martes, 14 de agosto de 2012

DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS - Gabriel García Márquez -

CAPÍTULO UNO

Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritangas, desbarató tenderetes de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro personas que se le atravesaron en el camino.
 Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata a comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años.
Tenían instrucciones de no pasar del Portal de los Mercaderes, pero la criada se aventuró hasta el puente levadizo del arrabal de Getsemaní, atraída por la bulla del puerto negrero, donde estaban rematando un cargamento de esclavos  de  Guinea.  El  barco  de  la  Compañía  Gaditana  de  Negros  era esperado con alarma desde hacía una semana, por haber sufrido a bordo una mortandad inexplicable.
Tratando de esconderla habían echado al agua los cadáveres sin lastre. El mar de leva los sacó a flote y amanecieron en la playa desfigurados por la hinchazón y con una rara coloración solferina. La nave fue anclada en las afueras de la bahía por el temor de que fuera un brote de alguna peste africana, hasta que comprobaron que había sido un envenenamiento con fiambres manidos.
A la hora en que el perro pasó por el mercado ya habían rematado la carga sobreviviente, devaluada por su pésimo estado de salud, y estaban tratando de compensar las pérdidas con una sola pieza que valía por todas.
Era una cautiva abisinia con siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de caña en vez del aceite comercial de rigor, y de una hermosura tan perturbadora que parecía mentira.
Tenía la nariz afilada, el cráneo acalabazado, los ojos oblicuos, los dientes intactos y el porte equívoco de un gladiador romano. No la herraron en el corralón, ni cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la pusieron en venta por su sola belleza. El precio  que el gobernador pagó por ella, sin regateos y de contado, fue el de su peso en oro.
Era asunto de todos los días que los perros sin dueño mordieran a alguien mientras andaban correteando gatos o peleándose con los gallinazos por la mortecina de la calle, y más en los tiempos de abundancias y muchedumbres en que la Flota de Galeones pasaba para la feria de Portobelo. Cuatro o cinco mordidos en un mismo día no le quitaban el sueño a nadie, y menos con una herida como  la de Sierva María, que apenas si alcanzaba a notársele en el tobillo izquierdo. Así que la criada no se alarmó.
Ella misma le hizo a la niña una cura de limón y azufre y le lavó la mancha de sangre de los pollerines, y nadie siguió pensando en nada más que en el jolgorio de sus doce años.
Bernarda Cabrera, madre de la niña y esposa sin títulos del marqués de
asalduero, se había tomado aquella madrugada una purga dramática: siete granos de antimonio en un vaso de azúcar rosada.
Había sido una mestiza brava de la  llamada aristocracia de mostrador; seductora, rapaz, parrandera, y con una  avidez  de  vientre  para  saciar  un cuartel.
Sin embargo, en pocos años se había borrado del mundo por el abuso de la miel fermentada y las tabletas de cacao. Los ojos gitanos se le apagaron, se le acabó el ingenio, obraba sangre y arrojaba bilis, y el antiguo cuerpo de sirena se le volvió hinchado y cobrizo como el de un muerto de tres días, y despedía unas ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a los mastines. Apenas si salía de la  alcoba, y aun entonces andaba a la cordobana, o con un balandrán de sarga sin nada debajo que la hacía parecer más desnuda que sin nada encima.
Había hecho siete cámaras mayores  cuando regresó la criada que acompañó a Sierva María, y no le habló del mordisco del perro. En cambio, le comentó el escándalo del puerto por el negocio de la esclava. «Si es tan bella como dicen puede ser abisinia», dijo Bernarda. Pero aunque fuera la reina de Saba no le parecía posible que alguien la comprara por su peso en oro.
«Querrán decir en pesos oro», dijo.
«No», le aclararon, «tanto oro cuanto pesa la negra».
«Una esclava de siete cuartas no pesa menos de ciento veinte libras», dijo
Bernarda. «y no hay mujer ni negra ni blanca que valga ciento veinte libras de oro, a no ser que cague diamantes».
Nadie había sido más astuto que ella en el comercio de esclavos, y sabía que si el gobernador había comprado  a la abisinia no debía de ser para algo tan sublime como servir en su cocina.
En esas estaba cuando oyó las primeras chirimías y los petardos de fiesta, y enseguida el alboroto de los mastines enjaulados. Salió al huerto de naranjos para ver qué pasaba.
Don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero y señor del Darién, también había oído la música desde la hamaca de la siesta, que colgaba entre dos naranjos del huerto.
Era un hombre fúnebre, de la cáscara amarga, y de una palidez de lirio por la sangría que le hacían los murciélagos durante el sueño. Usaba una chilaba de beduino para andar por casa y un bonete de Toledo que aumentaba su aire de desamparo. Al ver a la esposa  como  Dios  la  echó  al  mundo  se anticipó a preguntarle:
« ¿Qué músicas son esas?»
«No sé», dijo ella. «¿A cómo estamos?»
El marqués no lo sabía. Debió de  sentirse de veras muy inquieto para preguntárselo a su esposa, y ella debía de estar muy aliviada de su bilis para haberle contestado sin un sarcasmo.
Se había sentado en la hamaca, intrigado, cuando se repitieron los petardos.
«Santo Cielo», exclamó. « ¡A cómo estamos!»
La casa colindaba con el manicomio  de mujeres de la Divina Pastora.
Alborotadas por la música y los cohetes, las reclusas se habían asomado a la terraza que daba sobre el huerto  de los naranjos, y celebraban cada explosión con ovaciones. El marqués les preguntó a gritos que dónde era la fiesta, y ellas lo sacaron de dudas. Era 7 de diciembre, día de San Ambrosio, Obispo, y la música y la pólvora tronaban en el patio de los esclavos en honor de Sierva María. El marqués se dio una palmada en la frente.
«Claro», dijo. «¿Cuántos cumple?»
«Doce», dijo Bernarda.
« ¿Apenas doce?», dijo él, tendido otra vez en la hamaca. «¡Qué vida tan lenta!»
La casa había sido el orgullo de la ciudad hasta principios del siglo. Ahora estaba arruinada y lóbrega, y parecía en estado de mudanza por los grandes espacios vacíos y las muchas cosas fuera de lugar. En los salones se conservaban todavía los pisos de mármoles ajedrezados y algunas lámparas de lágrimas con colgajos de telaraña. Los aposentos que se mantenían vivos eran frescos en cualquier tiempo por el espesor de los muros de calicanto y los muchos años de encierro, y más aun por las brisas de diciembre que se filtraban silbando por las rendijas. Todo estaba saturado por el relente opresivo de la desidia y  las tinieblas. Lo único que quedaba de las ínfulas señoriales del primer marqués eran los cinco mastines de presa que guardaban las noches.
El fragoroso patio de los esclavos, donde se celebraban los cumpleaños de Sierva María, había sido otra ciudad dentro de la ciudad en los tiempos del primer marqués. Siguió siendo así con  el heredero mientras duró el tráfico torcido de esclavos y de harina que Bernarda manejaba con la mano izquierda desde el trapiche de Mahates. Ahora todo esplendor pertenecía al pasado. Bernarda estaba extinguida  por su vicio insaciable, y el patio reducido a dos barracas de madera con techos de palma amarga, donde acabaron de consumirse los últimos saldos de la grandeza.
Dominga de Adviento, una negra de ley que gobernó la casa con puño de fierro hasta la víspera de su muerte, era el enlace entre aquellos dos mundos.
Alta y ósea, de una inteligencia casi clarividente, era ella quien había criado a Sierva María. Se había hecho católica sin renunciar a su fe yoruba, y practicaba ambas a la vez, sin orden ni concierto. Su alma estaba en sana paz, decía, porque lo que le faltaba en una lo encontraba en la otra. Era también el único ser humano que tenía  autoridad para mediar entre el marqués y su esposa, y ambos la complacían. 
Sólo ella sacaba a escobazos a los esclavos cuando los encontraba en descalabros de sodomía o fornicando con mujeres cambiadas en los aposentos vacíos. Pero desde que ella murió se escapaban de las barracas huyendo de los calores del mediodía, y andaban tirados por los suelos en cualquier rincón, raspando el cucayo de los calderos de arroz para comérselo, o jugando al macuco ya la tarabilla en la fresca de los corredores. En aquel mundo opresivo en el que nadie era libre, Sierva María lo era: sólo ella y sólo allí. De modo que era allí donde se celebraba la fiesta, en su  verdadera casa y con su verdadera familia.

No podía concebirse un bailongo más taciturno en medio de tanta música, con los esclavos propios y algunos  de otras casas de distinción que aportaban lo que podían. La niña se mostraba como era.
Bailaba con más gracia y más brío que los africanos de nación, cantaba con voces distintas de la suya en las diversas lenguas de África, o con voces de pájaros y animales, que los desconcertaban a ellos mismos. Por orden de Dominga de Adviento las esclavas más  jóvenes  le  pintaban  la  cara  con negro de humo, le colgaron collares de santería sobre el escapulario del bautismo y le cuidaban la cabellera que nunca le cortaron y que le habría estorbado para caminar de no ser por las trenzas de muchas vueltas que le hacían a diario.
Empezaba a florecer en una encrucijada de fuerzas contrarias. Tenía muy poco de la madre. Del padre, en cambio, tenía el cuerpo escuálido, la timidez irredimible, la piel lívida, los ojos de un azul taciturno, y el cobre puro de la cabellera radiante. Su modo de ser era tan sigiloso que parecía una criatura invisible. Asustada con tan extraña condición, la madre le colgaba un cencerro en el puño para no perder su rumbo en la penumbra de la casa.
Dos días después de la fiesta, y casi por descuido, la criada le contó a Bernarda que a Sierva María la había mordido un perro. Bernarda lo pensó mientras tomaba antes de acostarse  su sexto baño caliente con jabones fragantes, y cuando regresó al dormitorio ya lo había olvidado. No volvió a recordarlo hasta la noche siguiente porque los mastines estuvieron ladrando sin causa hasta el amanecer, y temió que estuvieran arrabiados.
Entonces fue con la palmatoria a las barracas del patio, y encontró a Sierva María dormida en la hamaca de palmiche indio que heredó de Dominga de Adviento. Como la criada no le había dicho dónde fue el mordisco, le levantó la sayuela y la examinó palmo a palmo, siguiendo con la luz la trenza de penitencia que tenía enroscada en el cuerpo como una cola de león. Al final encontró el mordisco: un desgarrón en el tobillo izquierdo, ya con su costra de sangre seca, y unas excoriaciones apenas visibles en el calcañal.
No eran pocos ni triviales los casos  de mal de rabia en la historia de la ciudad. El de más estruendo fue el  de un gorgotero que andaba por las veredas con un mico amaestrado cuyas maneras se distinguían poco de las humanas. El animal contrajo la rabia  durante el sitio naval de los ingleses, mordió al amo en la cara y escapó  a los cerros vecinos. Al desdichado saltimbanco lo mataron a garrote limpio en medio de unas alucinaciones pavorosas que las madres seguían cantando muchos años después en coplas callejeras para asustar a los niños.
Antes de dos semanas una horda de macacos luciferinos descendió de los montes a pleno día. Hicieron estragos en porquerizas y gallineros, e irrumpieron en la catedral aullando y ahogándose en espumarajos de sangre, mientras se celebraba el tedeum por la derrota de la escuadra inglesa. Sin embargo, los dramas, más terribles no pasaban a la historia, pues ocurrían entre la población negra, donde escamoteaban a los mordidos para tratarlos con magias africanas en los palenques de cimarrones.
A pesar de tantos escarmientos, ni blancos ni negros ni indios pensaban en la rabia, ni en ninguna de las enfermedades de incubación lenta, mientras no se revelaban los primeros síntomas irreparables. Bernarda Cabrera procedió con el mismo criterio. Pensaba que las fabulaciones de los esclavos iban más rápido y más lejos que las de los cristianos, y que hasta un simple mordisco de perro podía causar un daño a la honra de la familia. Tan segura estaba de sus razones, que ni siquiera le mencionó  el  asunto  al  marido,  ni  volvió  a recordarlo hasta el domingo siguiente, cuando la criada fue sola al mercado y vio el cadáver de un perro colgado de un almendro para que se supiera que había muerto del mal de rabia.
Le bastó una mirada para reconocer  el lucero en la frente y la pelambre cenicienta del que mordió a Sierva  María. Sin embargo, Bernarda no se preocupó cuando se lo contaron.
No había de qué: la herida estaba seca y no quedaba ni rastro de las escoriaciones.
Diciembre había empezado mal, pero pronto recuperó sus tardes de amatista y sus noches de brisas locas. La Navidad fue más alegre que en otros años por las buenas noticias de  España. Pero la ciudad no era la de antes. El mercado principal de esclavos se había trasladado a La Habana, y los mineros y hacendados de estos reinos de Tierra Firme preferían comprar su mano de obra de contrabando y a menor precio en las Antillas inglesas. De modo que había dos ciudades: una alegre y multitudinaria durante los seis meses que permanecían los galeones, y otra soñolienta en el resto del año, a la espera de que regresaran.
No volvió a saberse nada de los mordidos hasta principios de enero, cuando una india andariega conocida con el nombre de Sagunta tocó a la puerta del marqués a la hora sagrada de la siesta.  Era muy vieja, y andaba descalza a pleno sol con un bordón de carreto y envuelta de pies a cabeza  en una sábana blanca. Tenía la mala fama de ser remienda virgos y abortera, aunque la compensaba con  la buena de conocer secretos de indios para levantar desahuciados.
El marqués la recibió de mala gana, de pie en el zaguán y demoró en entender lo que quería, pues era  una mujer de gran parsimonia y circunloquios enrevesados. Dio tantas vueltas y revueltas para llegar al asunto, que el marqués perdió la paciencia.
«Sea lo que sea, dígamelo sin más latines», le dijo.
«Estamos amenazados por una peste de mal de rabia», dijo Sagunta,
«Y yo soy la única que tengo las llaves de San Huberto, patrono de los cazadores y sanador de los arrabiados».
«No veo el porqué de una peste», dijo el marqués.
«No hay anuncios de cometas ni eclipses, que yo sepa, ni tenemos culpas tan grandes como para que Dios se ocupe de nosotros».
Sagunta le informó que en marzo habría  un eclipse total de sol, y le dio noticias completas de los mordidos el primer domingo de diciembre.
Dos habían desaparecido, sin duda escamoteados por los suyos para tratar de hechizarlos, y un tercero había muerto del mal de rabia en la segunda semana. Había un cuarto que no fue mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo perro, y estaba agonizando en el hospital del Amor de Dios.
El alguacil mayor había hecho envenenar aun centenar de perros sin dueño en lo que iba del mes. En una semana más no quedaría uno vivo en la calle.
«De todos modos, no sé qué tenga yo que ver con eso», dijo el marqués.
«Y menos a una hora tan extraviada».
«Su niña fue la primera mordida», dijo Sagunta.
El marqués le dijo con una gran convicción:
«Si así fuera, yo habría sido el primero en saberlo».
Creía que la niña se sentía bien, y no le parecía posible que algo tan grave le hubiera ocurrido sin que él lo supiera. Así que dio la visita por terminada y se fue a completar la siesta.
No obstante, esa tarde buscó a Sierva María en los patios del servicio. Estaba ayudando a desollar conejos, con la cara pintada de negro, descalza y con el turbante colorado de las esclavas. Le preguntó si era verdad que la había mordido un perro, y ella le contestó que no sin la menor duda. Pero Bernarda se lo confirmó esa noche. El marqués, confundido, preguntó:
« ¿Por qué Sierva lo niega?».
«Porque no hay modo de que diga una verdad ni por yerro», dijo Bernarda.
«Entonces hay que proceder», dijo el marqués,
«Porque el perro tenía el mal de rabia».
«Al contrario», dijo Bernarda.
«Más bien, el perro debió morir por morderla a ella. Eso fue por diciembre y la muy descarada está como una flor».
Ambos siguieron atentos a los rumores crecientes sobre la gravedad de la peste, y aun contra sus deseos tuvieron que conversar otra vez sobre asuntos que les eran comunes, como en los tiempos en que se odiaban menos. Para él era claro.
Siempre creyó que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad.
Bernarda, en cambio, no se lo preguntó siquiera, pues tenía plena conciencia de no amarla ni de  ser amada por ella, y ambas cosas le parecían justas.
 Mucho del odio que ambos sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro. Sin embargo, Bernarda estaba dispuesta a hacer la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar su honra, con la condición de que la muerte de la niña fuera por una causa digna.
«No importa cuál», precisó, «siempre que no sea una enfermedad de perro».
El marqués comprendió en ese instante, como una deflagración celestial, cuál era el sentido de su vida.
«La niña no se va a morir», dijo, resuelto. «Pero si tiene que morir ha de ser de lo que Dios disponga».
ECA Estudio y Centro de Aprendizaje

El martes fue al hospital del Amor de Dios, en el cerro de San Lázaro, para ver al arrabiado de que le habló Sagunta. No fue consciente de que su carroza de crespones mortuorios iba a ser  vista como un síntoma más de las desgracias que se estaban incubando, pues hacía muchos años que no salía de su casa sino en las grandes ocasiones, y hacía otros muchos que no había ocasiones más grandes que las infaustas.
La ciudad estaba sumergida en su marasmo de siglos, pero no faltó quien vislumbrara el rostro macilento, los ojos fugaces del caballero incierto con sus tafetanes de luto, cuya carroza abandonó el recinto amurallado y se dirigió a campo traviesa hacia el cerro de San Lázaro. En el hospital, los leprosos tirados en los pisos de ladrillos lo vieron entrar con sus trancos de muerto, y le cerraron el paso para pedirle una limosna.
En el pabellón de los furiosos continuos, amarrado a un poste, estaba el arrabiado.
Era un mulato viejo con la cabeza  y la barba algodonadas. Estaba ya paralizado de medio cuerpo, pero la rabia le había infundido tanta fuerza en la otra mitad, que debieron amarrarlo para que no se despedazara contra las paredes. Su relato no dejaba dudas de que lo había mordido el mismo perro ceniciento del lucero blanco que mordió a Sierva María. Y lo había babeado, en efecto, aunque no sobre la piel sana sino en una úlcera crónica que tenía en la pantorrilla. 
Esa precisión no fue bastante para tranquilizar al marqués, que abandonó el hospital horrorizado por la visión del moribundo y sin una luz de esperanza para Sierva María.
Cuando volvía a la ciudad por la cornisa del cerro encontró a un hombre de gran apariencia sentado en una piedra del camino junto a su caballo muerto. El marqués hizo detener el coche, y sólo cuando el hombre se puso de pie reconoció al licenciado Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el médico más notable y controvertido de la ciudad. Era idéntico al rey de bastos.
Llevaba un sombrero de alas grandes para el sol, botas de montar, y la capa negra de los libertos letrados. Saludó al marqués con una ceremonia poco usual.
«Benedictus qui venit in nomine veritatis», dijo.
Su caballo no había resistido de bajada la misma cuesta que había subido al trote, y se le reventó el corazón. Neptuno, el cochero del marqués, trató de desensillarlo. El dueño lo disuadió.
«Para qué quiero silla si no tendré a quién ensillar», dijo. «Déjela que se pudra con él».
El cochero tuvo que ayudarlo a subir en la carroza por su corpulencia pueril, y el marqués le hizo la distinción de sentarlo a su derecha. Abrenuncio pensaba en el caballo.
«Es como si se me hubiera muerto la mitad del cuerpo, suspiró.
«Nada es tan fácil de resolver como  la muerte de un caballo», dijo el marqués.
Abrenuncio se animó. «Éste era distinto», dijo.
«Si tuviera los medios, lo haría sepultar en tierra sagrada».
Miró al marqués a la espera de su reacción, y terminó:
«En octubre cumplió cien años».
«No hay caballo que viva tanto», dijo el marqués.
«Puedo probarlo», dijo el médico.
Servía los martes en el Amor de Dios, ayudando a los leprosos enfermos de otros males. Había sido alumno esclarecido del licenciado Juan Méndez
Nieto, otro judío portugués emigrado al Caribe por la persecución en España, y había heredado su mala fama de nigromante y deslenguado, pero nadie ponía en duda su sabiduría. Sus pleitos con los otros médicos, que no perdonaban sus aciertos inverosímiles ni sus métodos insólitos, eran constantes y sangrientos. Había inventado una píldora de una vez al año que afinaba el tono de la salud y alargaba la vida, pero causaba tales trastornos del juicio los primeros tres días que nadie más que él se arriesgaba a tomarla.
En otros tiempos solía tocar el arpa a la cabecera de los enfermos para sedarlos con cierta música compuesta a propósito. No practicaba la cirugía, que siempre consideró un arte inferior de dómines y barberos, y su especialidad terrorífica era predecir  a los enfermos el día y la hora de la muerte. Sin embargo, tanto su buena fama como la mala se sustentaban en lo mismo: se decía, y nadie lo desmintió nunca, que había resucitado a un muerto.
A pesar de su experiencia, Abrenuncio estaba conmovido por el arrabiado.
«El cuerpo humano no está hecho para los años que uno podría vivir», dijo. El marqués no perdió una palabra de su disertación minuciosa y colorida, y sólo habló cuando el médico no tuvo nada más que decir.
« ¿Qué se puede hacer con ese pobre hombre?”, preguntó.
«Matarlo», dijo Abrenuncio.
El marqués lo miró espantado.
«Al menos es lo que haríamos si fuéramos buenos cristianos», prosiguió el médico, impasible.
«Y no se asombre, señor: hay más cristianos buenos de los que uno cree».
Se refería en realidad a los cristianos pobres de cualquier color, en los arrabales y en el campo, que tenían  el coraje de echar un veneno en la comida de sus arrabiados para evitarles el espanto de postrimerías. A fines del siglo anterior una familia entera se tomó la sopa envenenada porque ninguno  tuvo corazón para envenenar solo a un niño de cinco años.
«Se supone que los médicos no sabemos que esas cosas suceden», concluyó
Abrenuncio. «Y no es así pero  carecemos de autoridad moral para respaldarlas. A cambio de eso, hacemos con los moribundos lo que usted acaba de ver.
Los encomendamos a  San Huberto, y los amarramos a un poste para que puedan agonizar peor y por más tiempo»
« ¿No hay otro recurso?», preguntó el marqués.
«Después de los primeros insultos de la rabia, no hay ninguno», dijo el médico.
Habló de tratados alegres que la consideraban como enfermedad curable, con base en fórmulas diversas: la hepática terrestre, el cinabrio, el almizcle, el mercurio argentino, el anagallis flore purpureo. «Pamplinas», dijo.
«Lo que pasa es que a unos les da la rabia y a otros no, y es fácil decir que a los que no les dio fue por las medicinas».
Buscó los ojos del marqués para asegurarse de que seguía despierto, y concluyó:
« ¿Por qué tiene tanto interés?»
«Por piedad», mintió el marqués.
Contempló desde la ventana el mar aletargado por el tedio de las cuatro, y se dio cuenta con el corazón oprimido de que habían vuelto las golondrinas.
Aún no se alzaba la brisa. Un grupo de niños trataba de cazar a pedradas un alcatraz extraviado en una playa cenagosa, y el marqués lo siguió en su vuelo fugitivo hasta que se perdió entre las cúpulas radiantes de la ciudad fortificada .
La carroza entró en el recinto de las murallas por la puerta de tierra de la Media Luna y Abrenuncio guió al cochero hasta su casa a través del bullicioso arrabal de los artesanos. No fue fácil. Neptuno era mayor de setenta años, y además indeciso y corto de vista, y estaba acostumbrado a que el caballo siguiera solo por las calles que conocía mejor que él. Cuando dieron por fin con la casa, Abrenuncio se despidió en la puerta con una sentencia de Horacio.
«No sé latín», se excusó el marqués.
«Ni falta que le hace!», dijo Abrenuncio. Y lo dijo en latín, por supuesto.
El marqués quedó tan impresionado, que su primer acto al volver a casa fue el más raro de su vida. Le ordenó a Neptuno que recogiera el caballo muerto en el cerro de San Lázaro y lo enterrara en tierra sagrada, y que muy temprano al día siguiente le mandara a Abrenuncio el mejor caballo de su establo.
Después del alivio efímero de las purgas de antimonio, Bernarda se aplicaba lavativas de consuelo hasta tres veces al día para sofocar el incendio de sus vísceras, o se sumergía en baños calientes con jabones de olor hasta seis veces para templar los nervios. Nada le quedaba entonces de lo que fue de recién casada, cuando concebía  aventuras comerciales que sacaba adelante con una certidumbre de adivina, tales eran sus logros, hasta la mala tarde en que conoció al Judas Iscariote y se la llevó la desgracia.
Lo había encontrado por casualidad en una corraleja de ferias peleándose a manos limpias, casi desnudo y sin ninguna protección, contra un toro de lidia. Era tan hermoso y temerario que no pudo olvidarlo. Días después volvió a verlo en una cumbiamba de carnaval a la que ella asistía disfrazada de pordiosera con antifaz, y rodeada por sus esclavas vestidas de marquesas con gargantillas y pulseras y zarcillos de oro y piedras preciosas.
Judas estaba en el centro de un círculo de curiosos, bailando con la que le pagara, y habían tenido que poner orden para calmar las ansias de las pretendientes.
Bernarda le preguntó cuánto costaba. Judas le contestó bailando:
«Medio real».
Bernarda se quitó el antifaz.
«Lo que te pregunto es cuánto cuestas de por vida», le dijo.
Judas vio que a cara descubierta no era tan pordiosera como parecía. Soltó la pareja, y se acercó a ella caminando con ínfulas de grumete para que se le notara el precio.
«Quinientos pesos oro», dijo.
Ella lo midió con un ojo de tasadora rejugada.
Era enorme, con piel de foca, torso ondulado, caderas estrechas y piernas espigadas, y con unas manos plácidas que negaban su oficio. Bernarda calculó:
«Mides ocho cuartas».
«Más tres pulgadas», dijo él.
Bernarda le hizo bajar la cabeza al  alcance de ella para examinarle la dentadura, y la perturbó el hálito de amoníaco de sus axilas. Los dientes estaban completos, sanos y bien alineados.
«Tu amo debe estar loco si cree que alguien te va a comprar a precio de caballo», dijo Bernarda.
«Soy libre y me vendo yo mismo», contestó él. Y remató con un cierto tono:
«Señora».
«Marquesa», dijo ella.
Él le hizo una reverencia de cortesano que la dejó sin aliento, y lo compró por
la mitad de sus pretensiones.
«Sólo por el placer de la vista», según dijo. A cambio le respetó su condición
de libre y el tiempo para seguir con su toro de circo. Lo instaló en un cuarto cercano al suyo que había sido del  caballerango, y lo esperó desde la primera noche, desnuda y con la puerta desatrancada, segura de que él iría sin ser invitado. Pero tuvo que esperar dos semanas sin dormir en paz por los ardores del cuerpo.
En realidad, tan pronto como él supo quién era ella y vio la casa por dentro, recobró su distancia de esclavo. Sin embargo, cuando Bernarda había dejado de esperarlo y durmió con sayuela y pasó la tranca en la puerta, él se metió por la ventana.
La despertó el aire del cuarto enrarecido por su grajo amoniacal. Sintió el resuello de minotauro buscándola a tientas en la oscuridad, el fogaje del cuerpo encima de ella, las manos de presa que le agarraron la sayuela por el cuello y se la desgarraron en canal mientras le roncaba en el oído: «Puta, puta». Desde esa noche supo Bernarda que no quería hacer nada más de por vida.
Se enloqueció por él. Se iban por las noches a los bailes de candil en los arrabales, él vestido de caballero con levita y sombrero redondo que Bernarda le compraba a su gusto, y ella disfrazada de cualquier cosa al principio, y después con su propia cara. Lo bañó en oro, con cadenas, anillos y pulseras, y le hizo incrustar diamantes en los dientes. Creyó morir cuando se dio cuenta de que se acostaba con todas las que encontraba a su paso, pero al final se conformó con las sobras.
Fueron los tiempos en que Dominga de Adviento entró en su dormitorio a la hora de la siesta, creyendo que Bernarda estaba en el trapiche, y  los sorprendió en pelotas haciendo el amor por el suelo. La esclava se quedó más deslumbrada que atónita con la mano en la aldaba.
«No te quedes ahí como una muerta», le gritó Bernarda.
«o te vas, o te revuelcas aquí con nosotros» .
Dominga de Adviento se fue con un portazo que le sonó a Bernarda como una bofetada. Ella la convocó esa noche y la amenazó con castigos atroces por cualquier comentario que hiciera de lo que había visto.
«No se preocupe, blanca», le dijo la esclava.
«Usted puede prohibirme lo que quiera, y yo le cumplo».Y concluyó:
«Lo malo es que no puede prohibirme lo que pienso».
Si el marqués lo supo se hizo bien el desentendido. A fin de cuentas, Sierva
María era lo único que le quedaba en común con la esposa, y no la tenía como  hija  suya  sino  sólo  de  ella.  Bernarda, por su parte, ni siquiera lo pensaba. Tan olvidada la tenía, que de regreso de una de sus largas temporadas en el trapiche la confundió con otra por lo grande y distinta que estaba. La llamó, la examinó, la interrogó sobre su vida, pero no obtuvo de ella una palabra.
«Eres idéntica a tu padre», le dijo. «Un engendro».
Ese seguía siendo el ánimo de ambos el día en que el marqués regresó del hospital del Amor de Dios y le anunció a Bernarda su determinación de asumir con mano de guerra las riendas de la casa. Había en su premura un algo frenético que dejó a Bernarda sin réplica.
Lo primero que hizo fue devolverle a la  niña  el  dormitorio  de  su  abuela  la marquesa, de donde Bernarda la había sacado para que durmiera con los esclavos. El esplendor de antaño seguía intacto bajo el polvo: la cama imperial que la servidumbre creía de  oro por el brillo de sus cobres; el mosquitero de gasas de novia, las  ricas vestiduras de pasamanería, el lavatorio de alabastro con numerosos pomos de perfumes y afeites alineados en un orden marcial sobre el tocador; el beque portátil, la escupidera y el vomitorio de porcelana, el mundo ilusorio que la anciana baldada por el reumatismo había soñado para la hija que no tuvo y la nieta que nunca vio.
Mientras las esclavas resucitaban el dormitorio, el marqués se ocupó de poner su ley en la casa.
Espantó a los esclavos que dormitaban a la sombra de las arcadas y amenazó con azotes y ergástulas  a los que volvieran a hacer sus necesidades en los rincones o jugaran a suerte y azar en los aposentos clausurados. No eran disposiciones nuevas.
Se habían cumplido con mucho más rigor cuando Bernarda tenía  el mando y Dominga de Adviento lo imponía, y el marqués se regodeaba en público de su sentencia histórica:
«En mi casa se hace lo que yo obedezco». Pero cuando Bernarda sucumbió en los tremedales del cacao y Dominga de Adviento murió, los esclavos volvieron a infiltrarse con gran sigilo, primero las mujeres con sus crías para ayudar en oficios menudos, y luego  los hombres ociosos en busca de la fresca de los corredores.
Aterrada por el fantasma de la ruina, Bernarda los mandaba a que se ganaran la comida mendigando en la  calle.
En una de sus crisis decidió manumitirlos, salvo a los tres o cuatro del servicio doméstico, pero el marqués se opuso con una sinrazón:
«Si han de morirse de hambre, es mejor que se mueran aquí y no por esos andurriales».
No se atuvo a fórmulas tan fáciles cuando el perro mordió a Sierva María.
Invistió de poderes al esclavo que  le pareció de más autoridad y mayor confianza, y le impartió instrucciones cuya dureza escandalizó a la misma Bernanda. A la primera noche, cuando la casa estaba ya en orden por primera vez desde la muerte de Dominga de Adviento, encontró a Sierva
María en la barraca de las esclavas, entre media docena de jóvenes negras que dormían en hamacas entrecruzadas a distintos niveles. Las despertó a todas para impartir las normas del nuevo gobierno.
«Desde esta fecha la niña vive en la casa», les dijo.
«Y sépase aquí y en todo el reino que no tiene más que una familia, y es sólo de blancos».
La  niña  resistió  cuando  él  quiso  llevarla en brazos al dormitorio, y tuvo que hacerle entender que un orden de hombres reinaba en el mundo. Ya en el dormitorio de la abuela, mientras le  cambiaba  el    refajo  de  lienzo  de  las esclavas por una camisa de noche, no logró de ella una palabra.
Bernarda lo vio desde la puerta: el marqués sentado en la cama luchando con los botones de la camisa de dormir que no pasaban por los ojales nuevos, y la niña de pie frente a él, mirándolo impasible. Bernarda no pudo reprimirse. « ¿Por qué no se casan?», se burló y como el marqués no le hizo caso, dijo más:
«No sería un mal negocio parir marquesitas criollas con patas de gallina para venderlas a los circos».
Algo había cambiado también en ella. A pesar de la ferocidad de la risa su rostro parecía menos amargo, y había en el fondo de su perfidia un sedimento de compasión que el marqués no advirtió.
Tan pronto como la sintió lejos, le dijo a la niña:
«Es una gorrina».
Le pareció percibir en ella una chispa de interés:
« ¿Sabes lo que es una gorrina?», le preguntó, ávido de una respuesta. Sierva María no se la concedió. Se dejó acostar en la cama, se dejó acomodar la cabeza en las almohadas de plumas, se dejó cubrir hasta las rodillas con la sábana de hilo olorosa al cedro del arcón sin hacerle la caridad de una mirada. Él sintió un temblor de conciencia:
« ¿Rezas antes de dormir?»
La niña no lo miró siquiera. Se acomodó en posición fetal por el hábito de la hamaca y se durmió sin despedirse. El marqués cerró el mosquitero con el mayor cuidado para que los murciélagos no la sangraran dormida. Iban a ser las diez y el coro de las locas era insoportable en la casa redimida por la expulsión de los esclavos.
El marqués soltó los mastines que salieron en estampida hacia el dormitorio de la abuela, olfateando las hendijas de las puertas con latidos acezantes. El marqués les rascó la cabeza con la yema de los dedos, y los calmó con la buena noticia:
«Es Sierva, que desde esta noche vive con nosotros».
Durmió poco y mal por las locas que cantaron hasta las dos. Lo primero que hizo al levantarse con los primeros gallos fue ir al cuarto de la niña, y no estaba allí sino en el galpón de las esclavas. La que dormía más cerca despertó asustada.
«Vino sola, señor», dijo, antes de que él le preguntara nada. «Ni siquiera me di cuenta».
El marqués sabía que era cierto. Indagó cuál de ellas acompañaba a Sierva
María cuando la mordió el perro. La única mulata, que se llamaba Caridad del Cobre, se identificó tiritando de miedo. El marqués la tranquilizó.
«Encárgate de ella como si fueras Dominga de Adviento», le dijo.
Le explicó sus deberes. Le advirtió que no la perdiera de vista ni un momento y la tratara con afecto y comprensión, pero sin complacencias. Lo más importante era que no traspasara la  cerca de espinos que haría construir entre el patio de los esclavos y el resto de la casa. En la mañana al despertar y en la noche antes de dormir debía darle un informe completo sin que él se lo preguntara.
«Fíjate bien lo que haces y cómo lo haces», concluyó. «Has de ser la única responsable de que estas mis órdenes se cumplan».
A las siete de la mañana, después de enjaular los perros, el marqués fue a casa de Abrenuncio. El médico le abrió en persona, pues no tenía esclavos ni sirvientes. El marqués se hizo a sí mismo el reproche que creía merecer.
«Éstas no son horas de visita», dijo.
El médico le abrió el corazón, agradecido por el caballo que acababa de recibir. Lo llevó por el patio hasta el cobertizo de una antigua herrería de la que no quedaban sino los escombros de la fragua. El hermoso alazán de dos años, lejos de sus querencias, parecía azogado. Abrenuncio lo aplacó con palmaditas en las mejillas, mientras le murmuraba al oído vanas promesas en latín.
El marqués le contó que al caballo muerto lo habían enterrado en la antigua huerta del hospital del Amor de Dios, consagrada como cementerio de ricos durante la peste del cólera. Abrenuncio  se  lo  agradeció  como  un  favor excesivo. Mientras hablaban, le llamó la atención que el marqués se mantuviera a distancia. Él le confesó que nunca se había atrevido a montar.
«Temo tanto a los caballos como a las gallinas», dijo.
«Es una lástima, porque la incomunicación con los caballos ha retrasado a la humanidad», dijo Abrenuncio.
«Si alguna vez la rompiéramos podríamos fabricar el centauro».
El interior de la casa, iluminado por dos ventanas abiertas a la mar grande, estaba arreglado con el preciosismo vicioso de un soltero empedernido.
Todo el ámbito estaba ocupado por una fragancia de bálsamos que inducía a creer en la eficacia de la medicina. Había un escritorio en orden y una vidriera llena de pomos de porcelana con rótulos en latín. Relegada en un rincón estaba el arpa medicinal cubierta de un polvo dorado. Lo más notorio eran los libros, muchos en latín, con lomos historiados. Los había en vitrinas y en estantes abiertos, o puestos en el suelo con gran cuidado, y el médico caminaba por los desfiladeros de papel con la facilidad de un rinoceronte entre las rosas. El marqués estaba abrumado por la cantidad.
«Todo lo que se sabe debe de estar en este cuarto», dijo.
«Los libros no sirven para nada», dijo Abrenuncio de buen humor.
«La vida se me ha ido curando las enfermedades que causan los otros médicos con sus medicinas».
Quitó un gato dormido de la poltrona principal, que era la suya, para que se sentara el marqués. Le sirvió un cocimiento de hierbas que él mismo preparó en el hornillo del atanor, mientras le hablaba de sus experiencias médicas, hasta que se dio cuenta de que el marqués había perdido el interés.
Así era: se había levantado de pronto y le daba la espalda, mirando por la ventana el mar huraño. Por fin, siempre de espaldas, encontró el valor para empezar.
«Licenciado», murmuró.
Abrenuncio no esperaba el llamado.
« ¿Ajá?»
«Bajo la gravedad del sigilo médico, y sólo para su gobierno, le confieso que es verdad lo que dicen», dijo el marqués en un tono solemne.
«El perro rabioso mordió también a mi hija».
Miró al médico y se encontró con un alma en paz.
«Ya lo sé», dijo el doctor. «Y supongo que por eso ha venido a una hora tan temprana».
«Así es», dijo el marqués. Y repitió la pregunta que ya había hecho sobre el mordido del hospital:
« ¿Qué podemos hacer?»
En vez de su respuesta brutal del día anterior, Abrenuncio pidió ver a Sierva
María. Era eso lo que el marqués quería pedirle. Así que estaban de acuerdo, y el coche los esperaba en la puerta.
Cuando llegaron a la casa, el marqués encontró a Bernarda sentada al tocador, peinándose para nadie con la coquetería de los años lejanos en que hicieron el amor por última vez, y que él había borrado de su memoria. El cuarto estaba saturado de la fragancia primaveral de sus jabones. Ella vio al marido en el espejo, y le dijo sin acidez:
« ¿Quiénes somos para andar regalando caballos?»
El marqués la eludió. Cogió de la cama revuelta la túnica de diario, se la tiró encima a Bernarda, y le ordenó sin compasión:
«Vístase, que aquí está el médico».
«Dios me libre», dijo ella.
«No es para usted, aunque buena falta le hace», dijo él. «Es para la niña».
«No le servirá de nada», dijo ella. «O se muere o no se muere: no hay de motra». Pero la curiosidad pudo más: « ¿Quién es?»
«Abrenuncio», dijo el marqués.
Bernarda se escandalizó. Prefería  morirse como estaba, sola y desnuda, antes que poner su honra en manos de un judío agazapado. Había sido médico en casa de sus padres, y lo habían repudiado porque propalaba el estado de los pacientes para magnificar sus diagnósticos. El marqués la enfrentó.
«Aunque usted no lo quiera, y aunque yo lo quiera menos, usted es su madre», dijo. «Es por ese derecho sagrado que le pido dar fe del examen».
«Por mí hagan lo que les dé la gana», dijo Bernarda. «Yo estoy muerta».
Al contrario de lo que podía esperarse, la niña se sometió sin remilgos a una exploración minuciosa de su cuerpo,  con la curiosidad con que hubiera observado un juguete de cuerda. «Los médicos vemos con las manos», le dijo Abrenuncio. La niña, divertida, le sonrió por primera vez.
Las evidencias de su buena salud estaban a la vista, pues a pesar de su aire desvalido tenía un cuerpo armonioso, cubierto de un vello dorado, casi invisible, y con los primeros retoños de una floración feliz.
 Tenía los dientes perfectos, los ojos clarividentes, los pies reposados, las manos sabias, y cada hebra de su cabello era el preludio de una larga vida. Contestó de buen ánimo y con mucho dominio el interrogatorio insidioso, y había que conocerla demasiado para descubrir  que ninguna respuesta era verdad.
Sólo se puso tensa cuando el médico encontró la cicatriz ínfima en el tobillo.
La astucia de Abrenuncio le salió adelante:
« ¿Te caíste?»Gabriel García Márquez 23
Del amor y otros demonios
La niña afirmó sin pestañear:
«Del columpio».
El médico empezó a conversar consigo mismo en latín. El marqués le salió al paso:
«Dígamelo en ladino».
«No es con usted», dijo Abrenuncio. «Pienso en  bajo latín».
Sierva María estaba encantada con las artimañas de Abrenuncio, hasta que éste le puso la oreja en el pecho para auscultarla. El corazón le daba tumbos azorados, y la piel soltó un rocío lívido y glacial con un recóndito olor de cebollas. Al terminar, el médico le dio una palmadita cariñosa en la mejilla.
«Eres muy valiente», le dijo.
Ya a solas con el marqués, le comentó que la niña sabía que el perro tenía mal de rabia. El marqués no entendió.
«Le ha dicho muchos embustes», dijo, «pero ese no».
«No fue ella, señor», dijo el médico.  «Me lo dijo su corazón: era como una ranita enjaulada».
El marqués se demoró en el recuento de otras mentiras sorprendentes de la hija, no con disgusto sino con un cierto orgullo de padre. «Quizás vaya a ser poeta», dijo. Abrenuncio no admitió que la mentira fuera una condición de las artes.
«Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía», dijo.
Lo único que no pudo interpretar fue el olor de cebollas en el sudor de la niña. Como no sabía de ninguna relación entre cualquier olor y el mal de rabia, lo descartó como síntoma de nada. Caridad del Cobre le reveló más tarde al marqués que Sierva María  se había entregado en secreto a las ciencias de los esclavos, que la hacían  masticar  emplasto  de  manajú  y  la encerraban desnuda en la bodega de cebollas para desvirtuar el maleficio del perro.
Abrenuncio no dulcificó el mínimo detalle de la rabia. «Los primeros insultos son más graves y rápidos cuanto más  profundo sea el mordisco y cuanto más cercano al cerebro», dijo. Recordó  el  caso  de  un  paciente  suyo  que murió al cabo de cinco años, pero quedó la duda de si no habría sufrido contagio posterior que pasó inadvertido.
 La cicatrización rápida no quería decir nada: al cabo de un tiempo imprevisible la cicatriz podía hincharse, abrirse de nuevo y supurar. La agonía llegaba a ser tan espantosa que era mejor la muerte. Lo único lícito que podía hacerse entonces era apelar al hospital del Amor de Dios, donde tenían senegaleses diestros en el manejo de herejes y energúmenos enfurecidos. De no ser así, el marqués en persona tendría que asumir la condena de mantener a la niña encadenada en la cama hasta morir.
«En la ya larga historia de la humanidad», concluyó, «ningún hidrofóbico ha vivido para contarlo» .
El marqués decidió que no habría una cruz por pesada que fuera que no estuviera resuelto a cargar.
De modo que la niña moriría en su casa. El médico lo premió con una mirada que más parecía de lástima que de respeto.
«No podía esperarse menos grandeza de su parte, señor», le dijo. «y no dudo de que su alma tendrá el temple para soportarlo».
Insistió una vez más en que el pronóstico no era alarmante. La herida estaba lejos del área de mayor riesgo y nadie recordaba que hubiera sangrado. Lo más probable era que Sierva María no contrajera la rabia.
« ¿Y mientras tanto?», preguntó el marqués.
«Mientras tanto», dijo Abrenuncio, «tóquenle música, llenen la casa de flores,
hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz». Se despidió con un voleo del sombrero en el aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor del marqués: «No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad».

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