Invierno
No
hicieron el viaje junto, por último escrúpulo de casado en una línea
donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron en el brec
de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su
servicio doméstico más que a una vieja india, pues -a más de su propia
frugalidad- su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este
modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y
su hija, que venían a recobrar la salud pérdida.
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Nada
más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente.
Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en su facies
angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a
ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver
viviente.
Nébel,
que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente
para prever una rápida catástrofe; el riñon, íntimamente atacado, tenía a
veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir más, había mirado a Nébel con transida angustia:
—
Si me permite, Octavio... ¡no puedo más! Lidia, ponte delante. La hija,
tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crugido de la
ropa violentamente recogida para pinchar el muslo. Súbitamente los ojos
se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una máscara aquella
cara agónica.
— Ahora estoy bien... ¡qué dicha! Me siento bien.
— Debería dejar eso -dijo rudamente Nébel, mirándola de costado.- Al llegar, estará peor.
— ¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.
Nébel
pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible
sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer
la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar las uñas,
el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.
Comieron
temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No
hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.
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—
¡Huy! ¡Qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los
últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?
Lidia
no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del
café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya
en seguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.
— ¡Quién es! -sonó de pronto la voz azorada.
— Soy yo -murmuró Nébel en voz apenas sensible.
Un
movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente
en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero
cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo tibio, el cuerpo
tembló entonces en una honda sacudida.
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Sintió
entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a su
vez recordaría... Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra,
regando como una tumba el abominable fin de su único sueño de felicidad.
II
Durante
diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el
día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas
veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces
largo tiempo callados.
Lidia
tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al
fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aún a
trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la
morfina. Pero se abstuvo una mañana que entró bruscamente en el
comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba precipitadamente las
faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada
espantada.
— ¿Hace mucho tiempo que usas eso?--le preguntó él al fin.
— Sí -murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Si
embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia
terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de
matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada,
sustrayéndole la droga.
— ¡Octavio! ¡me va a matar! -clamó ella con ronca súplica.- ¡Mi hijo Octavio! ¡no podría vivir un día!
— ¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso! -cortó Nébel.
— ¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con Lidia.
— ¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
— Sí... Los médicos me habían dicho...
El la miró fijamente.
— Es que está mucho peor de lo que imaginas.
Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los labios en un casi sollozo.
— ¿No hay médico aquí? -murmuró.
— Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.
— ¿Noticias? -preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él.
— Sí -repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
— ¿Del médico? -volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
— No, de mi mujer -repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.
A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.
— ¡Octavio! ¡Mamá se muere!...
Corrieron
al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro.
Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos
se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
— Pla... pla... pla...
Nébel vio en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.
— ¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto? -preguntó.
—
¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido... Seguramente lo fue a
buscar a tu cuarto cuando no estabas... ¡Mamá, pobre mamá!--cayó
sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.
Nébel
la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los
labios callaron su pla... pla, y en la piel aparecieron grandes manchas
violeta.
A
la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó
que Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las
valijas en el carruaje.
— Toma esto -le dijo cuando se aproximó a él, tendiéndole un cheque de diez mil pesos.
Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada.
— ¡Toma, pues! -repitió sorprendido.
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Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel se inclinó sobre ella.
— Perdóname -le dijo.- No me juzgues peor de lo que soy.
En
la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del
vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le
tendió la mano y se dispuso a subir. Nébel la oprimió, y quedó un largo
rato sin soltarla, mirándola. Luego, avanzando, recogió a Lidia de la
cintura y la besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía.
Pero Lidia no se asomó.
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