lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XXVI

Al comenzar el estío, Eduardo, aunque de mala gana, accedió a que los primos se entrevistasen. Salimos Cati y yo. El día era bochornoso y sin sol, mas no amenazaba lluvia. Nos habíamos citado en el jalón de la encrucijada. Pero no encontramos a nadie allí. Llegó a corto rato un muchachito y nos dijo que el señorito Linton estaba un poco mas allá y que nos agradecería muchísimo que nos acercásemos algo más.

-El señorito Linton -repuse- ha olvidado que su tío puso como condición que las entrevistas fueran en terrenos de la «Granja».

-Podemos hacerlo -dijo Cati-viniendo hacia aquí cuando nos encontremos.

Le vimos a un cuarto de milla de su casa, tumbado sobre los matorrales. No se levantó hasta que estuvimos muy cerca de él. Nos apeamos y él dio unos pasos hacia nosotras. Estaba tan pálido y parecía tan débil, que no pude por menos de exclamar:

-¡Pero, señorito Linton, hoy no está usted para pasear! Me parece que se encuentra usted muy malo.

Cati le miró, asombrada y entristecida, y la bienvenida que le preparaba se convirtió en una pregunta de si se hallaba peor que otras veces.

-Estoy mejor -respondió él, sofocándose y temblando mientras le cogía la mano como en busca de apoyo y fijaba en ella sus ojos azules.

-Entonces es que has empeorado desde la última vez que te vi -insistió su prima-. Estás mucho más delgado...

-Es que estoy cansado -repuso el joven-. Sentémonos, hace demasiado calor para pasear. Suelo encontrarme mal por las mañanas. Mi padre dice que es que estoy creciendo muy deprisa.

Cati se sentó, descontenta, y él se acomodó a su lado.

-Esto se parece al paraíso que tú anhelabas -dijo la joven, esforzándose en bromear-. ¿No te acuerdas de que convinimos en pasar dos días, uno como a ti te gustaba y otro como me agradaba a mí? Lo de hoy es tu ideal, aparte de que hay nubes, pero eso resulta aún más bonito que el sol... Si la semana que viene te encuentras bien, iremos a caballo al parque de la «Granja» y pondremos en práctica mi concepto del paraíso.

Se advertía que Linton no recordaba nada de lo que ella le decía y que le costaba mucho trabajo mantener una conversación. Demostraba tal falta de interés, en cuanto ella le mencionaba, que Cati no podía ocultar su desilusión. La volubilidad del joven que, con mimos y caricias, solía dejar lugar al afecto, se había convertido ahora en una apatía total. En lugar de su desgana infantil de antes, se apreciaba en él el pesimismo amargo del enfermo incurable que no quiere ser consolado y que considera insultante la alegría de los demás. Catalina reparo que el consideraba nuestra compañía más como un castigo que como un placer, y no vaciló en proponer que nos marcháramos. Linton, al oírlo, cayó en una extraña agitación. Miró horrorizado en dirección de las «Cumbres» y- nos rogó que permaneciéramos con él media hora más.

-Yo creo -dijo Cati- que en tu casa te encontrarás mejor que aquí. Hoy no te entretienen mi conversación, ni mis canciones... En estos seis meses te has hecho más formal que yo. Claro que si creyese que eso te divertía, me quedaría contigo con mucho placer.

-Quédate algo más, Cati -dijo el joven-. No digas que estoy mal, ni lo pienses. Es el calor y el bochorno que me abruman. Antes de llegar tú, he andado mucho. No digas al tío que me encuentro mal. Dile que estoy bastante bien. ¿Lo harás?

-Le diré que me lo has dicho así, Linton. Pero no puedo asegurarle que estés bien -dijo, extrañada, la señorita.

-Ven a verme el jueves, Cati -murmuró él, esquivando su mirada-. Y dale muchas gracias al tío por haberte dejado venir. Y, mira... Si encuentras a mi padre, no le digas que he estado taciturno, porque se enfadaría...

-No me importa que se enfade -repuso Cati, creyendo que el enfado sería solamente hacia ella.

-Pero a mí sí -contestó, estremeciéndose, su primo-. No hagas que se enfade conmigo, Cati, porque le temo.

-¿Así que es severo con usted, señorito? -intervine yo- ¿De modo que se ha cansado de ser tolerante?

Linton me miró en silencio. Inclinó la cabeza sobre el pecho y durante diez minutos le oímos suspirar.

Cati se entretenía en coger arándanos y los repartía conmigo, sin ofrecerle a él por no enojarle.

-¿Ha transcurrido ya la media hora, Elena? -me preguntó Cati al oído-. Yo creo que no debemos quedarnos más. Linton se ha dormido y papá nos espera.

-Tenga usted paciencia hasta que se despierte -respondí-. ¡Qué prisa tiene en irse! Tanta como impaciencia tenía usted por encontrarle.

-¿Para qué quería verme Linton? -contestó Catalina-. Yo preferiría que estuviese como antes, a pesar de su mal humor de entonces. Me da la impresión de que me quiere ver únicamente por complacer a su padre.

Y no me agrada venir por complacer a éste. Me alegro de que Linton esté mejor, pero me desagrada que se haya hecho menos afectuoso para conmigo.

-¿Usted cree que está mejor? -pregunté.

-Me parece que sí -respondió-, porque ya sabes cuánto le gustaba exhibir sus sufrimientos. No es que esté tan bien como me ha rogado que diga a papá, pero debe estar mejor.

-A mí me parece, señorita --contesté-, que está mucho peor.

Linton despertó en aquel momento sobresaltado y preguntó si alguien le había llamado por su nombre.

-No -dijo Cati. Debes haberlo soñado. No comprendo cómo puedes dormirte en el campo por la mañana.

-Me pareció oír a mi padre -dijo él-. ¿Estás segura de que no me ha llamado nadie?

-Segura en absoluto -dijo su prima-. Únicamente hablamos Elena y yo acerca de ti. Dime, Linton: ¿Estás en realidad más fuerte que en el invierno? Porque si lo estás, es bien seguro que me quieres menos... Anda, dime: ¿estás mejor?

Linton rompió en lágrimas al contestar.

-Sí...

Y seguía mirando a un lado y a otro, bajo la obsesión de la voz de Heathcliff.

Cati se puso en pie.

-Tenemos que marcharnos -le afirmó- y me voy muy decepcionada. Pero a nadie se lo diré. No te figures que por miedo al señor Heathcliff.

-¡Cállate! -murmuró Linton-. Mira, allí está.

Cogió el brazo de Cati y quiso retenerla, pero ella se soltó presurosamente de él y llamó a Minny, que acudió enseguida.

-El jueves volveré, Linton -gritó-. ¡Adiós! ¡Vamos, Elena!

Y nos fuimos. Él casi no reparó en ello, tanta era la preocupación que le producía la llegada de su padre.

En el camino Cati sintió, en lugar del disgusto que la había invadido, una especie de compasión y sentimiento, combinado con dudas sobre las verdaderas circunstancias mentales y materiales en que se hallaba Linton. Yo participaba de ellas, pero le aconsejé que reservásemos nuestro juicio hasta la siguiente entrevista. El señor nos pidió que le contáramos lo sucedido. Cati se limitó a transmitirle la expresión de la gratitud de su sobrino refiriéndose muy por encima a lo demás. Yo la imité, porque en verdad no sabía qué decir.

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