lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XXV

-Todo esto, señor Lockwood -me dijo la señora Dean-, sucedió el invierno pasado. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que, un año más tarde, había yo de distraer con el relato de ello a un ajeno a la familia.

Ahora que, ¿quién sabe si seguirá usted siendo un extraño siempre? Dudo mucho de que sea posible ver a Cati, Linton sin enamorarse de ella. Sí, sonríase, pero lo cierto es que le veo animado cada vez que se la menciono. Además, ¿por qué me ha pedido usted que cuelgue su retrato sobre la chimenea?

-¡Bueno, bueno, amiga mía! -repuse-. Suponga incluso que yo me enamorase de ella. ¿Cree usted que ella se enamoraría de mí? Lo dudo, y no quiero arriesgarme. Además, yo pertenezco al mundo activo, y debo volver a él. Ea, siga contándome...

-Catalina -continuó la señora Dean- obedeció a su padre, ya que le quería a él más que a nadie. El amo le habló sin enojo, pero con la natural inquietud de quien se siente próximo a dejar lo que más quiere entre riesgos y enemigos, y en tales circunstancias, que sólo podría el objeto de su afecto tener como guía el recuerdo de sus palabras.

A mí me dijo pocos días después:

-Me hubiera agradado que mi sobrino escribiera o viniese. Dime sinceramente tu opinión sobre él, Elena. ¿Ha mejorado? ¿Puede esperarse que mejore cuando se desarrolle?

-Está muy enfermo, señor, y no es fácil que viva mucho. Sí le puedo asegurar que no se parece a su padre. Si la señorita Cati se casase con él, se dejaría llevar por ella, siempre que la señorita no extremase su indulgencia hasta la tontería. Pero ya tendrá usted tiempo de conocerle y de pensar si conviene o no... Le faltan cuatro años para ser mayor de edad.

Eduardo suspiró, y a través de la ventana miró la iglesia de Gimmerton. El sol de febrero iluminaba débilmente la tarde de bruma y a su luz distinguimos confusamente los abetos y las lápidas del cementerio.

-A pesar de lo mucho que he rogado a Dios para que ello sucediera, ahora me asusto -murmuró como para sí-. Pensaba que el recuerdo de la hora en que bajé a aquella iglesia para casarme no sería tan feliz como el presentimiento del momento en que había de yacer en la fosa. Cati me ha hecho muy feliz, Elena. He pasado dichosamente al lado suyo las veladas de invierno y los días de verano. Pero no he sido menos feliz cuando erraba entre aquellas lápidas, al lado de la vieja iglesia, en las tardes de junio en que me sentaba junto a la tumba de su madre y pensaba en la hora en que había de ir a reunirme con ella... Y ahora, ¿que me cabe hacer en bien de Cati? Que Linton sea hijo de Heathcliff y se la lleve no me importaría nada, si ello pudiera consolarla de mi falta. ¡Ni siquiera me importa que Heathcliff se considere triunfante! Pero si Linton es un instrumento de su padre, no puedo abandonarla en sus manos. Mucho me duele hacer sufrir a Catalina, pero es preferible. ¡Preferiría llevarla yo mismo a la tumba!

-Si usted faltase, lo que Dios no permita -contesté-, yo seguiré siendo la amiga y la consejera de Cati.

Pero ella es una buena muchacha, y no se empeñará en seguir el mal camino.

Entraba la primavera, mas mi amo no se reponía. A veces paseaba por el parque con su hija, quien lo consideraba como una señal de que su padre estaba mejor. Y pensaba que curaría al ver encendidas su mejillas.

El día en que Cati cumplía diecisiete años, el señor no fue al cementerio. Llovía. Yo le dije:

-¿No irá usted esta tarde, verdad?

-Este año iré más adelante -respondió.

Volvió a escribir a Linton indicándole que deseaba verle, y segura estoy de que si el aspecto del chico no hubiera sido calamitoso, hubiera ido. Contestó, sin duda aconsejado por Heathcliff, diciendo que éste no estaba de acuerdo con que visitase la «Granja» pero que podía encontrar a su tío alguna vez que éste saliese de paseo, ya que deseaba verle. Añadía que le rogaba que no se obstinase en separarle de Catalina.

«No pretendo -decía con sencilla elocuencia- que Cati me visite aquí, pero le suplico que la acompañe usted alguna vez paseando hacia «Cumbres Borrascosas» y que nos permita hablar un poco en su presencia.

No hemos hecho nada que justifique esta separación, y usted mismo lo sabe. Querido tío, mándeme una nota mañana diciéndome en qué sitio que no sea la «Granja de los Tordos» quiere que nos encontremos.

Espero que usted se convenza de que no tengo el carácter de mi padre. Él afirma que tengo mas de sobrino de usted que de hijo suyo. Aunque mis defectos me hagan indigno de Cati, ya que ella me los perdona, usted debía seguir su ejemplo. Mi salud anda algo mejor, pero, ¿cómo voy a curarme mientras esté rodeado de seres que no me han querido ni me querrán nunca? »

A Eduardo le hubiera agradado acceder, pero no se sentía con fuerzas para acompañar a su hija. Escribió a su sobrino diciéndole que aplazasen las entrevistas para el verano, y que entretanto no dejase de escribirle, y que él le aconsejaría y haría por él cuanto pudiese. Linton, de por sí, tal vez lo hubiera echado todo a perder con sus quejas, pero sin duda le vigilaba su padre, ya que el muchacho se amoldó a todo y en sus cartas se limitaba a decir que le angustiaba mucho la separación de su prima, y que deseaba que su padre les procurase una entrevista lo antes posible, ya que, si no, pensaría que quería entretenerle con vanas esperanzas.

Tenía en nuestra casa una poderosa aliada en Cati, y al fin entre los dos acabaron convenciendo al señor de que una vez a la semana les dejase dar un paseo a caballo por los pantanos bajo mi vigilancia. Cuando llegó junio, el señor se encontraba peor aún. Cada año guardaba una parte de sus rentas para aumentar los bienes de su hija, pues sentía el natural deseo de que ella cuando él faltase no tuviese que abandonar la casa paterna. El mejor medio de conseguirlo era que se casase con el heredero legal. No podía suponer que el joven Linton se consumía casi tan rápidamente como él, porque como ningún médico iba a las «Cumbres», no había modo de saber noticia alguna del verdadero estado del muchacho. Yo misma, viendo que él hablaba de pasear a caballo por los pantanos con tanta seguridad, creí que acaso se engañasen mis suposiciones, porque no me cabía en la cabeza que un padre tratase con tal crueldad a un hijo moribundo como luego averigüé que Heathcliff le había tratado, obstinándose en que sus planes se realizaran antes de que la muerte del muchacho los echase a rodar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario