lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XXVIII

Al atardecer del quinto día sentí aproximarse a la habitación un paso breve y ligero, y Zillah penetró en el aposento, ataviada con su chal rojo y con su sombrero de seda negra y llevando una canastilla colgada al brazo.

-¡Oh, querida señora Dean! -exclamó al verme-. ¿No sabe usted que en Gimmerton se asegura que se había usted ahogado en el pantano del Caballo Negro, con la señorita? Lo creía hasta que el amo me dijo que las había encontrado y las había hospedado aquí. ¿Cómo está usted? ¿Qué le pasó? Encontrarían ustedes alguna isla en el fango, ¿no es eso? ¿La salvó el amo, señora Dean? En fin, lo importante es que no ha padecido usted mucho, por lo que se ve.

-Su amo es un miserable -contesté- y esto le costará caro. El haber inventado esa historia no le servirá de nada. ¡Ya se sabrá todo!

-¿Qué quiere usted decir? -exclamó Zillah-. En todo el pueblo no se hablaba de otra cosa. Como que al entrar dije a Hareton: «¡Qué lástima de aquella mocita y de la señora Dean, señorito! ¡Qué cosas pasan!»

Hareton me miró asombrado, y entonces le conté lo que se rumoreaba en el pueblo. El amo estaba oyéndonos, y me dijo:

«Sí, Zillah, cayeron en el pantano, pero se han salvado. Elena Dean está instalada en tu cuarto. Cuando vayas dile que ya se puede ir: toma la llave. El agua del pantano se le subió a la cabeza, y hubiera vuelto a su casa delirando. En fin, la hice venir, y ya está bien. Dile que si quiere se vaya corriendo a la «Granja» y avise de mi parte que la señorita llegará a tiempo para asistir al funeral del señor.»

-¡Oh, Zillah! -exclamé- . ¿Ha muerto el señor Linton?

-Cálmese, amiga mía, todavía no. Siéntese, aún no está usted repuesta del todo. He encontrado al doctor Kermeth en el camino, y me ha dicho que el enfermo quizá resista un día más.

En vez de sentarme me lancé fuera. En el salón busqué a alguien que pudiese hablarme de Cati. La habitación tenía las ventanas abiertas y estaba llena de sol, pero no se veía a nadie.

No sabía adónde dirigirme y vacilaba sobre lo que debía hacer, cuando una tos que venía del lado del fuego llamó mi atención. Y entonces vi a Linton junto a la chimenea, saboreando un terrón de azúcar y mirándome con indiferencia.

-¿Y la señorita Catalina? -pregunté, creyendo que, al encontrarle solo, le haría confesar por temor.

Pero él siguió chupando como un necio.

-¿Se ha marchado? -pregunté.

-No. Está arriba. No se irá; no la dejaríamos.

-¿Que no la dejarían? ¡Mentecato! Dígame donde está o verá usted lo que es bueno.

-Papá sí que te hará ver lo que es bueno a ti como intentes subir -contestó Linton-. Él me ha dicho que no tengo por qué andarme con contemplaciones con Cati. Es mi mujer y es vergonzoso que quiera marcharse de mi lado. Papá asegura que ella desea que yo muera para quedarse con mi dinero, pero no lo tendrá, ni se irá a su casa, por mucho que llore y patalee.

Y siguió en su ocupación, entornando los ojos.

-Señorito -le dije-, ¿ha olvidado lo bien que ella se portó con usted el invierno pasado, cuando usted le aseguraba que la quería y ella venía a diario para traerle libros y cantarle canciones, a través de vientos y nieve? ¡Pobre Cati! Cada vez que dejaba de venir lloraba pensando en que usted se entristecería, y usted entonces afirmaba que ella era demasiado buena para usted. Ahora, en cambio, usted finge creer en las mentiras que le dice su padre, y se pone con él de acuerdo, a pesar de saber que les engaña a los dos... ¡Vaya un modo de demostrar gratitud!

Linton torció los labios y se quitó de ellos el terrón de azúcar.

-¿Venía a «Cumbres Borrascosas» porque le odiaba a usted? -continué-. ¡Usted mismo lo dirá! Y de su

dinero, ella no sabe siquiera si tiene usted poco o mucho. ¡Y la abandona, sola, ahí arriba, en una casa extraña! ¡Usted, que tanto se lamentaba de su abandono! Cuando se quejaba de sus penas, ella se compadecía de usted, y ahora usted no se apiada de ella. Yo, que no soy más que una antigua criada suya, he orado por Cati, como puede ver y usted, que ha asegurado quererla y que tiene motivos para adorarla, se reserva sus lágrimas para usted mismo y se está ahí sentado tranquilamente... ¡Es usted un cruel y un egoísta!

-No puedo con ella -dijo él-. No quiero estar a su lado. Llora de un modo inaguantable. Y no cesa de llorar aunque la amenace con llamar a mi padre. Ya le llamé una vez y él la amenazó con ahogarla si no se callaba, pero en cuanto él salió, ella empezó otra vez sus gemidos, a pesar de las muchas veces que le grité que me estaba importunando y no me dejaba dormir.

-¿Está ausente el señor Heathcliff? -me limité a preguntar, viendo que aquel cretino era incapaz de comprender el dolor de su prima.

-Está hablando en el patio con el doctor Kenneth -contestó-. Creo que el tío, al fin, se está muriendo. Y lo celebro, porque de ese modo yo seré el dueño de su casa. Cati dice siempre «mi casa», pero en realidad es mía. Papá asegura que todo lo de ella es mío. Míos son sus lindos libros, y sus pájaros, y su jaca. Así se lo dije cuando ella me prometió regalármelo todo si le daba la llave y la dejaba salir. Entonces se echó a llorar, se quitó un dije que lleva al cuello con un retrato de su madre y otro del tío cuando eran jóvenes, y me lo ofreció si le permitía escaparse. Esto sucedió ayer. Le dije que también me pertenecían y fui a quitárselos. Entonces, esa odiosa mujer me dio un empellón y me lastimó. Yo lancé un chillido -cosa que la espanta siempre- y acudió papá. Al sentir que venía, rompió en dos el medallón, y me dio el retrato de su madre mientras intentaba esconder el otro, pero cuando papá llegó y yo le expliqué lo que sucedía, me quitó el que ella me había dado y le mandó que me entregase el otro. Ella no quiso y él la tiró al suelo, le arrancó el retrato y lo pisoteó.

-¿Y qué le pareció a usted el espectáculo? -interrogué para llevar la conversación adonde me convenía.

-Yo hice un guiño -respondió-. Siempre guiño los ojos cuando mi padre pega a un perro o a un caballo, porque lo hace muy reciamente. Al principio me alegré de que la maltratara. También ella me había hecho daño al empujarme. Cuando papá se fue, ella me hizo ver cómo le sangraba la boca, porque se había cortado con los dientes cuando papá le pegó. Después recogió los restos del retrato, se sentó con la cara a la pared y no ha vuelto a dirigirme la palabra. Creo a veces que la pena no la deja hablar. Pero es un ser terrible: no hace más que llorar y está tan pálida y tan huraña que me asusta.

-¿Puede usted coger la llave cuando le parezca bien? -pregunté.

-Cuando estoy arriba, sí --contestó-, pero ahora no puedo subir.

-¿En qué sitio está? -volví a preguntar.

Es un secreto y no te lo diré -respondió-. No lo saben ni siquiera Hareton ni Zillah. ¡Ea! Estoy cansado de hablar contigo. Márchate.

Apoyó la cara en un brazo y cerró los ojos.

Yo reflexioné que lo mejor era ir a la «Granja» sin ver a Heathcliff y en ella buscar auxilio para la señorita. El asombro de los criados al verme llegar fue tan grande como su alegría. Al advertirles que la señorita estaba a salvo también, varios se precipitaron a anunciárselo al señor, pero yo me anticipé a todos.

Había cambiado mucho en tan pocos días. Esperaba, resignado, la muerte. Estaba muy joven. Aún no tenía más que treinta y nueve años, pero representaba diez menos. Al verme entrar, murmuró el nombre de Cati.

Me incliné hacia él y le dije:

-Después vendrá Catalina, señor. Está bien, y creo que vendrá esta noche.

Al principio temí que la alegría le perjudicase, y, en efecto, se incorporó en el lecho, miró en torno suyo y se desmayó. Pero se recobró enseguida, y entonces le relaté lo ocurrido, asegurando que Heathcliff me había obligado a entrar, y que, en rigor, no era totalmente cierto. De Linton hablé lo menos que pude y no detallé las brutalidades de su padre para no causar al señor mayor amargura. Él comprendió que uno de los objetivos que se proponía su enemigo era apoderarse de su fortuna y de sus propiedades para su hijo, pero no alcanzaba a adivinar el porque no había querido esperar hasta su muerte, ya que el señor Linton ignoraba que él y su sobrino se llevarían poco tiempo el uno al otro en abandonar este mundo. En todo caso, resolvió modificar su testamento, dejando la herencia de Cati, no en sus manos, sino en las de otros herederos, que eran personas de confianza, concediéndole sólo el usufructo, y luego la plena posesión a sus hijos, caso de que los tuviera. Así, los bienes de Catalina no irían a manos de Heathcliff aunque falleciese su hijo.

Según sus instrucciones, envié a un hombre en busca del procurador, y a otros cuatro, con armas, a buscar a la señorita. El primero de ellos volvió anunciando que había tenido que estar dos horas esperando al señor Green, y que éste vendría al siguiente día, ya que tenía quehacer en el pueblo. Los otros regresaron sin cumplir su misión, y dijeron que Cati estaba tan enferma, que no podía salir de su cuarto, y que Heathcliff no había permitido que la vieran. Les reproché como se merecían, y resolví no decir nada a mi amo, porque estaba resuelta a presentarme en «Cumbres Borrascosas» en cuanto amaneciera, llevando una tropa entera, si era menester, para tomar al asalto las «Cumbres» si no me entregaban a la cautiva. Me juré repetidas veces que su padre había de verla, aunque aquel miserable encontrara la muerte en su casa intentando impedirlo.

Pero no hubo necesidad de emplear tales recursos.

A cola de las tres, bajaba yo a buscar un jarro de agua, cuando, atravesando el vestíbulo, sentí un golpe en la puerta. Me sobresalté.

-Debe ser Green -pensé luego.

Y seguí con la intención de mandar que abrieran. Pero el golpe se repitió, y entonces, dejando el jarro, fui a abrir yo misma. Fuera, brillaba la luna. El que venía no era el procurador. La señorita me saltó al cuello, exclamando:

-¿Vive mi padre todavía, Elena?

-Sí, ángel mío -respondí-. ¡Gracias a Dios que ha vuelto usted con nosotros!

Ella quería ir sin detenerse al cuarto del señor, pero yo la hice sentarse un momento para que descansara, le di agua y le froté el rostro con el delantal para que le salieran los colores. Luego añadí que convenía que entrara yo primero para anunciar su llegada, y le rogué que dijese que era feliz con el joven Heathcliff. Al principio me miró con asombro, pero luego comprendió.

No pude asistir a la entrevista de ella y su padre, sino que me quedé fuera, y esperé un cuarto de hora, al cabo del cual me atreví a entrar y acercarme al enfermo. Todo estaba tranquilo. La desesperación de Cati era tan silenciosa como el placer que su padre experimentaba. Con los ojos extasiados contemplaba el semblante de su hija.

Murió sintiéndose feliz, señor Lockwood... Besó a Cati en las mejillas, y dijo:

-Me voy a su lado, y tú, querida hija, vendrás después con nosotros.

Y no dijo una palabra más. Su mirada continuaba extática y fija. El pulso le fue faltando gradualmente, hasta que su alma le abandonó. Murió tan apaciblemente, que ninguno nos percatamos del momento exacto en que ello había sucedido.

Catalina estuvo sentada allí hasta que salió el sol. Sus ojos se hallaban secos, quizá porque ya no le quedaran lágrimas en ellos, o quizá por la intensidad de su dolor. A mediodía continuaba lo mismo, y me costó trabajo lograr que fuese a reposar un rato. A esa hora apareció el procurador, que ya había pasado primero por «Cumbres Borrascosas» para recibir instrucciones. El señor Heathcliff le había comprado, y por ello se retrasó en venir a casa de mi amo. Felizmente éste no se había vuelto a preocupar de nada desde la llegada de su hija.

El señor Green se apresuró a dictar órdenes inmediatas. Despidió a todos los criados excepto a mí, y hasta hubiera dispuesto que a Eduardo Linton se le enterrara en el panteón familiar, a no haberme opuesto yo ateniéndome al testamento. Este, por fortuna, estaba allí y hubo que cumplir sus disposiciones.

El sepelio se apresuró cuanto fue posible. A Catalina, que era ya la señora lleafficliff, le consintieron estar en la «Granja» hasta que sacaron el cuerpo de su padre. Según ella me contó, su dolor había, por fin, inducido a Linton a ponerla en libertad. Oyó a Heathcliff discutir en la puerta con los hombres que yo había enviado, y entendió lo que él les decía. Entonces se desesperó de tal modo que Linton, que estaba en la salita en aquel momento, se aterrorizó, cogió la llave antes de que su padre volviera, abrió, dejó la puerta sin cerrar, bajó y pidió que le dejaran dormir con Hareton. Catalina se fue antes de alborear. No atreviéndose a marchar por la puerta por temor a que los perros ladrasen buscó otra salida, y habiendo hallado la habitación de su madre, se descolgó por el abeto que rozaba la ventana. Estas precauciones no bastaron para impedir que su cómplice sufriera el correspondiente castigo.

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