lunes, 24 de enero de 2011

CAPÍTULO X

El comienzo de mi vida de ermitaño ha sido poco venturoso. ¡Cuatro semanas enfermo, tosiendo constantemente! ¡Oh, estos implacables vientos y estos sombríos cielos del Norte! ¡Oh, los intransitables senderos y los calmosos médicos rurales! Pero peor que todo, incluso que la privación de todo semblante humano en torno mío, es la conminación de Kenneth de que debo permanecer en casa, sin salir, hasta que empiece el buen tiempo...

Heathcliff me ha hecho el honor de visitarme. Hace siete días me envió un par de guacos, que, al parecer, son los últimos de la estación. El muy villano no está exento de responsabilidades en mi enfermedad, y no

me faltaban deseos de decírselo, pero, ¿cómo ofender a un hombre que tuvo la bondad de pasarse una hora a mi cabecera hablándome de cosas que no son medicamentos? Su visita constituyó para mí un grato paréntesis en mi enfermedad.

Todavía estoy demasiado débil para leer. ¿Por qué, pues, no pedir a la señora Dean que continúe relatándome la historia de mi vecino? La dejamos en el momento en que el protagonista se había fugado y en que la heroína se casaba. Voy a llamar a mi ama de llaves: seguramente le agradará que charlemos.

La señora Dean acudió.

-De aquí a veinte minutos le corresponde tomar la medicina, señor -dijo. -¡Déjeme de medicinas! Quiero...

-Dice el doctor que debe usted suspender los polvos...

-¡Encantado! Siéntese. No acerque los dedos a esa odiosa hilera de frascos. Saque la costura y continúe relatándome la historia del señor Heathcliff desde el punto en que la suspendió el otro día. ¿Concluyó su educación en el continente y volvió hecho un caballero? ¿O bien emigró a América y alcanzó una posición exprimiendo la sangre de los naturales de aquel país? ¿O es que se enriqueció más deprisa dedicándose a salteador de caminos?

-Quizá hiciera un poco de todo, señor Lockwood, pero no puedo garantizárselo. Como antes le dije, no sé cómo ganó dinero, ni cómo se las arregló para salir de la ignorancia en que había llegado a caer. Si le parece, continuaré explicándole a mi modo, si cree usted que no se fatigará y qué encontrará en ello algún entretenimiento. ¿Se siente usted mejor hoy?

-Mucho mejor.

-Cuánto me alegro.

Catalina y yo nos trasladamos a la «Granja de los Tordos», y ella comenzó portándose mejor de lo que yo esperaba, lo que me sorprendió bastante. Parecía hallarse enamoradísima del señor Linton, y también demostraba mucho afecto a su hermana. Verdad es que ellos eran muy buenos para con Catalina. Aquí no se trataba del espino inclinándose hacia la madreselva, sino de la madreselva abrazando al espino. No es que los unos se hiciesen concesiones a los otros, sino que ella se mantenía en pie y los otros se inclinaban.

¿Quién va a demostrar mal genio cuando no encuentra oposición en nadie? Porque bien se veía que Eduardo temía horrorosamente verla irritada.

Procuraba disimularlo ante ella, pero si me oía contestarle destempladamente, o notaba ofenderse a algún sirviente cuando recibía alguna orden imperiosa de su mujer, expresaba su descontento con un fruncimiento de cejas que no era corriente en él cuando se trataba de cosas que le afectasen personalmente. A veces me reprendía mi acritud, diciéndome que el ver disgustada a su esposa le producía peor efecto que recibir una cuchillada. Procuré dominarme, a fin de no contrariar a un amo tan bondadoso. En seis meses, la pólvora, al no acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan inofensiva como si fuese arena. Eduardo respetaba los accesos hipocondriacos que invadían de vez en cuando a su esposa, y los atribuía a un cambio producido en ella por la enfermedad, ya que antes no los había padecido nunca. Y cuando ella se recobraba, ambos eran perfectamente felices y para su marido parecía que hubiera lucido el sol por primera vez.

Pero aquello se acabó. La verdad es que cada uno debe mirar por sí mismo. Precisamente los buenos son más egoístas que los dominantes. Y aquella dicha tuvo su fin cuando una de las partes se apercibió de que no era el objeto de los desvelos de la otra. En una tarde serena de septiembre yo volvía del huerto con un cesto de manzanas que acababa de recoger.

La tarde oscurecía ya y la luna brillaba por encima de la tapia del corral pintando vagas sombras en los salientes de la fachada del edificio. Yo dejé el cesto en los peldaños de la escalera de la cocina y me pare un momento para aspirar el aire tranquilo y suave. Mientras miraba la luna, oí tras de mi una voz que preguntaba:

-Elena, ¿eres tú?

El acento profundo de aquella voz no me era desconocido del todo. Me volví para ver quien hablaba, algo desconcertada, ya que la puerta estaba cerrada y no había visto aproximarse a nadie a la escalera. En el portal distinguí una silueta. Acercándome, hallé un hombre alto y moreno, con un traje negro. Estaba apoyado en la puerta y tenía puesta la mano en el picaporte, como para abrir.

«¿Quién será? -pensé-. No es la voz del señor Earnshaw.»

-He pasado una hora esperando -me dijo-, quieto como un muerto. No me atrevía a entrar. ¿Es que no me conoces? ¡No soy un extraño para ti!

La luz de la luna iluminó sus facciones. Tenía las mejillas lívidas y negras patillas las adornaban. Sus cejas eran sombrías y sus ojos profundos, inconfundibles. Yo recordaba muy bien la expresión de aquellos ojos.

-¡Oh! -exclamé, levantando las manos con sorpresa, y aún dudando de si debía considerarle como a un visitante corriente-. ¿Es posible que sea usted?

-Sí, soy Heathcliff -respondió dirigiendo la vista a las ventanas, en las que se reflejaba la luna, pero de las que no salía ninguna luz-. ¿Están en casa? ¿Está Catalina? ¿No te satisface verme, Elena? No te asustes. Ea, dime si ella está aquí. Necesito hablar a tu señora. Anúnciale que una persona de Gimmerton desea visitarla.

-No sé lo que le parecerá -dije-. Estoy asombrada. Esto le va a hacer perder la cabeza. Sí; usted es Heathcliff... ¡Pero qué cambiado está! Me parece imposible. ¿Ha sido usted soldado?

-¡Anda, anda! -me interrumpió impacientemente-. ¡Estoy que no vivo!

Entré, pero al llegar al salón donde estaban los señores me quedé parada sin saber qué decir. Al fin les pregunté, como pretexto, si querían que encendiese la luz, y, sin esperar su respuesta, abrí la puerta.

Se hallaban junto a una ventana abierta desde la que se veían los árboles del jardín, las incultas frondas del parque, el valle de Gimmerton cubierto por la bruma... «Cumbres Borrascosas» se alzaba al fondo, sobre la neblina. El edificio no se veía, pues está construido en la otra ladera de la colina. El paisaje, la habitación y los que había en ella estaban sumidos en una portentosa paz. Me era muy violento dar el recado, y ya principiaba a iniciar la marcha sin transmitirlo, cuando un impulso de demencia me hizo volverme y anunciar:

-Hay ahí una persona de Gimmerton que desea verla, señora.

-¿Qué desea?

-No se lo he preguntado -respondí.

-Bueno. Corre las cortinas y trae el té. Enseguida vengo.

Salió de la habitación y el señor me preguntó que quién había venido.

-Una persona que la señora no esperaba -dije-. Heathcliff, ¿no se acuerda? Aquél que vivía en casa del señor Earnshaw.

-¡Ah, el gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo, pues, no le has dicho a Catalina quién era?

-No le llame por esos nombres, señor -le rogué-, porque ella se enfadaría si le oyera. Cuando se fue, estuvo muy disgustada. Seguramente se alegrará de verle.

El señor Linton se asomó a una ventana que daba al patio y gritó a su mujer.

-Haz entrar a ese visitante.

Oí rechinar el picaporte, y Catalina subió velozmente, sofocada, y con una excitación tal, que hasta borraba de su rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía por su exaltación que le había ocurrido una tremenda desgracia.

-¡Eduardo, Eduardo! -exclamó, jadeante-. ¡Eduardo, querido mío, Heathcliff ha vuelto! -Y le abrazaba hasta casi ahogarle.

-Bien, bien -repuso su esposo, un poco mohíno-. No creo que por eso hayas de estrangularme. No me parece que ese Heathcliff sea un tesoro tan valioso. ¡No es como para volverse locos porque haya vuelto!

-Recuerdo que no te simpatizaba mucho -contestó Catalina-. Pero habéis de ser amigos ahora, aunque sólo sea por mí. ¿Le digo que pase?

-¿Al salón?

Pues adónde va a ser? -contestó ella.

Él algo molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la cocina. Catalina le miró, contrariada.

-No -dijo-. No voy a estar yo en la cocina. Elena: trae dos mesas... Una para el señor y la señorita Isabel, que son nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que somos plebeyos. ¿Te parece bien, querido? ¿O prefieres que le reciba en otra parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me parece mentira tanta felicidad!

Iba a volver a salir, pero Eduardo la detuvo.

-Hazle subir -me ordenó-, y tú, Catalina, alégrate, si quieres, pero no hagas absurdidades. No hay por qué dar el espectáculo de recibir a un criado huido como a un hermano.

Bajé y encontré a Heathcliff esperando en el portal a que le mandaran subir. Me siguió en silencio, y le conduje a presencia de los amos, cuyas encendidas mejillas delataban la reciente discusión. La señora se ruborizó más aún, corrió hacia Heathcliff, le cogió las manos, e hizo que Linton y él se las estrechasen a regañadientes. A la luz de la lumbre y de las bujías, me asombró más aún la transformación de Heathcliff.

Se había convertido en un hombre, alto, atlético y bien constituido. Mi amo parecía un mozalbete a su lado.

Viendo su erguido continente, se pensaba que debía haber servido en el ejército. Su semblante mostraba una expresión más firme y resuelta que el señor Linton, dejaba transparentar inteligencia y no conservaba huella alguna de su antigua inferioridad. En sus cejas fruncidas y en el negro fulgor de sus ojos persistía su natural fiereza, pero refrenada. Sus modales eran dignos y sobrios, aunque no graciosos. Mi amo quedó, al notar todo aquello, tan estupefacto como yo misma. Estuvo un momento indeciso, sin saber cómo dirigirse a él. Heathcliff dejó caer la mano y esperó hasta que Linton optó por hablarle.

-Siéntese -dijo, al fin-. Mi mujer, recordando los viejos tiempos, me ha pedido que le reciba con cordialidad.

No hay que decir que cuanto a ella le satisface, me complace a mí.

-Lo mismo digo -repuso Heathcliff-. Estaré con mucho gusto aquí una o dos horas.

Catalina no le quitaba la vista de encima, como si temiese que se desvaneciera- cuando dejara de contemplarle. Heathcliff sólo la miraba de vez en cuando y en sus ojos se pintaba el placer que le producía el volver a ver a su amiga. Estaban tan satisfechos, que ni siquiera les quedaba lugar para sentirse turbados.

El señor Linton, al contrario, palidecía cada vez mas, y su enojo llegó al extremo cuando su mujer se puso en pie, cruzó la habitación, cogió las manos de Heathcliff y comenzó a reír.

-Mañana pensaré haber soñado -exclamó-. Me parecerá imposible haberte visto, tocado y oído otra vez.

Ni te merecías esta acogida, Heathcliff. ¡En tres años de ausencia, nunca te has acordado de mí!

-Más de lo que tú hayas pensado en mí, Catalina. Hace poco supe de tu matrimonio, y entonces, Mientras esperaba abajo, sólo tenía un pensamiento: verte, contemplar tu mirada de sorpresa y de acaso fingido placer, arreglar las cuentas que tengo pendientes con Hindley y quitarme de en medio por mis propias manos. La manera que has tenido de recibirme ha disipado estas ideas en mi, pero procura no recibirme la próxima vez de otro modo. Mas no... Creo que no me despedirás otra vez. ¿Te disgustó mi ausencia realmente? Había motivos. Desde que me separé de ti he vivido tristemente. Perdóname... ¡Todo lo he hecho por ti!

-Haz el favor de sentarte, Catalina, porque de lo contrario vamos a tomar el té frío -dijo el señor Linton, que se esforzaba por dominarse-. Doquiera que el señor Heathcliff vaya a pasar esta noche, tendrá seguramente que andar mucho, y yo, por mi parte, siento sed.

Catalina se sentó, vino Isabel, y yo me retiré. La colación no duró más de diez minutos. La señora no probó el bocado y Eduardo tampoco. El visitante no estuvo más de una hora. Cuando salió, le pregunté si se iba a Gimmerton.

-Voy a «Cumbres Borrascosas» -repuso-. El señor Earnshaw me invitó cuando estuve esta tarde a visitarle.

¡De manera que había visitado al señor Earnshaw y éste le había invitado! Acaso Heathcliff había adquirido hábitos hipócritas y regresaba con el propósito de actuar perversamente, pero de una forma disimulada y pérfida. Tuve el presentimiento de que hubiera sido preferible que permaneciera lejos de nosotros.

A medianoche la señora Linton vino a mi alcoba, se sentó junto a mi lecho y me tiró del cabello.

-No puedo dormirme, Elena -me dijo como explicación-. Siento la necesidad de que alguien comparta mi dicha. Eduardo está apenado porque me alegro de una cosa que no le interesa, se niega a hablar y no dice más que tonterías y cosas rencorosas, y me trata de cruel porque quiero hablarle de esto cuando se encuentra, segun él, cansado y muerto de sueño. Dice que se siente mal: en cuanto algo le contraría siempre sale con lo mismo. Le hice algunos elogios de Heathcliff, y entonces, o por envidia o porque en realidad le duela la cabeza, se ha puesto a llorar. Me he levantado y me he ido.

-No debía usted elogiar a Heathcliff en presencia suya -contesté-. Ya sabe que de muchachos se odiaban.

Tampoco a Heathcliff le hubiera agradado oír elogios de su esposo. Los hombres son así. No hable usted a su esposo de Heathcliff, a no ser que quiera usted provocar un choque entre ellos.

-Eso es signo de inferioridad -dijo Catalina-. Yo no envidio el rubio cabello de Isabel, ni su piel blanca, ni el cariño que toda la familia siente hacia ella. Cuando discuto por algo con Isabel, tú te pones de parte suya, y yo cedo en todo, como una madre débil y condescendiente. A su hermano le gusta que seamos buenas amigas, y a mí también. Pero son dos niños mimados, que se figuran que el mundo ha sido creado para complacerles. Yo trato de complacerles, sí, pero no dejo de pensar que les sentaría bien una lección.

-Está usted en un error, señora Linton -dije-: son ellos los que procuran complacerla a usted. Me consta lo que pasaría en caso contrario. Ellos podrán tener algún capricho, pero en cambio no hacen más que amoldarse a todos sus deseos. Y desee usted, señora, que no se presente ninguna ocasión de probar su carácter, porque si llega el caso, ésos que usted supone inferiores y débiles demostrarán tanta energía como usted misma.

-Si es así lucharemos hasta la muerte, ¿no? -repuso Catalina, echándose a reír-. Tengo tanta confianza en el amor de Eduardo, que creo que podría hasta matarle sin que él se defendiese.

Yo entonces le aconsejé que estimara aquel cariño en cuanto valía.

-Ya lo estimo -dijo-, pero él no debería romper en lágrimas por pequeñeces. Eso es una niñería. Cuando le he dicho que Heathcliff merecía ahora el respeto de todos y que cualquiera se honraría con su amistad, ha debido mostrarse conforme conmigo. Tiene que habituarse a él y hasta podría llegar a apreciarle. Heathcliff se portó bien con él, si tenemos en cuenta los motivos que tiene para no sentir simpatía hacia su persona.

-¿Qué opina de su visita a «Cumbres Borrascosas»? -pregunté-. Al parecer, se ha corregido en todo y perdona a sus enemigos, como buen cristiano.

-Estoy tan admirada como tú -respondió ella-. Según él ha explicado, fue allí para preguntar por mí, pensando que tú continuarías viviendo en la casa. José se lo dijo a Hindley, y éste salió y comenzó a hacerle preguntas sobre su vida. Luego le mandó pasar. Había varias personas jugando a las cartas y Heathcliff tomó parte en el juego. Mi hermano le ganó algún dinero y viendo que lo tenía en abundancia le pidió que volviese de nuevo. Hindley es tan abandonado que no comprenderá la imprudencia que comete buscando la amistad de aquél a quien tanto ha ofendido. Heathcliff dice que accede a reanudar las relaciones con mi hermano para poder verme con más frecuencia de lo que le sería posible si viviese en Gimmerton. Piensa pagar bien los gastos de su estancia en «Cumbres Borrascosas» y esto satisfará a mi hermano, que es tan codicioso, a pesar de que cuanto coge con una mano lo tira con la otra.

-Mal sitio es para vivir un joven -dije-. ¿No teme usted las consecuencias, señora Linton?

-Para mi amigo, no. Es lo bastante precavido para librarse de todo riesgo. Si algo temo es por Hindley, pero tan bajo ha caído moralmente, que dudo que pueda descender más. Respecto a daño físico, yo medio entre ambos. La vuelta de Heathcliff me ha reconciliado con Dios y con los hombres. ¡He sufrido mucho, Elena! Si él comprende cuánto, sentirá vergüenza de ensombrecer mi alegría con sus rencores. Y todo lo he soportado por cariño hacia él. Pero ya pasó. En adelante, estoy dispuesta a resistirlo todo. Si el más ínfimo de los seres me diese un bofetón en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra, sino que le pediría, además, que me perdonase. Y, para demostrarlo, voy ahora mismo a hacer las paces con Eduardo. Buenas noches. ¡Soy tan buena como un ángel!

Se marchó, pues, muy contenta de sí misma, y a la mañana siguiente quedó evidente el resultado de su decisión. Eduardo, aunque algo violento aún por la excesiva animación de Catalina, había cejado en su enfado, y hasta consintió en que ella fuese aquella tarde con Isabel a «Cumbres Borrascosas». Ella, en cambio, le demostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la casa durante varios días fue un verdadero paraíso.

Heathcliff -en realidad debo decir ya el señor Heathcliff- era discreto al principio en las visitas que hacía a la «Granja de los Tordos», como si midiese hasta donde podía llegar con su presencia sin incomodar al señor. Catalina, a su vez, trató de moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él y así consiguió Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter reservado que le distinguía desde la infancia le permitía reprimir la exteriorización de su afecto. Mi amo se sosegó momentáneamente. Pero pronto había de encontrar otros motivos de inquietud.

El nuevo manantial de sus pesadumbres fue el amor que de repente sintió Isabel Linton hacia Heathcliff.

Isabel era una hermosa muchacha de dieciocho años, de traza muy infantil, muy inteligente y también de genio muy violento, si se la irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado cuando notó sus sentimientos. Aparte de la bajeza que suponía un matrimonio con un hombre basto y la posibilidad de que sus bienes, si no tenía hijos, pasaran a manos de aquel personaje, el amo se daba cuenta de que, en el fondo, el carácter de Heathcliff, pese a las apariencias, no había variado. Y temblaba ante la idea de entregarle a Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de Heathcliff, aunque en verdad Isabel se había enamorado espontáneamente, sin que Heathcliff la correspondiera.

Hacía tiempo que todos veníamos notando que un secreto disgusto consumía a la señorita Isabel. Se hizo huraña y susceptible, y con cualquier motivo reñía con Catalina, a riesgo de acabar con la poca paciencia de su cuñada. Al principio supimos que no estaba bien de salud, ya que la veíamos adelgazar y decaer ostensiblemente. Pero al fin, un día se manifestó impertinente hasta el colmo. Se negó a tomar el desayuno, diciendo que los criados no la obedecían, que Eduardo no se ocupaba de ella y que Catalina la tenía cohibida. Añadió que se había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las puertas abiertas expresamente para molestarla, y aún dijo varias vaciedades más. En respuesta, la señora Linton le mandó que se acostara y la amenazó con llamar al médico. Al oír hablar de Kenneth, la joven contestó en el acto que disfrutaba de una excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que le hacía sufrir.

-¿Qué soy dura contigo, niña mimada? -dijo la señora-. ¿Cuándo he sido dura contigo?

-Ayer.

-¿Ayer? -exclamó su cuñada-. ¿Cuándo?

-Cuando salimos a pasear con el señor Heathcliff me dijiste que podía irme adonde quisiera, para quedarte sola con él..

-¿Y a eso le llamas dureza? Era una indirecta para que nos dejaras solos, porque nuestra conversación no era interesante para ti -dijo Catalina, riendo.

-No -repuso la joven-. Querías que me fuera porque sabías que me agradaba estar allí.

-¿Se habrá vuelto loca? -me dijo la señora Linton-. Voy a repetir nuestra conversación palabra por palabra, Isabel, y luego me dirás qué interés podía ofrecerte.

-No me interesaba la conversación -repuso Isabel-. Me interesaba estar con...

-¿Con ... ? -interrogó Catalina.

-Con él, y por eso me obligaste a marchar -repuso Isabel-. Tú obras como el perro del hortelano, Catalina, y no puedes soportar que amen a nadie más que a ti misma.

-Eres una impertinente -dijo la señora Linton-. No puedo creer en tanta idiotez. ¿Es posible que desees que Heathcliff te admire y que le consideres un hombre agradable? Supongo que no...

-Le amo más de lo que tú puedas amar a Eduardo -contestó la muchacha- y estoy segura de que él me amaría si tú no te mezclaras entre ambos.

-¡Ni por un reino quisiera estar en tu caso! -dijo Catalina-. Elena, ayúdame a hacerle comprender que está loca. Dile, dile quién es Heathcliff: un ser rebelde, sin cultura, sin refinamiento, un campo árido cubierto de abrojos y piedras. Más capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del parque un día de invierno, que aprobar que te enamores de Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te ha metido en la cabeza porque no le conoces. Atiende: no te figures que oculta tesoros de bondad y ternura bajo una apariencia tosca. No imagines que es un diamante en bruto o la ostra que contiene una perla, no. Es un hombre implacable y sanguinario como un lobo. Yo jamás le digo que deje tranquilos a éste o a aquel de sus enemigos en nombre del daño que podrá causarles, sino en nombre de mi voluntad. Si te unieses a él, Isabel, y encontrara que le estorbas, te pisotearía como si fueses un huevo de gorrión. Es absolutamente incapaz de casarse contigo sino es por tu fortuna y por lo que puedes llegar a tener. El vicio que le domina ahora es el amor del dinero. Te lo he retratado tal como es. Fíjate en que soy amiga suya, y en que si él realmente hubiera pensado en casarse contigo, puede que yo no hubiera dicho nada, para que cayeras en sus redes.

Pero la señorita Linton miró con indignación a su cuñada.

-¡Qué vergüenzal --exclamó-. ¡Eres muchísimo peor que veinte enemigos, pérfida amiga!

-¿No me crees? ¿Te figuras que hablo así por egoísmo?

-Estoy segura -repuso Isabel-, y me horroriza verte.

-Está bien -contestó Catalina-. Yo te he dicho lo que debía. Ahora haz lo que quieras.

-¡Cuánto egoísmo tengo que aguantar! -exclamó Isabel llorando, cuando su cuñada salió de la habitación-. Todos están contra mí. Ella ha procurado truncar mi última esperanza. Pero ha mentido, ¿verdad, Elena? El señor Heathcliff es un alma digna y sincera y no un demonio. De lo contrario, no hubiera vuelto a acordarse de Catalina.

-No se acuerde más de él, señorita -le aconsejé-. El señor Heathcliff es un pajaro de mal agüero: no le conviene a usted. No puedo negar que es verdad cuanto ha dicho la señora Linton. Ella lo conoce mejor que yo y que nadie, y jamás le hubiera pintado más malo de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus actos. Y él, ¿cómo se ha enriquecido? ¿Qué hace en «Cumbres Borrascosas», en donde vive el hombre a quien odia? Se asegura que el señor Earnshaw marcha cada vez peor desde que vino Heathcliff. Los dos se pasan la noche en vela. Hindley ha hipotecado todas sus tierras y no hace más que jugar y beber. Supe esto hace una semana: me lo contó José, a quien encontré en Gimmerton. Me dijo: «Vamos a acabar viendo al juzgado en casa, Elena. El uno antes se dejaría cortar un dedo que ayudar al otro a salir del pantano en que se hunde más cada vez. Y éste es el amo, Elena. Y la cosa avanza deprisa. No teme ni a la justicia, ni a San Juan, ni a San Pedro, ni a nadie. Al contrario: se ríe de ellos. Y, ¿qué me dices del tal Heathcliff? ¡Ya puede reírse, ya, de ese juego diabólico! ¿No os cuenta, cuando os visita, la buena vida que se da entre nosotros?

Pues se levantan al atardecer, cierran las ventanas, juegan y beben brandy hasta el mediodía del día siguiente. Entonces, aquel loco se marcha a su alcoba jurando, y el otro miserable se guarda los dineros, duerme, se harta de comer y después va a divertirse con la mujer de su vecino. Por supuesto que cuenta a doña Catalina cómo se está hinchando la bolsa con el dinero del amo que en paz descanse. Hindley se precipita por el camino de perdición, a lo que él le estimula cuanto puede.» José, señorita Isabel, es un viejo bribón, pero no un mentiroso, y, ¿verdad que, si su relato sobre Heathcliff es cierto, usted no se casaría jamás con un hombre así?

-No te quiero oír, Elena -me contestó Isabel-. Te has puesto de acuerdo con los demás... ¡Con qué malevolencia tratáis todos de convencerme de que no hay dicha posible en el mundo!

No sé si hubiera llegado a dominar su capricho o no, porque tuvo poco tiempo para reflexionar sobre él.

Al día siguiente se celebró un juicio en la villa cercana, y mi amo tuvo que asistir. Heathcliff, enterado de ello, nos visitó más temprano que de costumbre. Catalina e Isabel estaban en la biblioteca y permanecían calladas, mirándose con hostilidad. Isabel estaba alarmada por la indiscreta revelación que había hecho, y Catalina realmente ofendida contra su cuñada, de la que se burlaba, pero a la que no quería permitir que se burlase de ella a su vez. Cuando vio por la ventana que llegaba Heathcliff, se alegró. Yo estaba limpiando la chimenea y descubrí en sus labios una maligna sonrisa. Isabel, absorta en sus reflexiones o en la lectura, no percibió a Heathcliff hasta que éste entró y cuando ya era tarde para irse, lo que hubiera hecho sin duda de buena gana.

-Llegas en momento oportuno -exclamó jovialmente la señora, acercándole una silla-. Aquí tienes a dos mujeres necesitadas de un tercero que rompa el hielo que se ha establecido entre ellas. Heathcliff: me enorgullezco de haber encontrado a alguien que aún te quiere mas que yo. Sin duda te sentirás halagado.

No, no es Elena, no la mires... Se trata de mi pobre cuñadita, a la que se le parte el corazón sólo con verte.

¡En tus manos está llegar a ser hermano de Eduardo! ¡No te vayas, Isabel! -exclamó, sujetando a la joven que, indignada, quería marcharse-. Nos peleábamos por ti como gatas, Heathcliff, y me ha vencido en nuestro torneo de alabanzas y de admiraciones. Aún me ha dicho más, y es que si yo me separara de vosotros por un instante, te flecharía de tal modo, que tu alma quedaría eternamente unida a la suya, mientras que yo sería relegada al olvido.

-¡Catalina! -replicó Isabel, procurando apelar a toda su dignidad-. Te agradeceré que te atengas a la verdad, y que no te chancees de mí ni aun en broma. Señor Heathcliff. tenga la bondad de pedir a su amiga que me suelte. Ella olvida que usted y yo no somos amigos íntimos y que a mí me disgusta lo que le divierte a ella.

Pero el visitante no contestó. Tomó asiento, indiferente a la admiración que había despertado. Isabel se volvió a su cuñada y le rogó que la dejase libre.

-¡Quizá! -contestó la señora Linton-. No quiero que me llames otra vez el perro del hortelano. Tienes que quedarte. Heathcliff: ¿no te alegran mis agradables noticias? Isabel dice que el amor que Eduardo siente hacia mí no es nada en comparación al que siente ella hacia ti. Dijo algo parecido, ¿verdad, Elena? Y no ha querido comer desde que ayer le hice separarse de tu lado.

-Creo -dijo Heathcliff, volviéndose hacia ella- que no está de acuerdo contigo y que, al menos por ahora, no siente deseo alguno de estar a mi lado.

Y miró fijamente a Isabel con la expresión con que pudiera mirar a uno de esos extraños y repulsivos animales que se contemplan por su rareza a pesar de la repugnancia que producen. La jovencita no podía más. Enrojeció y palideció en el espacio de pocos segundos, y, al ver que no lograba soltarse de Catalina, esgrimió sus uñas y trazó en la piel de su cuñada varias sangrientas señales.

-¡Caramba, qué tigresa! -exclamó la señora Linton soltándola al sentir el dolor-. ¡Por amor de Dios, vete y que no te vea yo la cara! ¡Mira que mostrar tus garras a tu preferido ... ! ¡Eres tonta! ¿No comprendes lo que él pensará? Fíjate, Heathcliff, qué instrumentos de tortura. ¡Cuidado con los ojosl

-Le cortaría los dedos como osara amenazarme -respondió él brutalmente una vez que la joven hubo salido-. Pero, ¿por qué has atormentado a esa muchacha, Catalina? No hablabas en serio, ¿eh?

-Digo la verdad -repuso ella-. Está sufriendo por ti hace varias semanas. Esta mañana se puso irritada porque le conté todos tus defectos a fin de aminorar la pasión que siente hacia ti. No pienses más en ello.

Sólo me he propuesto castigarla por su insolencia. La quiero demasiado, Heathcliff, para dejarte que la caces y la devores.

-Y yo la quiero lo suficientemente poco para no proponérmelo -contestó él-, a no ser que lo hiciera para proceder con ella como un vampiro. Oirías cosas extraordinarias si yo viviera con esa asquerosa muñeca.

Lo habitual sería pintarle en la cara todos los colores del arco iris, ponerle negros cada dos días esos ojos azules tan odiosamente parecidos a los de su hermano.

-¡Pero si son encantadores! -le interrumpió Catalina-. Son ojos de paloma, ojos de ángel...

-Es la heredera de su hermano, ¿no? -preguntó él tras un corto silencio.

-Sentiría que lo fuese --contestó Catalina-. ¡Quiera el cielo que antes de que eso suceda, media docena de sobrinos lo hereden todo! No pienses en esto, y recuerda que codiciar los bienes de tu prójimo equivale, en este caso, a codiciar los míos.

-No serían menos tuyos si los tuviera yo -observó Heathcliff-. Pero aunque Isabel sea boba, no creo que sea tan loca como todo eso. Lo mejor es dejarlo, como tú dices.

No hablaron más de ello, y Catalina debió incluso olvidarlo. Pero el otro debió recordar aquello varias veces durante la tarde. Le vi sonreír sin motivo aparente y caer en una meditación de mal agüero cada vez que la señora Linton salía de la habitación.

Decidí vigilarle. Yo me sentía más inclinada al amo que a Catalina, ya que él era bueno y honrado. Es verdad que respecto a ella no podía decirse que no lo fuese, pero yo confiaba muy poco en sus principios y tenía muy poca simpatía hacia sus sentimientos. Deseaba con ansiedad algo que librase a la «Granja» y a la vez a «Cumbres Borrascosas» de la mala influencia de Heathcliff. Las visitas de éste eran una obsesión para mí. Y creo que también para el amo. Su estancia en «Cumbres Borrascosas» nos preocupaba extraordinariamente. Yo tenía la impresión de que Dios había abandonado allí en pleno extravío a la oveja descarriada, y que el lobo acechaba, atento, el momento oportuno para precipitarse sobre ella y destrozarla.

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