domingo, 20 de febrero de 2011

EL RETRATO DE DORIAN GRAY, Oscar Wiilde

ECA Estudio y Centro de Aprendizaje
Capítulo 20

El aire de la noche era una delicia, tan tibio que Dorian Gray se colocó
el abrigo sobre el brazo y ni siquiera se anudó en torno a la garganta
la bufanda de seda. Mientras se dirigía hacia su casa, fumando un
cigarrillo, dos jóvenes vestidos de etiqueta se cruzaron con él, y oyó cómo
uno le susurraba al otro: «Ése es Dorian Gray». Recordó cuánto solía
agradarle que alguien lo señalara con el dedo o se le quedara mirando y
hablara de él. Ahora le cansaba oír su nombre. Buena parte del encanto
del pueblecito adonde había ido con tanta frecuencia últimamente era
que nadie lo conocía. A la muchacha a la que cortejó hasta enamorarla le
había dicho que era pobre, y Hetty le había creído. En otra ocasión le dijo
que era una persona malvada, y ella se echó a reír, respondiéndole que
los malvados eran siempre muy viejos y muy feos. ¡Ah, su manera de reírse!
Era como el canto de la alondra. Y ¡qué bonita estaba con sus vestidos
de algodón y sus sombreros de ala ancha! Hetty no sabía nada de nada,
pero poseía todo lo que él había perdido.
Al llegar a su casa, encontró al ayuda de cámara esperándolo. Le dijo
que se acostara, se dejó caer en un sofá de la biblioteca y empezó a pensar
en las cosas que lord Henry le había dicho.
¿Era realmente cierto que no se cambia? Sentía un deseo loco de recobrar
la pureza sin mancha de su adolescencia; su adolescencia rosa y
blanca, como lord Henry la había llamado en una ocasión. Sabía que estaba
manchado, que había llenado su espíritu de corrupción y alimentado
de horrores su imaginación; que había ejercido una influencia nefasta
sobre otros, y que había experimentado, al hacerlo, un júbilo incalificable;
y que, de todas las vidas que se habían cruzado con la suya, había
hundido en el deshonor precisamente las más bellas, las más prometedoras.
Pero, ¿era todo ello irremediable? ¿No le quedaba ninguna
esperanza?
¡Ah, en qué monstruoso momento de orgullo y de ceguera había rezado
para que el retrato cargara con la pesadumbre de sus días y él conservara
el esplendor, eternamente intacto, de la juventud! Su fracaso procedía
de ahí. Hubiera sido mucho mejor para él que a cada pecado cometido
le hubiera acompañado su inevitable e inmediato castigo. En lugar de
«perdónanos nuestros pecados», la plegaria de los hombres a un Dios de
justicia debería ser «castíganos por nuestras iniquidades».
El curioso espejo tallado que lord Henry le regalara hacía ya tantos
años se hallaba sobre la mesa, y los cupidos de marfileñas extremidades
seguían, como antaño, rodeándolo con sus risas. Lo cogió, como había

hecho en aquella noche de horror, cuando por primera vez advirtiera un
cambio en el retrato fatal, y con ojos desencajados, enturbiados por las lágrimas,
contempló su superficie pulimentada. En una ocasión, alguien
que le había amado apasionadamente le escribió una carta que concluía
con esta manifestación de idolatría: «El mundo ha cambiado porque tú
estás hecho de marfil y oro. La curva de tus labios vuelve a escribir la
historia». Aquellas frases le volvieron a la memoria, y las repitió una y
otra vez. Luego su belleza le inspiró una infinita repugnancia y, arrojando
el espejo al suelo, lo aplastó con el talón hasta reducirlo a astillas de
plata. Su belleza le había perdido, su belleza y la juventud por la que había
rezado. Sin la una y sin la otra, quizá su vida hubiera quedado libre
de mancha. La belleza sólo había sido una máscara, y su juventud, una
burla. ¿Qué era la juventud en el mejor de los casos? Una época de inexperiencia,
de inmadurez, un tiempo de estados de ánimo pasajeros y de
pensamientos morbosos. ¿Por qué se había empeñado en vestir su uniforme?
La juventud lo había echado a perder.
Era mejor no pensar en el pasado. Nada podía cambiarlo. Tenía que
pensar en sí mismo, en su futuro. A James Vane lo habían enterrado en
una tumba anónima en el cementerio de Selby. Alan Campbell se había
suicidado una noche en su laboratorio, pero sin revelar el secreto que le
había sido impuesto. La emoción, o la curiosidad, suscitada por la desaparición
de Basil Hallward pronto se desvanecería. Ya empezaba a pasar.
Por ese lado no tenía nada que temer. Y, de hecho, no era la muerte de
Basil Hallward lo que más le abrumaba. Le obsesionaba la muerte en vida
de su propia alma. Basil había pintado el retrato que echó a perder su
vida. Eso no se lo podía perdonar. El retrato tenía la culpa de todo. Basil
le dijo cosas intolerables que él, sin embargo, soportó con paciencia. El
asesinato fue obra, sencillamente, de una locura momentánea. En cuanto
a Alan Campbell, el suicidio había sido su decisión personal. Había elegido
actuar así. Nada tenía que ver con él.
¡Una vida nueva! Eso era lo que necesitaba. Eso era lo que estaba esperando.
Sin duda la había empezado ya. Había evitado, al menos, la perdición
de una criatura inocente. Nunca volvería a poner la tentación en el
camino de la inocencia. Sería bueno.
Al pensar en Hetty Merton, empezó a preguntarse si el retrato habría
cambiado. Sin duda no sería ya tan horrible como antes. Quizá, si su vida
recobraba la pureza, expulsaría de su rostro hasta el último resto de las
malas pasiones. Quizás, incluso, habían desaparecido ya. Iría a verlo.
Tomó la lámpara y subió sigilosamente las escaleras. Al descorrer el
cerrojo, una sonrisa de alegría iluminó por un instante el rostro

extrañamente joven y se prolongó unos momentos más en torno a los labios.
Sí, practicaría el bien, y aquel retrato espantoso que llevaba tanto
tiempo escondido dejaría de aterrorizarlo. Sintió que ya se le había quitado
un peso de encima.
Entró sin hacer el menor ruido, volviendo a cerrar la puerta con llave,
como tenía por costumbre, y retiró la tela morada que cubría el cuadro.
Un grito de dolor e indignación se le escapó de los labios. No se notaba
cambio alguno, con la excepción de un brillo de astucia en la mirada y en
la boca las arrugas sinuosas de la hipocresía. El lienzo seguía siendo tan
odioso como siempre, más, si es que eso era posible; y el rocío escarlata
que le manchaba la mano parecía más brillante, con más aspecto de sangre
recién derramada. Dorian Gray empezó entonces a temblar. ¿Le había
empujado únicamente la vanidad a llevar a cabo su única obra buena?
¿O había sido el deseo de una nueva sensación, como apuntara lord
Henry, con su risa burlona? ¿O tal vez el deseo apasionado de representar
un papel que nos empuja a hacer cosas mejores de lo que nos corresponde
por naturaleza? ¿O, quizá, todo aquello al mismo tiempo? Pero,
¿por qué era más grande la mancha roja? Parecía haberse extendido como
una horrible enfermedad sobre los dedos cubiertos de arrugas. Había
sangre en los pies pintados, como si aquella cosa hubiera goteado… ,
sangre incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo. ¿Una confesión?
¿Quería aquello decir que iba a confesar su crimen? ¿Que iba a
entregarse para que lo ejecutaran? Se echó a reír. La idea le pareció
monstruosa. Además, aunque confesara, ¿quién iba a creerlo? No había
en ninguna parte resto alguno del pintor asesinado. Todas sus pertenencias
habían sido destruidas. Él mismo había quemado maletín y abrigo. El
mundo diría simplemente que estaba loco. Lo encerrarían en un manicomio
si se empeñaba en repetir la misma historia… Sin embargo, era obligación
suya confesar, soportar públicamente la vergüenza y expiar la
culpa de manera igualmente pública. Había un Dios que exigía a los seres
humanos confesar sus pecados en la tierra así como en el cielo. Nada
de lo que hiciera le purificaría si no confesaba su pecado. ¿Su pecado? Se
encogió de hombros. La muerte de Basil Hallward le parecía muy poca
cosa. Pensaba en Hetty Merton. Porque aquel espejo de su alma que estaba
contemplando era un espejo injusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad?
¿Hipocresía? ¿No había habido más que eso en su renuncia? Había habido
algo más. Al menos así lo creía él. Pero, ¿cómo saberlo… ? No. No hubo
nada más. Sólo renunció a la muchacha por vanidad. La hipocresía le
había llevado a colocarse la máscara de la bondad. Había ensayado la abnegación
por curiosidad. Ahora lo reconocía.

Pero aquel asesinato… , ¿iba a perseguirlo toda su vida? ¿Siempre tendría
que soportar el peso de su pasado?
¿Tendría que confesar? Nunca. No había más que una prueba en contra
suya. El cuadro mismo: ésa era la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo
había conservado tanto tiempo? Años atrás le proporcionaba el placer de
contemplar cómo cambiaba y se hacía viejo. En los últimos tiempos ese
placer había desaparecido. El cuadro le impedía dormir. Cuando salía de
viaje, le horrorizaba la posibilidad de que lo contemplasen otros ojos. Teñía
de melancolía sus pasiones. Su simple recuerdo echaba a perder muchos
momentos de alegría. Había sido para él algo así como su conciencia.
Sí. Había sido su conciencia. Lo destruiría.
Miró a su alrededor, y vio el cuchillo con el que apuñaló a Basil Hallward.
Lo había limpiado muchas veces, hasta que desaparecieron todas
las manchas. Brillaba, lanzaba destellos. De la misma manera que había
matado al pintor, mataría su obra y todo lo que significaba. Mataría el
pasado y, cuando estuviera muerto, él recobraría la libertad. Acabaría
con aquella monstruosa vida del alma y, sin sus odiosas advertencias, recobraría
la paz. Empuñó el arma y con ella apuñaló el retrato.
Se oyó un grito y el golpe de una caída. El grito puso de manifiesto un
sufrimiento tan espantoso que los criados despertaron asustados y salieron
en silencio de sus habitaciones. Dos caballeros que pasaban por la
plaza se detuvieron y alzaron los ojos hacia la gran casa. Luego siguieron
caminando hasta encontrar a un policía y regresar con él. Llamaron varias
veces al timbre, pero sin recibir respuesta. Con la excepción de una
luz en uno de los balcones del piso alto, todo estaba a oscuras. Al cabo de
un rato, el policía se trasladó hasta un portal vecino para contemplar
desde allí el edificio.
–¿Quién vive en esa casa? –le preguntó el caballero de más edad.
–El señor Dorian Gray–respondió el policía.
Las dos personas que le escuchaban intercambiaron una mirada de inteligencia
y, mientras se alejaban, había en su rostro una mueca de desprecio.
Uno de ellos era tío de sir Henry Ashton.
Dentro de la casa, en la zona donde vivía la servidumbre, los criados a
medio vestir hablaban en voz baja. La anciana señora Leaf lloraba y se
retorcía las manos. Francis estaba tan pálido como un muerto.
Transcurrido un cuarto de hora aproximadamente, el ayuda de cámara
tomó consigo al cochero y a uno de los lacayos y subió en silencio las escaleras.
Los golpes en la puerta no obtuvieron contestación. Y todo siguió
en silencio cuando llamaron a su amo de viva voz. Finalmente, después
de tratar en vano de forzar la puerta, salieron al tejado y

descendieron hasta el balcón. Una vez allí entraron sin dificultad: los
pestillos eran muy antiguos.
En el interior encontraron, colgado de la pared, un espléndido retrato
de su señor tal como lo habían visto por última vez, en todo el esplendor
de su juventud y singular belleza. En el suelo, vestido de etiqueta, y con
un cuchillo clavado en el corazón, hallaron el cadáver de un hombre mayor,
muy consumido, lleno de arrugas y con un rostro repugnante. Sólo
lo reconocieron cuando examinaron las sortijas que llevaba en los dedos.

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