lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XV

Ha pasado ya otra semana. Estoy más cerca, pues, de la salud y de la primavera. Ya he oído en todas sus partes la historia de mi vecino, de boca de la señora Dean, cuyo relato reproduciré, aunque procurando extractarlo un poco. Pero conservaré su estilo, porque encuentro que narra muy bien y no me siento lo bastante fuerte para mejorarlo.

La tarde que fui a «Cumbres Borrascosas» -siguió ella contándome- estaba tan segura como si lo hubiera visto de que Heathcliff rondaba por los alrededores. Procuré no salir de casa, en consecuencia, ya que llevaba su carta en el bolsillo y no quería exponerme a sus reproches y amenazas por no haberla entregado.

Pero yo había resuelto no dársela a Catalina hasta que el amo no estuviese fuera, pues no sabía cómo iba a reaccionar la señora. De modo que no se la entregué hasta tres días más tarde. Al cuarto, que era domingo, se la llevé a su habitación cuando todos se marcharon para ir a la iglesia.

En la casa sólo habíamos quedado otro criado y yo. Era habitual dejar cerradas las puertas, pero aquel día era tan agradable, que las dejamos abiertas. Y con objeto de cumplir mi misión encargué al criado que fuese a comprar naranjas al pueblo para la señora. El criado se fue, y yo subí.

La señora Linton estaba sentada junto a la ventana abierta. Vestía de blanco y llevaba un chal sobre los hombros. Su espeso y largo cabello, cortado al comienzo de su enfermedad, reposaba en trenzas sobre sus hombros. Había cambiado mucho, como yo dije a Heathcliff, pero, no obstante, cuando estaba serena, ostentaba una especie de hermosura sobrenatural. En lugar de su antiguo fulgor, sus ojos poseían ahora una melancólica dulzura. No parecía que mirase lo que le rodeaba, sino que contemplase cosas muy lejanas, algo que no fuera ya de este mundo. Su rostro estaba aún pálido, pero no tan demacrado como antes, y el aspecto que le daba su estado mental, aunque impresionaba dolorosamente, despertaba más interés aún hacia ella en los que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba de modo claro que estaba condenada a la muerte.

En el alféizar de la ventana había un libro, y el viento agitaba sus páginas. Debió ser Linton quien lo puso allí, ya que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada, a pesar de que él intentaba distraerla por todos los medios. Catalina se daba cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente cuando estaba de buen humor, aunque a veces dejaba escapar un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes sonrisas, le impedía continuar haciendo aquello que él pensaba que la distraía. En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara entre las manos, y entonces hasta empujaba a su marido para que saliese, lo que él se apresuraba a hacer, creyendo preferible en tales casos que estuviese sola.

Sonaban a lo lejos las campanas de Gimmerton y el melodioso rumor del arroyo que regaba el valle acariciaba dulcemente los oídos. Cuando los árboles estaban poblados de hojas, el rumor de la fronda agitada por el viento apagaba el del fluir del arroyo. En «Cumbres Borrascosas» se escuchaba con gran intensidad durante los días que seguían a un gran deshielo o a una temporada de lluvias. Sin duda oyendo el ruido del arroyo, Catalina debía estar pensando en «Cumbres Borrascosas», en el supuesto de que pensara y oyera algo puesto que su mirada vaga y errática parecía mostrar que estaba ausente de toda clase de cosas materiales.

-Me han dado una carta para usted -le dije, depositándola en su mano, que tenía apoyada en la rodilla-. Conviene que la lea enseguida, porque espera contestación. ¿Quiere que la abra?

-Sí -repuso Catalina sin alterar la expresión de su mirada.

La abrí. Era un mensaje brevísimo.

-Léala usted -proseguí.

Ella dejó caer el pliego. Volví a colocarlo en su regazo, y esperé, pero viendo que no prestaba atención

alguna, le dije:

-¿Quiere que la lea yo? Es del señor Heathcliff.

Se sobresaltó y cruzo por sus ojos un relámpago que indicaba que luchaba para coordinar las ideas.

Cogió la carta, la repasó suficientemente, y suspiró al leer la firma. Pero no se había dado cuenta de su contenido, porque al preguntarle qué contestación debía transmitir me miró con una expresión interrogativa y angustiada.

-Quiere verla -repuse, adivinando lo que quería significarme-. Está esperando en el jardín con la mayor impaciencia.

En tanto que yo hablaba, noté que el perro que estaba en el jardín se erguía, estiraba las orejas, y luego, desistiendo de ladrar y meneando la cola, daba a entender que quien se acercaba le era conocido. La señora Linton se asomó a la ventana, y escuchó conteniendo la respiración. Un minuto después sentimos pasos en el vestíbulo. La puerta abierta representaba una tentación harto fuerte para Heathcliff. Sin duda pensó que yo no había cumplido mi promesa y resolvió confiar en su propia osadía.

Catalina miraba ansiosamente hacia la entrada de la habitación. Heathcliff, al principio, no encontraba el cuarto, y la señora me hizo una señal para que fuera a recibirle, pero él apareció antes de que llegase yo a la puerta, y un momento después ambos se estrechaban en un apretado abrazo.

Durante cinco minutos él no le habló, limitándose a abrazarla y a besarla más veces que lo hubiese hecho en toda su vida. En otra ocasión, mi señora habría sido la primera en besarle. Bien eché de ver que él sentía, al verla, la misma impresión que yo, y que estaba convencido de que Catalina no recobraría más la salud.

-¡Oh, querida Catalina! ¡No podré resistirlo! -dijo, al cabo, con desesperación. Y la miró con tal intensidad, que creí que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus ojos, aunque ardían de angustia, permanecían secos.

-Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo, Heathcliff -dijo Catalina, mirándole ceñuda-. Y ahora os lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te compadezco. Has conseguido tu objeto: me has matado. Tú eres muy fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo me muera?

Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue a levantarse, pero ella le sujetó por el cabello y le forzó a permanecer en aquella postura.

-Quisiera tenerte así --dijo- hasta que ambos muriéramos. No me importa nada que sufras. ¿Por qué no has de sufrir? ¿Serás capaz de ser feliz después de que yo haya sido enterrada? Dentro de veinte años dirás quiza: «Aquí está la tumba de Catalina Earnshaw. Mucho la he amado, pero la perdí, y ya ha pasado todo.

Luego he amado a otras muchas. Quiero más a mis hijos que lo que la quise a ella, y me apenará más morir y dejarles que me alegrará el ir a reunirme con la mujer que quise.» ¿Verdad que dirás eso, Heathcliff?

-No me atormentes, Catalina, que me siento tan loco como tú -gritó él.

Había desprendido la cabeza de las manos de su amiga y le rechinaban los dientes.

La escena que ambos presentaban era singular y terrible. Catalina podía, en verdad, considerar que el cielo sería un destierro para ella, a no ser que su mal carácter quedara sepultado con su carne perecedera.

En sus pálidas mejillas, sus labios exangües y sus brillantes ojos se pintaba una expresión rencorosa.

Apretaba entre sus crispados dedos un mechón del cabello de Heathcliff, que había arrancado al aferrarle.

Él, por su parte, la había cogido ahora por el brazo, y de tal manera la oprimía, que, cuando la soltó, distinguí cuatro huellas amoratadas en los brazos de Catalina.

-Sin duda te hallas poseída del demonio -dijo él con ferocidad- al hablarme de esa manera cuando te estás muriendo. ¿No comprendes que tus palabras se grabarán en mi memoria como un hierro ardiendo, y que seguiré acordándome de ellas cuando tú ya no existas? Te consta que mientes al decir que yo te he matado, y te consta también que tanto podré olvidarte como olvidar mi propia existencia. ¿No basta a tu diabólico egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me retorceré entre todas las torturas del averno?

-Es que no descansaré en paz --dijo lastimeramente Catalina.

Y cayó otra vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su corazón con tumultuosa irregularidad.

Cuando pudo dominar el frenesí que la embargaba, dijo más suavemente:

-No te deseo, Heathcliff, penas más grandes que las que he padecido yo. Sólo quisiera que nunca nos separáramos. Si una sola palabra mía te doliera, piensa que yo sentiré cuando esté bajo tierra tu mismo dolor. ¡Perdóname: ven! Arrodíllate. Nunca me has hecho daño alguno. Si estás ofendido, ello me dolerá a mí más que a ti mis palabras duras. ¡Ven! ¿No quieres?

Heathcliff se recostó en el respaldo de la silla de Catalinay volvió el rostro. Ella se ladeó para poder verle, pero él, para impedirlo, se volvió de espaldas, se acercó a la chimenea y permaneció callado.

La señora Linton le siguió con los ojos. Encontrados sentimientos nacían en su alma. Al fin, tras una prolongada pausa, exclamó, dirigiéndose a mí:

-¿Ves, Elena? No es capaz de ceder un solo instante, ni aun tratándose de retardar el momento de mi muerte. ¡Qué modo de amarme! Me da igual... Pero éste no es mi Heathcliff. Yo seguiré amándole como si lo fuera, y será esa imagen la que llevaré conmigo, ya que ella es la que habita en mi alma. Esta prisión en que me hallo es lo que me fatiga -añadió-. Estoy harta de este encierro. Ansío volar al mundo esplendoroso que hay más allá de él. Lo vislumbro entre lágrimas y sufrimientos, y sin embargo, Elena, me parece tan glorioso, que siento pena de ti, que te consideras satisfecha de estar fuerte y sana... Dentro de poco me habré remontado sobre todos vosotros. ¡Y pienso que él no estará conmigo entonces! -continuó como si hablase consigo misma-. Yo creía que él quería estar también conmigo en el más allá. Heathcliff, querido mío, no quiero que te enfades... ¡Ven a mi lado, Heathcliff!

Se levantó y se apoyó en uno de los brazos del sillón. Heathcliff se volvió hacia ella con una expresión de inmensa desesperanza en la mirada. Sus ojos, ahora húmedos, centelleaban al contemplarla, y su pecho se agitaba convulsivamente. Un instante estuvieron separados; luego Catalina se precipitó hacia él, y él la abrazó de tal modo, que temí que mi señora no saliera con vida de sus brazos. Cuando se separaron, ella cayó como exánime sobre la silla, y Heathcliff se desplomó en otra inmediata. Me acerqué a ver si la señora se había desmayado, y él, rechinando los dientes, echando espuma por la boca, me separó con furor. Me pareció que no me hallaba en compañía de seres humanos. Traté de hablarle, pero no parecía entenderme, y acabé apartándome llena de turbación.

Pero después Catalina hizo un movimiento, y esto me tranquilizó. Levantó la mano, cogió la cabeza de Heathcliff, y acercó su mejilla a la suya. Heathcliff la cubrió de exasperadas caricias y le dijo, con un acento feroz:

-Ahora me demuestras lo cruel y falsa que has sido conmigo. ¿Por qué me desdeñaste? ¿Por qué hiciste traición a tu propia alma? No sé decirte ni una palabra de consuelo, no te la mereces... Bésame y llora todo lo que quieras, arráncame besos y lágrimas, que ellas te abrasarán y serán tu condenación. Tú misma te has matado. Si me querías, ¿con qué derecho me abandonaste? ¡Y por un mezquino capricho que sentiste hacia Linton! Ni la miseria, ni la bajeza, ni aun la muerte nos hubieran separado, y tú, sin embargo, nos separaste por tu propia voluntad. No soy yo quien ha desgarrado tu corazón. Te lo has desgarrado tú, y al desgarrártelo has desgarrado el mío... Y si yo soy más fuerte, ¡peor para mí! ¿Para qué quiero vivir cuando tú ... ? ¡Oh, Dios, quisiera estar contigo en la tumba!

-¡Déjame! -respondió Catalina sollozando-. Si he causado mal, lo pago con mi muerte. Basta. También tú me abandonaste, pero no te lo reprocho y te he perdonado. ¡Perdóname tú también!

-¡Perdonarte cuando veo esos ojos y toco esas manos enflaquecidas! Bésame, pero no me mires. Sí; te perdono. ¡Amo a quien me mata! Pero ¿cómo puedo perdonar a quien te mata a ti?

Callaron, juntaron sus rostros y mutuamente se bañaron en lágrimas. No sé si me equivoqué al suponer que Heathcliff lloraba también, pero, en verdad, el caso no era para menos.

Yo me hallaba inquieta. Caía la tarde y se veía salir ya a la gente de la iglesia de Gimmerton y esparcirse por el valle. El criado que enviara al pueblo estaba de regreso.

-El oficio religioso ha concluido -anuncié- y el señor volverá antes de media hora.

Heathcliff lanzo un juramento y abrazó más apretadamente aún a Catalina, que permaneció inmóvil. A poco, distinguí a los criados, que avanzaban en grupo por el camino. El señor Linton les seguía a corta distancia. Abrió por sí mismo la verja. Parecía extasiado en contemplar la hermosura de la tarde de verano y aspirar sus dulces perfumes.

-Ya ha llegado -exclamé-. ¡Baje enseguida, por Dios! No encontrará usted a nadie en la escalera principal.

Ocúltese entre los árboles hasta que el señor haya entrado.

-Debo irme, Catalina -dijo Heathcliff separándose de sus brazos-. Pero, de no morirme, te volveré a ver antes de que te hayas dormido... No me separare ni cinco yardas de tu ventana.

-No te irás -repuso ella, sujetándole con todas sus fuerzas-. No tienes por qué irte.

-Vuelvo antes de una hora- aseguró él.

-No te irás ni siquiera por un minuto -insistió la señora.

-Es forzoso que me vaya -repitió, alarmado, Heathcliff-. Linton estará aquí dentro de un momento.

Por su gusto, él se hubiera levantado y desprendido de ella a viva fuerza, pero Catalina le sujetó firmemente, mientras pronunciaba expresiones entrecortadas. En su rostro se transparentaba una decidida resolución.

-¡No! -gritó-. ¡No te vayas! Eduardo no nos hará nada. ¡Es la última vez, Heathcliff: me muero!

-¡Maldito necio! Ya ha llegado -exclamó Heathcliff dejándose caer otra vez en la silla-. ¡Calla, Catalina! ¡Calla, alma mía! Si me matase ahora, moriría bendiciéndole.

Y volvieron a unirse en un estrecho abrazo. Sentí subir a mi amo por la escalera. Un sudor frío bañaba mi frente. Estaba horrorizada.

-¿Pero es que va usted a hacer caso de sus delirios? -dije a Heathcliff, fuera de mí-. No sabe lo que dice. ¿Es que se propone usted perderla aprovechando que le falta la razón? Levántese y márchese inmediatamente. Este crimen sería el más odioso de cuantos haya cometido usted. Todos nos perderemos por culpa suya: el señor, la señora y yo.

Grité y me retorcí las manos con desesperación. Al oírme gritar, el señor Linton se apresuró más aún. No dejó de aliviar un tanto mi turbación el ver que los brazos de Catalina, dejando de oprimir a Heathcliff, caían lánguidamente y su cabeza se inclinaba con laxitud.

«Se ha desmayado o se ha muerto -pensé-. Mejor. Vale más que muera que no que siga siendo una causa de desgracias para todos los que la rodean.»

Eduardo, lívido de estupor y de ira al divisar al inesperado visitante, se lanzó hacia él. No sé lo que se proponía. Pero Heathcliff le detuvo en seco poniéndole entre los brazos el inmóvil cuerpo de su esposa.

-Si no es usted un demonio -dijo Linton- ayúdeme primero a atenderla, y ya hablaremos después.

Heathcliff se marchó al salón y permaneció sentado. El señor Linton recurrió a mí, y entre los dos, con grandes esfuerzos, logramos reanimar a Catalina. Pero había perdido la razón completamente: suspiraba, emitía quejidos inarticulados y no reconocía a nadie. Eduardo, en su ansiedad por su esposa, se olvidó de su odiado rival. Aproveché la primera oportunidad que tuve para pedirle que se fuese, afirmándole que Catalina estaba un poco repuesta y que a la mañana siguiente le llevaría noticias suyas.

-Saldré de la casa -dijo él- pero permaneceré en el jardín. No te olvides de cumplir tu palabra mañana, Elena. Estaré bajo aquellos pinos: tenlo en cuenta. De lo contrario, volveré, esté Linton o no.

Lanzó una rápida mirada por la puerta entreabierta de la alcoba, y al comprobar que, al parecer, yo no había faltado a la verdad, se fue, librando a la casa de su malvada presencia.

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