lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XXXI

Ayer hizo un día despejado, frío y sereno. Como me había propuesto, fui a «Cumbres Borrascosas». La señora Dean me pidió que llevase una nota suya a su señorita, a lo que accedí, ya que no pensé que hubiera en ello segunda intención. La puerta principal estaba abierta, pero la verja no. Llamé a Eamshaw, que estaba en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se hallaría en la comarca otro parecido. Le miré atentamente. Cualquiera diría que él se empeña en deslucir sus cualidades con su zafiedad.

Pregunté si estaba en casa el señor Heathcliff y me dijo que no, pero que volvería a la hora de comer.

Eran las once, y manifesté que le esperaría. Él entonces soltó los utensilios de trabajo y me acompañó, pero en calidad de perro guardián y no para sustituir al dueño de la casa.

Entramos. Vi a Cati preparando unas legumbres. Me pareció aún más hosca y menos animada que la vez anterior. Casi no levantó la vista para mirarme, y continuó su faena sin saludarme ni con un ademán.

«No veo que sea tan afable -reflexione yo- como se empeña en hacérmelo creer la señora Dean. Una beldad, sí lo es, pero un ángel, no.»

Hareton le dijo con aspereza que se llevase sus cosas a la cocina.

-Llévalas tú -contestó la joven.

Y se sentó en una banqueta al lado de la ventana, entreteniéndose en recortar figuras de pájaros y animales en las mondaduras de patatas que tenía a un lado. Yo me aproximé, con el pretexto de contemplar el jardín, y dejé caer en su falda la nota de la señora Dean.

-¿Qué es eso? -preguntó en voz alta, tirándola al suelo.

-Una carta de su amiga, el ama de llaves de la «Granja» -contesté, incomodado por la publicidad que daba a mi discreta acción, y temiendo que creyera que el papel procedía de mí.

Entonces fue a cogerla, pero ya Hareton se había adelantado, guardándosela en el bolsillo del chaleco, y diciendo que primero había de examinarla el señor Heathcliff. Cati volvió la cara silenciosamente, sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. Su primo luchó un momento contra sus buenos instintos, y al fin sacó la carta y se la tiró con un ademán lo más despreciativo que pudo. Cati la recogió y la leyó, me hizo algunas preguntas sobre los habitantes, tanto personas como animales de la «Granja», y al fin murmuró, como si estuviera hablando consigo misma:

-¡Cuánto me gustaría ir montada en Minny! ¡Cuánto me gustaría subir allá! Estoy fatigada y hastiada, Hareton.

Apoyó su linda cabeza en el alféizar de la ventana, y dejó escapar no sé si un bostezo o un suspiro, sin preocuparse de si la mirábamos o no.

-Señora Heathcliff -dije al cabo de un rato-, usted cree que yo no la conozco, y, sin embargo, creo conocerla profundamente. Así que me extraña que no me hable usted. La señora Dean no se cansa de alabarla, y sufrirá una desilusión si me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha dicho nada sobre su carta.

Me preguntó asombrada:

-¿Elena le estima mucho a usted?

-Mucho -balbuceé.

-Pues entonces dígale que le contestaría gustosamente, pero que no tengo con qué. Ni siquiera poseo un libro del que poder arrancar una hoja.

-¿Y cómo puede usted vivir aquí sin libros? -dije-. Yo, que tengo una abundante biblioteca, me aburro en la «Granja», así que sin ellos debe ser desesperante la vida aquí.

-Antes yo tenía libros y me pasaba el día leyendo -me contestó-, pero como el señor Heathcliff no lee nunca, se le antojó destruirlos. Hace varias semanas que no veo ni sombra de ellos. Una vez revolví los libros teológicos de José, con gran indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén de ellos en tu cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y poesías... Todos, antiguos conocidos míos... Me los traje aquí y tú me los has robado, como las urracas, por el gusto de hurtar, ya que no puedes sacar partido de ellos. ¡Hasta puede que aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase mis tesoros! Pero la mayor parte de ellos los retengo en la memoria, y de eso sí que no podéis privarme.

Hareton, sonrojándose cuando su prima reveló el robo de sus riquezas literarias, desmintió enérgicamente sus acusaciones.

-Quizá el señor Hareton siente deseos de emular su saber, señora -dije yo, acudiendo en socorro del joven- y se prepara a ser un sabio dentro de algunos años mediante la lectura.

-¡Sí, y que mientras me embrutezca yo! -alegó Catalina-. Es verdad, a veces le oigo cuando intenta deletrear ¡y dice cada tontería! ¿Por qué no repites aquel disparate que dijiste ayer? Me di cuenta de cuando apelabas al diccionario para comprender de lo que se trataba aquella palabra, y te oí renegar y maldecir cuando no comprendiste nada.

Noté que el joven pensaba que era injusto burlarse de su ignorancia y a la vez de sus intentos de rectificarla. Yo compartí su sentimiento, y recordando lo que me contara la señora Dean sobre el primer intento de Hareton para disipar las brumas en que le habían educado, comenté:

-Todos hemos tenido que empezar alguna vez, señora, y todos hemos tropezado en el umbral del saber. Si entonces nuestros maestros se hubiesen burlado de nosotros, aún seguiríamos dando tropezones.

-Yo no me propongo limitar su derecho a instruirse -repuso ella-, pero él no tiene derecho a apoderarse de lo que me pertenece, y a profanarlo con sus errores y sus disparates de pronunciación. Mis libros de verso y de prosa eran sagrados para mí porque me recordaban muchas cosas, y me es odioso verlos mancillados cuando los repite. Además, ha elegido para aprender mis obras favoritas, como si lo hiciera a propósito para molestarme...

Por unos instantes, el pecho de Hareton se agitó en silencio. Estaba colérico y mortificado y le costó mucho dominarse. Yo me puse en pie y me asomé a la puerta. Él salió de la habitación y a los pocos minutos volvió cargado con seis u ocho libros. Se los echó a Cati en el regazo y dijo:

-Ahí los tienes. No quiero volver a verlos más, ni a leerlos, ni a ocuparme para nada de lo que dicen.

-Ya no los quiero -contestó ella-. Me harían recordarte y los odiaría.

Sin embargo, abrió uno, que mostraba haber sido manoseado muchas veces, y comenzó a leer un pasaje con la pronunciación lenta y dificultosa de alguien que estuviera aprendiendo a leer. Después se echó a reír.

-¡Escuchen! -dijo después. Y comenzó a recitar de la misma manera los versos de una antigua balada.

Él no pudo aguantar más. Oí -y no me sentí inclinado a censurarle del todo- un bofetón que hizo callar la provocativa lengua de la muchacha. Ella había hecho todo lo posible para exasperar los incultos pero susceptibles sentimientos de amor propio de su primo, y a éste no se le ocurrió otro argumento que aquel tan contundente para saldar la cuenta. Después él cogió los libros y los arrojó al fuego. Me di cuenta de que este sacrificio que hacía en aras de su rencor le era muy penoso. Supuse que mientras los veía quemarse recordaba el placer que su lectura le había producido, y también pensé en el entusiasmo con que había empezado secretamente a estudiar. Él se había limitado a trabajar y hacer una vida vegetativa hasta que Cati se cruzó en su camino. El desdén que ella le demostraba y la esperanza de que algún día le felicitase habían sido los móviles de su afán de aprender, y he aquí que, por el contrario, ella premiaba sus esfuerzos con mofas.

-¡Mira para lo que valen a un bruto como tú! -gimió Catalina chupándose el labio lastimado y asistiendo al incendio con indignados ojos.

-Más te vale callar -repuso él furiosamente.

Y se dirigió muy agitado hacia la puerta. Me aparté para dejarle pasar, pero en el mismo umbral se tropezó con el señor Heathcliff, que llegaba en aquel momento, y que le preguntó, poniéndole una mano en el hombro:

.¿Qué te pasa, muchacho?

-Nada -contestó el joven.

Y se alejó para devorar a solas su pena.

Heathcliff le miró, y murmuró sin notar que yo estaba allí al lado:

-Sería extraordinario que yo me rectificase. Pero cada vez que me propongo ver en su cara el rostro de su padre veo el de ella. Me es insoportable mirarle.

Bajó la vista, y entró. Estaba pensativo. Noté en su rostro una expresión de inquietud que las otras veces no observara, y me pareció más flaco. Su nuera, al verle entrar, había huido a la cocina.

-Me alegro de que ya pueda salir de casa, señor Lockwood -dijo Heathcliff respondiendo a mi saludo-, aunque hasta cierto punto sea por egoísmo, ya que no me sería fácil encontrar otro inquilino como usted en esta soledad. No crea que no me he preguntado algunas veces cómo se le ha ocurrido venir aquí.

-Sospecho que por un capricho tonto, como es un capricho tonto el que ahora me estimula a marcharme -contesté-. Me vuelvo a Londres la semana próxima y debo avisarle que no me propongo renovar el contrato de la «Granja de los Tordos» cuando venza. No pienso volver a vivir más allí.

-¿Se ha cansado usted de aislarse del mundo? Bueno, pero si espera usted que le condone los alquileres de los meses que faltan, pierde usted el tiempo. No renuncio a mis derechos nunca.

-No he venido a pedirle que renuncie a nada -respondí, molesto. Y, sacando la cartera del bolsillo, agregué-: Si quiere, liquidaremos ahora mismo.

-No es necesario -respondió con frialdad-. Seguramente usted dejará objetos suficientes a cubrir su débito, en el supuesto de que no vuelva usted. No me corre prisa. Tome asiento y quédese a comer con nosotros. ¡Cati! Sirve la mesa.

Cati llegó con los cubiertos.

La comida -con Heathcliff, melancólico Y huraño, a un lado y Hareton, silencioso, a otro- transcurrió muy poco alegremente. Me despedí en cuanto pude. Me hubiese gustado salir por la puerta de atrás para ver otra vez a Cati y para molestar al viejo José, pero no pude hacer lo que me proponía, porque mi huésped mandó a Hareton que me trajese el caballo y él mismo me acompañó hasta la salida.

«¡Qué tristemente viven en esta casa! -medité mientras bajaba por el camino-. ¡Y qué hermoso y romántico cuento de hadas hubiese sido para la señora Linton Heathcliff el que nos hubiésemos enamorado, como su buena aya quería, y hubiésemos marchado juntos a la turbulenta ciudad!»

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