme al principio y noto que disminuye la incapacidad que padecía de comprender que yo hablaba en serio cuando expresaba mis opiniones sobre su estupidez. Para averiguar que no la amaba tuvo que hacer un inmenso esfuerzo de imaginación. Hasta temí que no hubiera modo humano de hacérselo comprender.

Pero, en fin, lo ha comprendido mal o bien, Puesto que esta mañana me dio la admirable prueba de talento de manifestarme que he logrado conseguir que ella me aborrezca. ¡Te garantizo que ha sido un trabajo de Hércules! Si cumple lo que me ha dicho, se lo agradeceré en el alma. Vaya, Isabel, ¿has dicho la verdad?

¿Estás segura de que me odias? Sospecho que ella hubiera preferido que yo me comportara ante ti con dulzura, porque la verdad desnuda ofende su soberbia. Me tiene sin cuidado. Ella sabe que el amor no era mutuo. Nunca la engañé a este respecto. No dirá que le haya dado ni una prueba de amor. Lo primero que hice cuando salimos de la granja juntos fue ahorcar a su perro, y cuando quiso defenderle, me oyó expresar claramente su deseo de ahorcar a todo cuanto se relacionara con los Linton, excepto un solo ser. Quizás creyera que la excepción se refería a ella misma, y le tuviera sin cuidado que se hiciera mal a todos los demás, con tal de que su valiosa persona quedase libre de mal. Y dime: ¿no constituye el colmo de la mentecatez de esta despreciable mujer el suponer que yo podría llegar a amarla? Puedes decir a tu amo, Elena, que jamás he tropezado con nadie más vil que su hermana. Deshonra hasta el propio nombre de los Linton. Alguna vez he probado a suavizar mis experimentos para probar hasta dónde llegaba su paciencia, y siempre he visto que se apresuraba a arrastrarse vergonzosamente ante mí. Agrega, para tranquilidad de su fraternal corazón, que me mantengo estrictamente dentro de los límites que me permite la ley. Hasta el presente he evitado todo pretexto que le valiera para pedir la separación, aunque, si quiere irse, no seré yo quien me oponga a ello. La satisfacción de poderla atormentar no equivale al disgusto de tener que soportar su presencia.

-Habla usted como hablaría un loco, señor Heathcliff -le dije-. Su mujer está, sin duda, convencida de ello y por esa causa le ha aguantado tanto. Pero ya que usted dice que se puede marchar, supongo que aprovechará la ocasión. Opino, señora, que no estará usted tan loca como para quedarse voluntariamente con él.

-Elena -replicó Isabel, con una expresión en sus ojos que patentizaba que, en efecto, el éxito de su marido en hacerse odiar había sido absoluto-: no creas ni una palabra de cuanto dice. Es un diablo, un monstruo, y no un ser humano. Ya he probado antes a irme y no me ha dejado deseos de repetir la experiencia. Te ruego, Elena, que no menciones esta vil conversación ni a mi hermano ni a Catalina. Que diga lo que quiera, lo que en realidad se propone es desesperar a Eduardo. Asegura que se ha casado conmigo para cobrar ascendiente sobre mi hermano, pero antes de darle el placer de conseguirlo preferiré que me mate.

¡Así lo haga! No aspiro a otra felicidad que a la de morir yo o verle muerto a él.

-Todo eso es magnífico -dijo Heathcliff-. Si alguna vez te citan como testigo, ya sabes lo que piensa Isabel,

Elena. Anota lo que me dice: me conviene. No, Isabel, no... Siendo así que no estás en condiciones de cuidar de ti misma, yo, como protector tuyo según la ley, debo ser el encargado de tenerte bajo mi guardia.

Y ahora, sube. Tengo que decir a Elena una cosa en secreto. Por allí no: te he dicho que arriba. ¿No ves que ese es el camino de la escalera?

La cogió de un brazo, la arrojó de la habitación, y al volver exclamó:

-No puedo ser compasivo, no puedo... Cuanto más veo retorcerse a los gusanos, más ansío aplastarlos, y cuanto más los pisoteo, más aumenta el dolor...

-Pero, ¿sabe usted acaso lo que es ser compasivo? -respondí, mientras cogía precipitadamente el sombrero- ¿Lo ha sido alguna vez en su existencia?

-No te vayas aún -dijo, al notar mis preparativos de marcha-. Escucha un momento. O te persuado a que me procures una entrevista con Catalina, o te obligo a ello. E inmediatamente. No me propongo causar daño alguno. Ni siquiera molestar a Linton. Sólo quiero que ella misma me diga cómo se encuentra y preguntarle si puedo hacer algo en su favor. Anoche pasé seis horas rondando el jardín de la «Granja» y hoy volveré, y siempre, hasta que logre entrar. Si me encuentro con Eduardo, no titubearé en golpearle hasta dejarle incapacitado de impedirme la entrada. Y si sus criados acuden, ya me desembarazaré de ellos con estas pistolas. ¿Verdad que valdrá más que no me sea necesario chocar con ellos o con tu señor? Y a ti te es tan fácil. Yo te diría cuándo me propongo ir, tú podrías facilitarme la entrada, vigilar y después verme marchar sin que tuvieses nada de que reprocharte.

Yo me negué a desempeñar tan bajo papel y le repetí su intención de volver a destruir la tranquilidad de la señora Linton.

-Cualquier cosa le causa un trastorno enorme -le aseguré-. Está hecha un verdadero manojo de nervios.

No resistirá la sorpresa: estoy segura de que no... ¡Y no insista, señor, porque tendré que avisar de ello a mi amo y él tomará disposiciones para impedir lo que se propone usted!

-Y yo a mi vez tomaré disposiciones para asegurarme de ti -dijo Heathcliff-. No saldrás de «Cumbres Borrascosas» hasta mañana por la mañana. ¿Qué es eso de que Catalina no podrá resistir la sorpresa de volver a verme? Además, no me propongo sorprenderla. Tú la puedes preparar y preguntarle si me permite ir. Me has dicho que no le hablan de mí ni menciona nunca mi nombre... ¡Cómo lo va a hacer si está prohibido pronunciarlo en vuestra casa! Se imagina qué todos vosotros sois espías de su marido. Tengo la evidencia de que estáis haciéndole la vida imposible. Sólo en el hecho de que le calle, percibo una prueba de lo que siente. ¡Vaya una demostración de sosiego que es el que suele sentir angustias y preocupaciones!

¿Cómo diablos dejaría de sentirse trastornada viviendo en ese horrible aislamiento? Y, luego, ese despreciable ser que la cuida «porque es su deber...» «¡Su deber!» Antes germinaría en un tiesto una semilla de roble que él logre restablecer a su esposa con ese género de cuidados. Vaya: concluyamos.

¿Optas por quedarte aquí mientras yo me abro paso a la fuerza, entre Linton y sus criados, hasta Catalina?

¿O prefieres obrar amistosamente, como hasta ahora? Decídete pronto. Porque, si continúas encerrada en tu obstinación, no tengo un minuto que perder.

Por mucho que argumenté y me negué, acabé teniendo que ceder. Consentí en llevar a mi señora una carta de Heathcliff, y en avisarle si ella accedía a verle aprovechando la primera ocasión en que Linton estuviera fuera de casa. Yo me quedaría aparte y procuraría que la servidumbre no se diese cuenta de la visita.

Ignoro si obré bien o mal. Tal vez mal. Pero yo me proponía con ello evitar otras violencias y hasta pensé que acaso el encuentro produjese una reacción favorable en la dolencia de Catalina. Después, al recordar los reproches que el señor Linton me hiciera por contarle historias, como él decía, me tranquilicé algo más, y me prometí finalmente que aquella traición, si así podía llamarse, sería la última. Pero, con todo, volví a casa más triste de lo que había salido de ella y no muy resuelta a entregar la carta de Heathcliff a la señora Linton.

-Ya veo venir al médico. Voy a bajar y a decirle que se encuentra usted mejor, señor Lockwood. Este relato es un poco prolijo, y todavía durará otra mañana el contarlo.

-Prolijo y lúgubre -me dije mientras la buena señora bajaba a recibir al médico-. No es del estilo que yo hubiera elegido para entretenerme. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Convertiré las amargas hierbas que me propina la señora Dean en saludables medicinas, y procuraré no dejarme fascinar por los brillantes ojos de Catalina Heathcliff. ¡Sería muy notable que se me ocurriera enamorarme de esa joven y la hija resultase una nueva edición de su madre!

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