lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO XXXII

En septiembre de hace un año, un conocido me invitó a hacer estragos con él en los cazaderos que poseía en el Norte y, de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de Gimmerton. El mozo de cuadra de la posada en que me había parado para que mis caballos bebiesen, dijo, al ver un carro cargado de avena recién cortada.

-Ése viene de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas después que en los demás sitios.

-¿Gimmerton? -dije.

El recuerdo de mi residencia en aquel lugar casi se había borrado en mi memoria.

-¡Ah, ya! -agregué . ¿Está lejos de aquí?

-Unas catorce millas de mal camino -me contestó el mozo.

Sentí un repentino deseo de visitar la «Granja de los Tordos». No era mediodía aún y pensé que pasaría la noche bajo el techo de la que todavía era mi casa, tan bien por lo menos como en una posada. Y, de paso, podía arreglar mis cuentas con el dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con aquel objeto.

Así que, tras descansar un rato, encargué a mi criado que averiguase el camino de la aldea, y, no sin fatigar mucho a nuestras caballerías, llegamos finalmente a Gimmerton al cabo de tres horas.

Dejé al criado en el pueblo y me dirigí a través del valle. La parda iglesia me pareció aún más parda, y el desolado cementerio más desolado aún. Una oveja mordía el exiguo césped que cubría las tumbas. El aire, demasiado caluroso, no me impidió gozar del bello panorama. Si no hubiese estado la estación tan adelantada, creo que me hubiese sentido tentado a quedarme una temporada allí.

En invierno no había nada más sombrío, pero en verano nada más agradable que aquellos bosques escondidos entre los montes y aquellas extensiones cubiertas de matorrales.

Llegué a la «Granja» antes de ponerse el sol y llamé a la puerta. Pero sus habitantes estaban en la parte trasera, a juzgar por la ligera humareda que salía de la chimenea de la cocina, y no me oyeron. Entonces entré en el patio. En la puerta una niña de nueve o diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja fumaba en una pipa.

-¿Está la señora Dean? -pregunté a la anciana.

-¿La señora Dean? Vive en las «Cumbres».

-¿Es usted la guardiana de la casa?

-Sí -contestó.

-Pues yo soy Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar aquí la noche. ¿Hay alguna habitación preparada?

-¡El inquilino! -exclamó estupefacta-. ¿Cómo no nos avisó de su llegada? En toda la casa, señor, no hay siquiera un cuarto en condiciones.

Se quitó la pipa de la boca y se lanzó dentro. La niña la siguió y yo la imité. Pude comprobar que la anciana no había faltado a la verdad, y, además, que mi presencia la había desconcertado. Procuré calmarla diciéndole que iría a dar un paseo, y que entretanto me arreglase una alcoba para dormir y un rincón en la sala para cenar. No era preciso andar con limpiezas ni barridos. Me bastaban un buen fuego y unas sábanas limpias. Ella mostró el deseo de hacer cuanto pudiera, y si bien en el curso de sus trabajos metió la escoba en la lumbre confundiéndola con el hurgón y cometió varias equivocaciones, no obstante me marché en la confianza de que al volver encontraría donde instalarme. El objetivo de mi paseo era «Cumbres Borrascosas», pero antes de salir del patio se me ocurrió una idea que me hizo pararme.

-¿Están todos bien en las «Cumbres»? -pregunté a la anciana.

-Que yo sepa, sí -me contestó en tanto que salía llevando en la mano un cacharro lleno de ceniza.

Me hubiese agradado preguntarle el motivo de que la señora Dean no estuviera ya en la «Granja», pero comprendiendo que no era oportuno interrumpirla en sus faenas, me volví y me fui lentamente. A mi espalda, brillaba aún el sol y ante mí se levantaba la luna. Salí del parque y escalé el pedregoso sendero que conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a ella, del día sólo quedaba, en poniente, una leve luz ambarina. Pero una espléndida luna permitía divisar cada piedra del camino y cada brizna de hierba. No tuve que llamar a la verja; cedió al empujarla. Pensé que esto siempre era una mejora. Y aún aprecié otra: una fragancia de madreselvas que inundaba el aire.

Puertas y ventanas estaban abiertas. Como es frecuente ver en aquellas regiones, un gran fuego brillaba en la chimenea, a pesar del calor. El salón de «Cumbres Borrascosas» es tan grande, que queda sitio de sobra para poder separarse del hogar. Las personas que había allí estaban sentadas junto a las ventanas.

Antes de penetrar, las vi y las oí hablar, y me fijé en ellas con un sentimiento de curiosidad que, a medida que fui avanzando, se convirtió en envidia.

-Contrario -dijo una voz que sonaba argentina como una campanilla-. ¡Van tres veces, torpón! No te lo volveré a repetir. ¡Acuérdate, o te tiro de los pelos!

-Contrario -pronunció otra voz, que procuraba suavizar su robusto tono-. Ahora dame un beso en recompensa de haberlo dicho bien.

-No, no te lo daré hasta que no lo pronuncies perfectamente.

Volvieron a reanudar su lectura. Era un hombre joven, correctamente vestido, que estaba sentado a la mesa y tenía un libro delante. Sus hermosas facciones brillaban de satisfacción, y sus ojos abandonaron con frecuencia la página para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en su hombro y le asestaba un cariñoso golpecito cada vez que su poseedora descubría faltas de atención. La dueña de la mano estaba de pie detrás del joven, y a veces sus cabellos rubios se mezclaban con los castaños de su compañero. Y su cara... Pero era una suerte que él no pudiese verle la cara, porque no hubiera podido conservar la serenidad.

En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios de despecho pensando en la ocasión que había desperdiciado de hacer algo más que limitarme a mirar aquella prodigiosa belleza.

Concluida la lección, en la que no faltaron algunos tropezones más, el alumno reclamó el premio ofrecido y lo recibió en forma de cinco besos que tuvo la generosidad de devolver. A continuación se acercaron a la puerta y por lo que hablaban saqué en limpio que iban a pasear por los pantanos. Pensé que el corazón de Hareton Earnshaw, por muy silenciosa que permaneciera su boca, me desearía los más crueles tormentos de las profundidades infernales si en aquel instante me presentara yo ante ellos, y me apresuré a refugiarme en la cocina. Allí, sentada a la puerta, distinguí a mi antigua amiga Elena Dean, cosiendo y cantando una canción frecuentemente interrumpida por agrias palabras que salían del interior y cuyo tono destemplado distaba mucho de sonar con armonía.

-Aunque fuera así, valía más oírles jurar de la mañana a la noche que escucharte a ti -dijo aquella voz en respuesta a algún comentario de Elena ignorado para mí-. ¡Clama al cielo que no pueda uno leer la Santa Biblia sin que inmediatamente comiences tú a cantar las alabanzas del demonio y las vergonzosas maldades mundanas! ¡Oh, las dos estáis pervertidas y haréis que ese pobre muchacho pierda su alma! ¡Está hechizado! -añadió gruñendo- ¡Oh, Señor! ¡Júzgalas tú, ya que no hay ley ni justicia en este país!

-Sí; no debe haberla cuando no estamos retorciéndonos entre las llamas del suplicio, ¿eh? Cállate, vejete, y lee tu Biblia sin ocuparte de mí. Voy a cantar ahora Las bodas del hada Anita, que es bailable.

Y la señora Dean iba a empezar cuando yo me adelanté.

Me reconoció al punto, y se levantó enseguida, gritando:

-¡Oh, señor, bienvenido sea! ¿Cómo es que ha venido usted sin avisar? La «Granja de. los Tordos» está cerrada. Debió usted advertirnos de que venía.

Ya he dado órdenes allí y podré arreglarme durante el poco tiempo que pienso estar -contesté-. Me marcho mañana. ¿Cómo la encuentro aquí ahora, señora Dean? Explíquemelo.

-Zillah se despidió y el señor Heathcliff me hizo venir cuando usted se fue a Londres. Pase... ¿Ha venido usted a pie desde Gimmerton?

-Vengo de la «Granja» -repuse- y quisiera aprovechar la oportunidad para liquidar con su amo, ya que no es fácil que se presente ocasión más propicia para los dos.

-¿Liquidar? -preguntó Elena mientras me acompañaba al salón-.¿Qué hay que liquidar, señor?

-¡El alquiler!

-Entonces tendrá usted que entenderse con la señora, o, mejor dicho, conmigo, porque ella todavía no sabe llevar bien sus cosas y soy yo quien me ocupo de todo.

La miré asombrado.

-Veo que usted no sabe que Heathcliff ha muerto -añadió.

-¿Que ha muerto? ¿Cuándo?

-Hace tres meses. Siéntese, déme el sombrero, y se lo contaré todo. ¿No ha comido usted aún, verdad?

-Ya he mandado en la «Granja» que preparen cena.

Siéntese usted también. No se me había ocurrido que aquel hombre hubiera muerto. ¿Cómo fue? Los muchachos no volverán pronto...

-Sí; tardarán. Siempre les estoy reprendiendo, pero tardan más cada vez. Bien, por lo menos tome usted un vaso de cerveza. Está usted muy fatigado.

Y se fue. Oí cómo José le reprochaba el tener amigos a su edad y el hacerles beber a costa de las bodegas del amo, lo que le parecía tan escandaloso, que se sentía avergonzado de no haber muerto antes de asistir a ello.

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