Otoño
Una
tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tramway, cuando el
coche se detuvo un momento más del conveniente, y aquél, que leía,
volvió al fin la cabeza. Una mujer con lento y difícil paso avanzaba.
Tras
una rápida ojeada a la incómoda persona, reanudó la lectura. La dama se
sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a Nébel. Este, aunque
sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió
su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.
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— Ya me parecía que era usted -exclamó la dama- aunque dudaba aún... No me recuerda, ¿no es cierto?
—
Sí -repuso Nébel abriendo los ojos- la señora de Arrizabalaga... Ella
vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata
aún de parecer bien a un muchacho.
De
ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los ojos,
aunque más hundidos, y apagados ya. El cutis amarillo, con tonos
verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los
pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían
ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía
viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las
arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto, a la
elegante mujer que un día hojeó la Illustration a su lado.
—
Sí, estoy muy envejecida... y enferma; he tenido ya ataques a los
riñones... y usted -añadió mirándolo con ternura- ¡siempre igual! Verdad
es que no tiene treinta años aún... Lidia también está igual. Nébel
levantó los ojos:
— ¿Soltera?
— Sí... ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?
— Con mucho gusto -murmuró Nébel.
— Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para... En fin, Boedo, 1483; departamento 14... Nuestra posición es tan mezquina...
—
¡Oh! -protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto. Doce
días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su
promesa. Fué allá -un miserable departamento de arrabal.- La señora de
Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.
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—
¡Conque once años! -observó de nuevo la madre.- ¡Cómo pasa el tiempo!
¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!
— Seguramente -sonrió Nébel, mirando a su rededor.
—
¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su
casa... Siempre oigo hablar de sus cañaverales... ¿Es ese su único
establecimiento?
— Sí,... en Entre Ríos también...
— ¡Qué feliz! Si pudiera uno... Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!
Se
calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este con el corazón apretado,
revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.
— Y todo esto por falta de relaciones... ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones!
El
corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró. Estaba
también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de
los catorce años, no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis.
Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en la mansa tranquilidad
de su mirada, en su cuello mórbido, y en todo lo indefinible que
denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para
siempre, el recuerdo de la Lidia que conoció. Hablaron de cosas muy
triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Cuando ella
salió de nuevo un momento, la madre reanudó:
—
Sí, está un poco débil... Y cuando pienso que en el campo se repondría
en seguida... Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe
que lo he querido como a un hijo... ¿No podríamos pasar una temporada en
su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!
— Soy casado--repuso Nébel.
La
señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su
decepción fué sincera; pero en seguida cruzó sus manos cómicas:
—
¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya
sabe!... No sé lo que digo... ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?
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— Sí, generalmente... Ahora está en Europa.
—
¡Qué desgracia! Es decir... ¡Octavio! -añadió abriendo los brazos con
lágrimas en los ojos:- a usted le puedo contar, usted ha sido casi mi
hijo... ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que
vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre -concluyó
con una pastosa sonrisa y bajando la voz:- usted conoce bien el corazón
de Lidia, ¿no es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permaneció callado.
— ¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido?
Ahora
había reforzado su insinuación con una leve guiñada. Nébel valoró
entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre
la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y
la pobreza. Y Lidia... Al verla otra vez había sentido un brusco golpe
de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el
tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara
conquista que le deparaba el destino.
—
¿No sabes, Lidia? -prorrumpió alborozada, al volver su hija- Octavio
nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de las cejas y recuperó su serenidad.
— Muy bien, mamá...
— ¡Ah! ¿no sabes lo qué dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi de su familia...
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con dolorosa gravedad.
— ¿Hace tiempo? -murmuró.
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