Transcurrieron otros siete días, y en el curso de ellos el estado de Eduardo Linton fue empeorando. De una hora a otra se agravaba tanto como antes en un mes. Tratábamos de engañar a Cati, pero no lo conseguíamos. Ella adivinaba la terrible probabilidad que de minuto en minuto se convertía en certeza. El jueves siguiente no se atrevió a hablar a su padre de la cita, y lo hice yo. El mundo de Cati estaba reducido a la biblioteca y a la alcoba de su padre. Su rostro, con tantas noches en vela y tantos disgustos, había palidecido. Así que el señor nos autorizó gustoso a hacer aquella excursión que, según él pensaba, ofrecería un cambio en la vida habitual de su hija. El señor se consolaba esperando que después de que él faltase Cati no quedaría sola del todo.
A lo que entendí, el señor Linton creía que su sobrino se le parecía en lo moral tanto como en lo físico.
Naturalmente, las cartas de Linton no hacían referencia alguna a sus propios defectos. Claro está que yo tenía la debilidad, disculpable, de no sacarle de su error, pues de nada hubiera servido amargarle sus últimos momentos con cosas que no podían remediarse.
Salimos por la tarde. Era una espléndida tarde de agosto. La brisa de las colinas era tan saludable que dijérase que tenía el poder de hacer revivir a un moribundo. En el rostro de Cati se reflejaba el paisaje: sombra y luz brillaban a intervalos en él, pero el sol se disipaba pronto, y se notaba que su pobre corazón se reprochaba el haber abandonado, siquiera fuese por poco tiempo, el cuidado de su querido padre.
Hallamos a Linton donde la otra vez. Cati echó pie a tierra y me dijo que, como se proponía estar allí poco tiempo, valía más que yo no me apease siquiera y que me quedase allí mismo al cuidado de la jaca.
Pero yo la acompañé, porque no quería alejarme ni un momento del tesoro que estaba confiado a mi custodia. Linton nos recibió con más animación que la otra vez, aunque no revelaba ni energía ni contento sino más bien miedo.
-¡Cuánto has tardado! -dijo-. Creí que no ibas a venir... ¿Está mejor tu padre?
-Debías ser sincero -indicó Catalina- y decirme francamente que no te hago falta. ¿Por qué me haces venir si sabes que esto no vale más que para disgustamos los dos?
Linton tembló de pies a cabeza y la miró suplicante y avergonzado. Mas ella no estaba de humor para soportar su extraña conducta.
-Mi padre está muy enfermo -siguió Cati-. Si no tenías ganas de que te viniese a ver debiste haberme avisado, y así yo no habría tenido que separarme de papá. Explícate claramente: no andemos con tonterías. No voy a andar de la ceca a la meca por esas afectaciones tuyas.
-¡Mis afectaciones! -murmuró el muchacho-. ¿A qué afectaciones te refieres, Cati? No te enfades, por Dios... Despréciame si quieres, porque verdaderamente soy despreciable, pero no me odies. Reserva el odio para mi padre. Respecto a mí, debe bastarte con el desdén.
-¡Qué tonterías estás diciendo, muchacho! -exclamó Cati excitada-. ¿Pues no está temblando? ¡Cualquiera diría que teme que le pegue! Anda, vete... Es una barbaridad hacerte salir de casa con el propósito de que... ¿De qué? ¿Qué nos proponemos? ¡Suéltame la ropa! Nunca debiste haberte manifestado complacido de la compasión que yo sentía hacia ti cuando te veía llorando. Elena, dile tú que ese proceder suyo es vergonzoso. Levántate. ¡No te arrastres como un reptil!
Linton, llorando, se había dejado caer en el suelo y parecía sentir un terror convulsivo.
-¡Oh, Cati! -exclamó llorando-. Estoy procediendo como un traidor, sí, pero, si tú me dejas, ellos me matarán. Querida Cati: mi vida depende de ti. ¡Y tú has dicho que me amabas! ¡No te vayas, mi buena, mi dulce y amada Cati! ¡Si tú quisieras... él me dejaría morir a tu lado!
Viéndole tan acongojado, la señorita se compadeció.
-¿Si yo quisiera el qué? -preguntó-. ¿Quedarme? Explícate y te complaceré. Me vuelves loca con todo lo que dices. Séme franco, Linton. ¿Verdad que no te propones ofenderme? ¿No es cierto que evitarías que me hiciesen daño alguno, si estuviera en tu mano? Yo creo que para ti mismo eres en efecto cobarde, pero que no serías capaz de traicionar a tu mejor amiga.
-Mi padre me ha amenazado -declaró el muchacho- y le tengo miedo... ¡No, no me atrevo a decírtelo!
-Pues guárdatelo -contestó Catl desdeñosamente-. Yo no soy cobarde. Ocúpate de ti. Yo por mí no tengo miedo.
El empezó a llorar y a besar las manos de la joven, pero no se resolvió a hablar. Yo por mi parte meditaba en aquel misterio y había resuelto en mi interior que ella no padeciese ni por Linton ni por nadie.
En el ínterin, oí un ruido entre los matorrales y vi al señor Heathcliff que se dirigía hacia nosotros. Aunque oía sin duda los sollozos de Linton, no miró a la pareja, sino que se dirigió a mí, empleando el tono casi amistoso con que siempre me trataba, y me dijo:
-Me alegro de verte, Elena. ¿Cómo te va? -Y agregó en voz baja-: Me han dicho que Eduardo Linton se está muriendo. ¿Es tal vez una exageración?
-Es absolutamente cierto -repuse- y si para nosotros es muy triste, creo que constituye una dicha para él.
-¿Cuánto tiempo crees que vivirá? -me preguntó.
-No lo sé.
-Es que -continuó, mirando a Linton, que no se atrevía ni a levantar la cabeza (y la propia Cati parecía estar en el mismo caso bajo el poder de su mirada)- se me figura que este muchacho va a darme mucho quehacer aún, y sería de desear que su tío se largase de este mundo antes que él. ¿Cuánto hace que este cachorro se dedica a esos llantos? Ya le he dado algunas leccioncitas de lloro. ¿Suele encontrarse a gusto con la muchacha?
-¿A gusto? Lo que se muestra es angustiadísimo. Creo que en vez de estar paseando por el campo con su novia debería de estar en la cama cuidadosamente atendido por un médico.
-Así sucederá dentro de dos días -respondió Heathcliff-. ¡Linton, levántate! ¡No te arrastres por el suelo!
Linton había vuelto a dejarse caer, sin duda asustado por la mirada de su padre. Trató de obedecerle, pero sus escasas fuerzas se habían agotado y volvió a caer lanzando un gemido. Su padre le levantó y le hizo recostarse sobre un recuesto cubierto de césped.
-Ponte en pie, maldito -dijo brutalmente, aunque procuraba reprimirse.
-Lo intentaré, padre -respondió él jadeando-, pero déjeme solo. Cati, dame la mano. Ella te podrá decir que... estuve alegre, como tú querías.
-Cógete a mi mano -respondió Heathcliff- Ella te dará el brazo ahora. ¡Así! Sin duda pensará usted, joven, que soy el diablo cuando tanto me teme. ¿Quiere usted acompañarle hasta casa? En cuanto le toco, se echa a temblar...
-Querido Linton -manifestó Catalina-, no puedo acompañarte hasta «Cumbres Borrascosas», porque papá no me lo permite. Pero tu padre no te hará nada. ¿Por qué le temes?
-No entraré más en esa casa -aseguró Linton- si no me acompañas tú.
-¡Silencio! -exclamó su padre-. Es preciso respetar los escrúpulos de Catalina. Elena, acompáñale tú.
Será preciso que siga tus consejos: llamaremos al médico.
-Acertará usted -contesté-, pero el acompañar a su hijo no me es posible. Tengo que quedarme con la señorita.
-Sigues tan altiva como de costumbre -comentó Heathcliff-. Y, ya que no te compadeces del chiquito, vas a hacerme que le pinche sin quererlo. Ea, mozo, ven acá. ¿Quieres volver conmigo a casa?
Y fue a sujetar al joven, pero él se apartó, se cogió a su prima y le suplicó, frenético, que le acompañase.
Verdaderamente, resultaba difícil negarse a lo que se pedía de tal modo. Las causas de su terror permanecían ocultas, pero lo cierto es que el muchacho estaba espantado y con todas las apariencias de volverse loco si el acceso nervioso aumentaba. Llegamos, pues, a la casa. Cati entró y yo permanecí fuera esperándola, pero el señor Heathcliff me empujó y me obligó a entrar, diciéndome:
-Mi casa no está apestada, Elena. Me siento hospitalario. Pasa. Con tu permiso, voy a cerrar la puerta.
Y cerró con la llave. Yo sentí un vuelco en el corazón.
-Tomaréis el té antes de volveros -siguió diciendo-. Hoy estoy solo. Hareton ha salido con el ganado, y Zillah y José se han ido a divertirse. Yo estoy acostumbrado a la soledad, pero cuando encuentro buena compañía, lo prefiero. Siéntese junto al muchacho, señorita Linton. Ya ve que le ofrezco lo que tengo -me refiero a Linton- y si no es gran cosa, lo lamento mucho. ¡Cómo me mira usted! Es curioso que siempre me siento atraído hacia los que parecen temerme. De vivir en un país menos escrupuloso y donde la ley fuera menos rígida, creo que me dedicaría a hacer la disección de esos dos como entretenimiento vespertino.
Dio un terrible puñetazo en la mesa y exclamó:
-¡Voto a ... ! ¡Les aborrezco!
-No le temo -dijo Cati, que no había percibido la última parte de la charla de Heathcliff.
Y se acercó a él. Brillaban sus ojos.
-¡Traiga la llave! -exigió-. No comeré aquí aunque me muera de hambre.
Heathcliff cogió la llave y se quedó mirando a Cati con sorpresa. La joven se precipitó sobre él y casi logró arrancársela. Heathcliff, reaccionando, aferró la llave.
-Sepárese de mí, Catalina Linton -ordenó- o la tiro al suelo de un puñetazo por mucho que ello conturbe a la señora Dean.
Pero ella, sin atenderle, volvió a agarrarse a la llave.
-¡Nos iremos! -exclamó. Y viendo que con las manos y las uñas no lograba hacer abrir la mano cerrada de Heathcliff, le clavó los dientes. Heathcliff me lanzó una mirada que me paralizó momentáneamente.
Cati, atenta a sus dedos, no le veía la cara. Entonces abrió la mano y soltó la llave, pero a la vez cogió a Cati por los cabellos, la derribó de rodillas y le golpeó violentamente la cabeza. Aquella diabólica brutalidad me puso fuera de mí. Le grité:
-¡Malvado, malvado!
Pero un golpe en pleno pecho me hizo enmudecer. Como soy gruesa, me fatigo enseguida, y entre la rabia que me dominaba y una cosa y otra, sentí que el vértigo me ahogaba como si se me hubiera roto una vena. Todo concluyó en dos minutos. Cati, al quedar suelta, se llevó las manos a las sienes cual si creyese que ya no tenía la cabeza en su sitio. Temblando como una caña, la pobrecita fue a apoyarse en la mesa.
-Ya ves -dijo el malvado agachándose para coger la llave que había caído al suelo- que sé castigar a los niños traviesos. Ahora vete con Linton y llora cuanto se te antoje. Dentro de poco seré tu padre, y tu único padre además, y cosas como las de hoy te las encontrarás con frecuencia, puesto que no eres débil y estás en condiciones de aguantar lo que sea... ¡Como vuelva ese mal genio a subírsete a la cabeza te daré todos los días una ración como la de hoy!
Cati corrió hacia mí, inclinó su cabeza sobre mi regazo y empezó a llorar. Su primo permanecía silencioso en un rincón, contento, al parecer, de que la tormenta hubiera descargado sobre una cabeza distinta a la suya. Heathcliff se levantó y preparó el té. El servicio ya estaba dispuesto. Vertió la bebida en las tazas.
-Fuera tristezas -me dijo, ofreciéndome una taza y sirve a esos niños traviesos. No tengas miedo: no está envenenada. Me voy a buscar vuestros caballos.
En cuanto se fue, comenzamos a buscar una salida. Mas la puerta de la cocina estaba cerrada y las ventanas eran excesivamente angostas, incluso para la esbeltez de Cati.
-Señorito Linton -dije yo-, ahora va usted a decirnos qué es lo que su padre se propone, o de lo contrario cuente con que yo le vapulearé a usted como él ha hecho con su prima.
-Sí, Linton, dínoslo -agregó Catalina-. Todo ha sucedido por venir a verte, y si te niegas a hablar serás un ingrato.
-Dame el té, y luego te lo diré -repuso el joven-. Señora Dean, márchese un momento. Me molesta tenerla siempre delante. Cati, te están cayendo las lágrimas en mi taza. No quiero ésa. Dame otra.
Cati le entregó otra y se enjugó las lágrimas. Me molestó la serenidad del muchacho. Comprendí que había sido amenazado por su padre con un castigo si no lograba atraernos a aquella encerrona, y que, una vez conseguido, no temía ya que cayese sobre él mal alguno.
-Papá quiere que nos casemos --dijo, tras beber un sorbo de té-. Y como sabe que tu padre no lo permitiría ahora, y además el mío tiene miedo de que yo me muera antes, es preciso que nos casemos mañana por la mañana. Así que tienes que quedarte toda la noche aquí, y después de hacer lo que quiere mi padre, venir a buscarme al día siguiente y llevarme contigo.
-¿Llevarle con ella? -exclamé-. ¿Ese hombre está loco o cree que los demás somos tontos? Pero ¿es posible que usted se imagine que esta hermosa joven se va a casar con un desdichado como usted? ¿Se figura que nadie en el mundo le aceptaría a usted por marido? Se merece usted una buena zurra por habernos hecho venir con sus cobardes artimañas y... ¡No me mire así, porque tengo ganas de castigar su maldad y su estupidez con una paliza!
Le di un empujón, y sufrió un ataque de tos. Enseguida empezó a llorar y a gemir. Cati me impidió hacerle nada.
-¡Quedarme aquí toda la noche! -dijo-. ¡Si es preciso, prenderé fuego a la puerta para salir!
E iba a poner en práctica su amenaza. Pero Linton, asustado por las consecuencias que ello acarrearía para él, se incorporó, la sujetó entre sus débiles brazos, y dijo, entre lágrimas:
-¿No quieres salvarme, Cati? ¿No quieres llevarme contigo a la «Granja»? No me abandones, Catalina. Debes obedecer a mi padre.
-Debo obedecer al mío -replicó ella-. ¿Qué ocurriría si yo pasase toda la noche fuera de casa? Ya debe estar angustiado viendo que no vuelvo. He de salir de aquí a toda costa. Tranquilízate: no te pasará nada.
Pero no te opongas, Linton. A mi padre le quiero más que a ti.
El joven tenía tanto miedo a Heathcliff, que se sintió hasta elocuente. Cati, a punto de enloquecer, rogó a Linton que dominase su vergonzoso miedo. Y entretanto, nuestro carcelero volvió a entrar.
-Vuestros caballos se han fugado -anunció-. ¡Pero Linton! ¿Estás llorando otra vez? ¿Qué te ha hecho tu prima? Anda, vete a acostar. Dentro de poco podrás devolver a tu prima sus violencias. Suspiras de amor, ¿eh? ¡Claro, no hay cosa mejor en el mundo! Bueno, acuéstate. Zillah no está hoy aquí, así que tendrás que arreglártelas solo. ¡A callar! Cuando estés acostado no temas que yo vaya. Has tenido la fortuna de hacer bastante bien las cosas. Yo me ocuparé del resto.
Mientras tanto, había abierto la puerta de la habitación de su hijo, y éste penetró por ella con el aspecto de un perro temeroso de un puntapié. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Heathcliff se acercó al fuego junto al cual nosotras permanecíamos silenciosas. Cati levantó la mirada, y de un modo instintivo se llevó la mano a la mejilla al ver acercarse a Heathcliff. Él la miró huraño y dijo:
-¿Conque no me temías, eh? Pues tu valentía está ahora bien escondida. Me pareces condenadamente asustada.
-Lo estoy ahora -respondió la joven- porque, si me quedo aquí, papá se llevará un disgusto horrible. ¡Oh, no quiero causárselo cuando él está como está ...! Señor Heathcliff: déjeme marcharme. Me casaré con Linton. Mi padre está conforme. ¿Para qué obligarme a lo que estoy dispuesta a hacer?
-¡Que la obligue si se atreve! -grité-. Hay leyes, gracias a Dios. ¡Las hay, hasta en este rincón del mundo! ¡Yo misma lo denunciaría! ¡Lo haría aunque fuese mi propio hijo! ¡Qué canallada!
-¡Silencio! -ordenó el villano- ¡Demonio con el alboroto! No me interesa oíros. Catalina: me alegrará extraordinariamente el saber que tu padre está desconsolado. La satisfacción no me dejará dormir. No podías haber encontrado medio mejor para persuadirme a que te retenga veinticuatro horas en mi casa. Y respecto a casarte con Linton, bien cierto estoy de que sucederá, puesto que no saldrás de aquí hasta haberlo hecho.
-Entonces envíe a Elena a decir que no me pasa nada, o cáseme ahora mismo -dijo Catalina llorando con desconsuelo-. ¡Pobre papá! Va a pensar que nos hemos perdido... ¿Qué haremos, Elena?
-Tu padre pensará que te has cansado de cuidarle y que has ido a expansionarte un poco -contestó Heathcliff- No negarás que has entrado en mi casa voluntariamente, aunque él te lo había prohibido. Y es muy natural que te canses de cuidar a un enfermo que no es más que padre tuyo. Mira, Catalina, cuando naciste, tu padre había dejado ya de ser feliz. Probablemente te maldijo por venir al mundo, como yo lo hice también. justo es, pues, que te maldiga al salir de él. Yo le imitaré. Puedes estar segura de que disto mucho de quererte. Llora, llora, ésa será en adelante tu principal distracción. ¡A no ser que Linton te consuele, como parecía esperar tu previsor padre! Me divertí de verdad leyendo sus cartas a Linton con sus consejos y los ánimos que le daba. En su última carta encarecía a mi joya que cuidase de la suya cuando la tuviera en su poder. ¡Qué cariñoso y qué paternal! Pero Linton tiene necesidad de su capacidad de afecto para si mismo. Y sabrá muy bien hacer el papel de tiranuelo doméstico. Es muy capaz de atormentar a todos los gatos que se le presenten, siempre y cuando se les limen los dientes y se les corten las uñas. ¡Cuando vuelvas a tu casa podrás contar a su tío mucho sobre sus amabilidades!
-Tiene usted razón -dije-. Explíquele a Cati que el carácter de su hijo se parece al de usted, y supongo que la señorita Catalina lo pensará otra vez antes de consentir en contraer matrimonio con semejante reptil...
-Por ahora no tengo ganas de hablar de sus buenas cualidades -repuso él-. O le acepta o se queda encerrada aquí, y tú con ella, hasta que se muera tu amo. Puedo teneros aquí tan ocultas como haga falta. ¡Y si lo dudas, anímala a que rectifique, y verás!
-No rectificaré -afirmó Cati-. Si es preciso, me casaré ahora mismo, con tal de poder ir enseguida a la «Granja». Señor Heathcliff, es usted un hombre cruel, pero no un demonio, y creo que no se propondrá, por malicia, destrozar mi felicidad de un modo irreparable. Si mi padre cree que he huido de su lado y muere antes de que vuelva yo, no podré soportar la vida. Mire, no lloro ya, pero me arrodillo ante usted, y no me levantaré ni apartaré mi vista de su rostro hasta que usted me mire. ¡Míreme, no vuelva la cara! No me ofende que me haya usted maltratado. ¿No ha amado nunca a nadie, tío? ¿Nunca? Míreme, y si me ve tan desdichada, no podrá por menos de compadecerme.
-¡Suéltame y apártate, o te pateo! -gritó Heathcliff-. ¡No sueñes en lisonjearme! ¡Te odio!
Y una sacudida recorrió su cuerpo, como, si en efecto, el contacto de Catalina le repugnase. Me puse en pie y me preparé a lanzarle una avalancha de insultos, pero al primero que proferí me amenazó con encerrarme en una habitación a mí sola, y hube de callar. Mientras tanto empezaba a oscurecer. A la puerta sentimos ruido de voces. Heathcliff se precipitó fuera. Conservaba su perspicacia, bien al contrario que nosotras. Le oímos hablar con alguien dos o tres minutos. Volvió solo al cabo de un trecho.
-Creí -dije a Cati- que sería su primo Hareton. ¡Si llegara, tal vez se pusiese de nuestra parte!
-Eran tres criados de la «Granja» -replicó Heathcliff, que me oyó-. Podías haber abierto la ventana y chillar. Pero estoy cierto de que esa muchacha celebra que no lo hayas hecho. En el fondo se alegra de tener que quedarse.
Las dos empezamos a lamentarnos de la ocasión que habíamos perdido. A las nueve nos mandó que subiésemos al cuarto de Zillah. Yo aconsejé a mi compañera que obedeciésemos, pues tal vez desde allí podríamos salir por la ventana o por un tragaluz. Pero la ventana era muy estrecha y una trampilla que daba al desván estaba bien cerrada, de modo que nuestros intentos fueron inútiles. Ninguna de las dos nos acostamos. Cati se sentó junto a la ventana esperando que llegase la aurora, y sólo respondía con suspiros a mis ruegos de que descansase un poco. Por mi parte, me senté en una silla, y comencé a hacer un severo examen de conciencia sobre mis faltas, de las que me imaginaba que procedían todas las desventuras de mis amos.
Heathcliff llegó a las siete y preguntó si la señorita estaba levantada. Ella misma corrió a la puerta y contestó afirmativamente.
-Vamos, pues -dijo Heathcliff, llevándosela.
Quise seguirla, pero cerró la puerta con llave. Le rogué que me dejase libre.
-Ten un poco de paciencia -contestó-. Dentro de un rato te traerán el desayuno.
Golpeé la puerta furiosamente y sacudí con fuerza el picaporte. Cati inquirió los motivos de prolongar mi encierro. Él contestó que duraría una hora más. Y los dos se fueron. Al cabo de dos o tres horas oí pasos, y una voz que no era la de Heathcliff me dijo:
-Te traigo la comida. Abre.
Obedecí, y vi a Hareton, que me traía provisiones para todo el día.
-Toma -dijo entregándomelas.
-Atiéndeme un minuto -comencé a decir.
-No -respondió, marchándose sin hacer caso de mis súplicas.
El día y la noche siguientes seguía encerrada. Pero mi prisión se prolongó más aún: cinco noches y cuatro días en total. A nadie veía sino a Hareton que llegaba todas las mañanas. Llevaba bien su papel de carcelero, ya que era insensible, sordo y mudo a todo intento de excitar sus sentimientos de justicia o su piedad.
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